—Es digno de elogio que hayas acudido a vernos —declaró por fin—. No sé qué decirte aparte de eso. Y ahora, si te parece, creo que ese señor Lewis de quien hablas merece una visita, ¿no crees?
Esa noche, desde el final de la calle, observé cómo los guardias echaban abajo la puerta del establecimiento del señor Lewis, cargaban escaleras arriba, se llevaban a los hombres que había allí hasta sus cupés y asumían la tutela de los niños. Todo el episodio no duró más de media hora y la calle quedó sumida en el caos cuando hombres y mujeres salieron de sus casas para presenciar el alboroto. Ninguno de los chicos pareció lamentar marcharse; reconocí a un par de los más jóvenes, que habían sido más pequeños aún cuando yo había vivido allí. No sabía adónde los llevarían los guardias, pero tuve la seguridad de que, fuera donde fuese, su existencia sería mejor que la que llevaban en casa del señor Lewis.
Todos los adultos presentes en el edificio fueron arrestados. Sin embargo, faltaba una persona: el propio señor Lewis. Los guardias fueron de casa en casa, preguntando a los vecinos si lo habían visto, pero no averiguaron nada. Poco después sellaron con tablones la puerta principal para que nadie pudiese entrar y se marcharon.
Al cabo de unas horas, cerca de medianoche, salí de la pequeña habitación en que me alojaba y vagué por las calles hasta el puerto, y contemplé en la distancia los barcos fondeados en la lejana Spithead. Tuve la seguridad de ver movimiento en algunos de ellos y me pregunté adónde se dirigirían, en qué compañía y con qué misión. Para mi sorpresa, me asaltó un curioso anhelo, y por fin comprendí cómo se había sentido el capitán cuando estábamos anclados en Otaheite y miraba hacia la
Bounty
, con ansia en el corazón. Fue una emoción que me sorprendió, pero no por ello era menos intensa, y me pregunté qué hacer con semejante anhelo.
Me di la vuelta para regresar al lecho y recorrí una calle sorprendentemente llena de carruajes a esas horas de la noche; a los caballeros que volvían de sus clubes no les importaba a qué velocidad transitaban y un par de ellos casi me atropellaron, lo que habría supuesto un final cruel para mi relato tras tantas aventuras.
—Turnstile.
Di media vuelta al oír mi nombre y ahí estaba, detrás de mí: el señor Lewis, con una mirada asesina en los ojos.
—Usted —dije, asustado.
—Sí, yo. —Avanzó hacia mí—. Creías que ya no volverías a verme, ¿eh?
—No, señor —repuse retrocediendo.
—Primero te fugas, cuando me perteneces. ¿Y luego vuelves para echarme encima a los guardias? ¿Para robarme mi negocio, es eso? ¿Para quitarme a mis chicos?
—No son sus chicos —insistí, con suficiente aplomo para contestarle—. No pertenecen a hombre alguno.
—Me pertenecen a mí, al igual que tú —replicó, y capté más odio en su voz del que había oído en mi vida—. No eres más que un ladrón, John Jacob Turnstile, y acabaré contigo por ello.
Miró alrededor unos instantes —la calle estaba desierta— y sacó una larga daga de la chaqueta. Abrí mucho los ojos al ver la hoja.
—Señor Lewis —le imploré, pero arremetió contra mí y apenas logré evitar que me asestara una cuchillada—. ¡Señor Lewis, por favor!
—Ésta es tu última noche en este mundo, muchacho —gruñó, cambiando de dirección ahora. Di un salto atrás, de cara a la calle, y él se situó entre el bordillo y yo—. Sí, y éste es tu último instante.
Levantó el cuchillo y, consciente de que sólo disponía de un par de segundos antes de que descendiera y penetrara en mi cuerpo, me abalancé sobre él, causándole una momentánea sorpresa que lo hizo retroceder un par de pasos hacia la calle.
—¿Qué diantre…?
Fueron sus últimas palabras.
¿Estuvo en mi mano impedirlo? ¿O en el fondo pