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Authors: José Javier Esparza

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Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (97 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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La conquista de Cuenca: tres reyes y un pastor

En el mes de junio de aquel 1177, Tarazona recibe a los visitantes más distinguidos jamás vistos por aquellos pagos. Está el rey Fernando II de León. Está el rey Alfonso VIII de Castilla. Está también el rey Alfonso II de Aragón. En realidad es una reunión de familia: Fernando es tío de los otros dos reyes. Los tres monarcas hablan de muchas cosas: de la situación de Navarra, que ha perdido territorios a manos de castellanos y aragoneses; del vasallaje de Zaragoza, ahora en manos de Castilla, pero que volverá enseguida a Aragón; se habla también de la sucesión al trono leonés, encarnada en el pequeño infante Alfonso, hijo de Fernando y de la portuguesa Urraca, y cuyos derechos han de respetar Castilla y Aragón aunque el matrimonio de Fernando se haya roto. Pero, sobre todo, se habla de la guerra contra el moro.

No tenemos un acta de la reunión de Tarazona, pero todo lo que pasó después nos indica con claridad qué decidieron allí los tres reyes. En las semanas siguientes, Alfonso VIII de Castilla, que ya había llevado a sus tropas hasta la vista de Cuenca, recibe refuerzos aragoneses y leoneses para el sitio de la ciudad. Al mismo tiempo, Fernando de León lanza una campaña que bordea Sevilla y llega hasta jerez. En Portugal, el príncipe Sancho, que dirige a las tropas ahora que su padre ha quedado impedido (recordemos: aquella pierna que se le rompió a Alfonso Enríquez en Badajoz), ejecuta otra ofensiva simultánea y saquea a conciencia el territorio sevillano. Alfonso II de Aragón, por su parte, mueve a sus tropas sobre territorio murciano.

Se actúa al mismo tiempo y en todos los frentes. El dispositivo de defensa almohade no puede frenar esta ofensiva simultánea. Pero, además, hay un punto donde todos los esfuerzos cristianos van a confluir en una acción decisiva: la ciudad de Cuenca, auténtica bisagra estratégica que abre los frentes de Aragón y Castilla. Cuenca estaba en manos musulmanas. Los almohades la habían reforzado. Eso era una amenaza. Ahora los reyes cristianos se habían propuesto reconquistar la ciudad.

Cuenca estaba sitiada por los ejércitos de Castilla desde principios de 1177. Precisamente estas tierras habían sido escenario reciente de una de las ofensivas almohades: pese a la tregua de Castilla con el califa Abu Yakub, en el verano anterior los moros de Cuenca habían saqueado las tierras cristianas de Huete y Uclés. Aquello rompió la tregua y movió a Alfonso VIII a ordenar el cerco de la ciudad. Ahora, después de la reunión de Tarazona, el sitio iba a intensificarse.

Impresiona la cuantía de las tropas que convergen en torno a Cuenca. La crónica nos cuenta que allí acudieron, a la llamada del rey, las milicias de Almoguera, Ávila, Atienza, Segovia, Molina, Zamora y La Transierra. Marcharon también las huestes del señor de Albarracín, Pedro Ruiz de Azagra, y las mesnadas de los mejores nombres de Castilla: el conde Nuño Pérez de Lara, Pedro Gutiérrez, los descendientes de Álvar Fáñez, Tello Pérez, Nuño Sánchez. No faltaron las cohortes de las órdenes militares de Santiago y Calatrava. Pero hay más: también Fernando II de León mandó tropas y, sobre todo, Alfonso II de Aragón participó de manera intensa en la empresa.

Aterrado ante semejante concentración, el alcaide moro de Cuenca, llamado Abu Beka, pidió refuerzos al califa AbuYakub, pero el caudillo almohade andaba en ese momento demasiado ocupado en África. Sin refuerzos, el jefe moro de Cuenca intenta una solución desesperada: una cabalgada por sorpresa contra el campamento cristiano para matar al rey Alfonso de Castilla. O sea: golpear directamente a la cabeza. Era el 27 de julio de 1177. Una hueste mora galopa furiosamente contra el campamento cristiano. Busca la tienda del rey Alfonso. Los nobles del rey salen a frenar a los atacantes. La refriega es sangrienta, pero los caballeros cristianos consiguen su objetivo: los moros se retiran y el rey está a salvo. Sobre el campo queda un cadáver: el del conde Nuño Pérez de Lara, el viejo regente de la corona, que ha muerto defendiendo a su rey. Aún no había cumplido los cincuenta años. Dejaba tres hijos y una viuda notabilísima: Teresa Fernández de Traba. Retengamos su nombre.

Fracasado este último intento, a los moros de Cuenca sólo les queda resignarse a lo inevitable: la caída de la ciudad.A medida que pasan las semanas, la situación se hace más angustiosa: las catapultas golpean sin cesar los muros. Aparece el hambre. Se extienden las enfermedades. El calor del verano agrava las cosas. Ahora sólo es cuestión de esperar: cuando las fuerzas de los defensores flaqueen, habrá llegado el momento de asaltar las inexpugnables murallas.Y llegados a este punto, hay que dejar hablar a la leyenda.

Sí, porque, como es de rigor, en la crónica de la reconquista de Cuenca no falta el toque legendario. Su protagonista es un pastor: Martín Alhaja, un mozárabe que cuidaba las ovejas de la localidad junto a otros dos pastores, éstos musulmanes. Ocurrió que un día, regresando del campo al atardecer, Martín vislumbró una luz en el monte. Acudió a investigar su procedencia y lo que descubrió le dejó pasmado: era laVirgen María que sujetaba un candil en su mano. La Virgen habló con Martín y le dijo que estaba cercana la hora en que Cuenca sería liberada por los cristianos, y que él, Martín, debía ayudar en la empresa. ¿Pero cómo podía hacer tal cosa, siendo un pobre pastor? El cielo le ayudaría, dijo laVirgen.

Pasaron los meses y he aquí que aparecieron los ejércitos cristianos para poner sitio a la ciudad. Cuenca quedó bloqueada. Para entrar y salir de la ciudad, los pastores —y entre ellos nuestro amigo Martín Alhaja, el pastor mozárabe— tenían que hacerlo a escondidas y tratando de eludir la vigilancia de los sitiadores. Pero un día los soldados de Castilla sorprendieron a Martín y su rebaño. Martín, con los brazos en cruz, invocó al Señor, dijo a los soldados que era cristiano y, más aún, les refirió su visión de la Virgen y la misión que se le había encomendado: guiar a los cristianos hasta el interior de Cuenca. Los soldados le creyeron y llevaron al pastor al campamento.Y a Martín se le ocurrió una estratagema: cuando los rebaños de ovejas vuelven a Cuenca —refirió Martín Alhaja a los ejércitos cristianos—, lo hacen por una puerta controlada por un guardián ciego. El guardián, palpando las ovejas, comprueba que entran en la ciudad las mismas que salieron.Y ésa era la forma en que los sitiadores podrían ahora liberar la Cuenca mora.

Dicho y hecho: unos cuantos soldados cristianos envolvieron sus cuerpos en lanas de ovejas y se mezclaron con el rebaño. Al caer la noche, entraron en la ciudad por la puerta que Martín les indicó. El guardián ciego palpó: sólo percibió ovejas. Una vez dentro, los soldados se despojaron de sus disfraces. En el silencio de la noche redujeron a la guarnición de las almenas. Inmediatamente corrieron a las puertas de Cuenca y las abrieron de par en par: las tropas cristianas que aguardaban al otro lado del río penetraron en la ciudad.Tras una noche de combates, el gobernador moro se rendía al rey de Castilla. Alfonso VIII y su séquito entraban triunfantes. Era el 21 de septiembre de 1177, festividad de San Mateo. Cuenca volvía a ser cristiana.

La conquista de Cuenca señaló un hito muy importante en la vida de nuestros cinco reinos: frenaba de momento la amenaza almohade y marcaba un punto de partida para la reorganización de los territorios cristianos.A partir de ahora, lo que veremos será sobre todo una incesante actividad política, no exenta de episodios bélicos, para afianzar el poder de cada uno de nuestros monarcas. Fernando de León se casaba con la viuda de Nuño Pérez de Lara, Teresa Fernández de Traba. Alfonso de Aragón fortificaba a marchas forzadas el camino de Teruel a Zaragoza. La cuestión navarra quedaba en manos de un árbitro imparcial: una vez más, el rey de Inglaterra. Pero nada de esto será un camino de rosas.

Cómo dibujar un mapa a codazos

Todo lo que pasa en la España cristiana entre 1175 y 1180 podemos describirlo con una imagen: los reinos españoles se lían a codazos entre sí para hacerse hueco.Y hueco, ¿para qué? Para marcar su territorio, asegurar sus propios recursos y abrirse vías de expansión hacia el sur. Nuestros cinco reinos —Portugal, León, Castilla, Aragón y Navarra— viven años de intensa actividad política, lo cual incluye, por supuesto, episodios bélicos de mayor o menor alcance. De esta pelea a codazos saldrá el mapa definitivo de la España medieval.

Hay muchos problemas pendientes. Está, por un lado, la cuestión navarra. Está, por otro, la cuestión portuguesa. Aragón y Castilla, aliados, dibujan un bloque de poder bien articulado. León queda entre unos y otros, atenazado por un conflicto en varios frentes.Vamos a ver el paisaje de la única manera posible: recorriendo el mapa reino por reino.Y empecemos por la cuestión navarra.

La cuestión navarra consistía básicamente en lo siguiente: desde los lejanos tiempos de Sancho el Mayor, habían quedado pendientes numerosas disputas territoriales entre Navarra, Castilla yAragón.Años después, el testamento de Alfonso el Batallador complicó todavía más las cosas. Los territorios en litigio siempre eran los mismos: Álava yVizcaya, La Rioja, el norte de Soria… En definitiva, las salidas al mar, las vías de comunicación, las áreas ricas en recursos agrarios… Ahora, en el momento de nuestra historia, Castilla y Aragón pretenden repartirse Navarra.Y como es natural, el rey de Navarra, Sancho VI, está dispuesto a impedirlo.

Entre 1173 y 1177 los combates se suceden en la frontera. Los protagonistas principales del conflicto son los castellanos y los navarros, pero Castilla cuenta con el apoyo de Aragón, que también quiere sacar partido del jaleo. El último acto del pleito fue la Paz de Fitero, donde los dos monarcas implicados, Sancho de Navarra y Alfonso de Castilla, se sometían al arbitraje del rey de Inglaterra, Enrique II. Pero éste se lo tomó con mucha calma. Por otro lado, el navarro tenía razones para cuestionar la imparcialidad del árbitro: después de todo, el inglés era tutor del rey de Aragón y suegro del rey de Castilla. Sancho VI no aceptó la decisión de Enrique de Inglaterra. El problema, pues, quedaba vivo.

Vayamos ahora a otro escenario de conflicto: León, donde Fernando II trataba de contener a los portugueses, por el oeste, y a los castellanos por el este. ¿Qué le pasaba a Fernando con Portugal? Toda la clave de la cuestión estaba en las vías de expansión hacia el sur. León había empleado tradicionalmente los pasos de la sierra de Béjar, entre Ávila y Salamanca, pero, cuando León y Castilla se separaron, Béjar pasó a estar bajo control castellano, de manera que a los leoneses sólo les quedaba una vía hacia el sur: la comarca de Ribacoa (o sea, la ribera del río Coa), en Portugal. Naturalmente, los portugueses reclamaban esta vía para sí, y allí fue donde el problema se enquistó.

Ya hemos visto la mala relación de Fernando II de León con sus vecinos portugueses. El matrimonio del rey leonés con Urraca Alfonso, la hija del viejo rey Enríquez, pudo haber enmendado las cosas, pero estas nupcias fueron anuladas por Roma. Por si faltaba algo, en la casa real portuguesa estallaron problemas sucesorios que iban a implicar también a León. El viejo rey Alfonso Enríquez, enfermo, asocia al trono a su hijo Sancho, pero hay otro hijo, Fernando, que reclama sus derechos. Este Fernando, aunque bastardo, es en realidad el primogénito del rey Enríquez. Su padre le ha apartado de la línea sucesoria, pero muchos nobles le apoyan; entre otros, el alférez del rey, don Pedro Pais da Mala. Cuando Enríquez se entera, destierra a don Pedro. El veterano alférez se tiene que exiliar. ¿Dónde? En León. La escalada de hostilidad llega a su punto culminante en la primavera de 1179: el príncipe Sancho ataca Ciudad Rodrigo. El rey de León actúa con rapidez, marcha contra los portugueses y los derrota en Argañal. No obstante, el rey leonés será generoso en la victoria: ante todo le interesaba recomponer las buenas relaciones con Portugal.

Esto, en lo que concierne a Portugal. Pero León tenía otro frente, que era Castilla, y aquí las cosas estaban más difíciles todavía. Si en el escenario portugués la clave era estratégica —el paso al sur a través de Ribacoa—, en el escenario castellano la clave era económica: el control de la Tierra de Campos y sus recursos agrarios, viejo objeto de litigio. Para empezar, Fernando II, como veíamos páginas atrás, apostó por un matrimonio diplomático: muerto en Cuenca el viejo regente castellano Nuño Pérez de Lara, el rey de León desposó a su viuda, Teresa Fernández de Traba, lo cual le permitía estrechar lazos con la nobleza gallega —los Tra ba—, cuyo apoyo le era fundamental, y al mismo tiempo recomponer relaciones con el poderoso clan de los Lara, determinante en Castilla. Una jugada inteligente. Sin embargo, sus efectos políticos fueron muy limitados.

Alfonso de Castilla era perfectamente consciente del valor económico de la Tierra de Campos y en absoluto estaba dispuesto a perder el control sobre esa fábrica incesante de cereal. En noviembre de 1178 los castellanos ejecutan una incursión militar a la altura de Medina de Rioseco. Lo que está en juego es mucho y los dos monarcas, el castellano y el leonés, pugnan por atraerse aliados, y en particular a los aragoneses. Finalmente es el castellano, cuyas relaciones con Alfonso de Aragón siempre habían sido especialmente buenas, el que se lleva el gato al agua.Y Alfonso no sólo consigue el respaldo aragonés, sino también la alianza de Portugal contra León. Fernando se encuentra atrapado entre dos frentes.

Fernando II de León era buen estratega y conocía las jugadas necesarias para salir airoso del envite, pero sus alfiles demostraron no estar a la altura.A lo largo de 1180 el rey convoca dos curias, en Coyanza y en Benavente, con un único objetivo: persuadir a la nobleza leonesa de que actúe sobre la Tierra de Campos. Sin embargo, los nobles del reino no manifestaron el menor entusiasmo: los señores del muy feudal Reino de León no veían claro qué beneficio podían obtener de la aventura. Para colmo de males, aquel mismo año de 1180 moría de parto la esposa del rey, Teresa, y el recién nacido fallecía poco después. Al menos Fernando consiguió que el papa declarara el año santo jubilar, lo cual estimuló de manera notable la actividad económica del Camino de Santiago. Pero la situación de León era simplemente angustiosa: estaba atrapado entre dos potencias aliadas entre sí —Portugal y Castilla— y atenazado por una pertinaz escasez de recursos.

El conflicto de León y Castilla terminará en marzo de 1181 con la firma del Tratado de Medina de Rioseco, con el que los dos monarcas establecieron un cinturón fronterizo. Era, por cierto, un singular cinturón: cinco castillos por cada reino, entregados a la custodia de las órdenes militares de Santiago y del Hospital, pro tenenda y observanda pace, o sea, para que las órdenes mantuvieran y vigilaran la paz. La frontera quedaba fijada en una larga línea desde Saldaña hasta Peñafiel. Para Fernando de León era una victoria política, porque pacificaba el paisaje, pero quien ga naba realmente era el castellano, que veía confirmado su control sobre la Tierra de Campos.

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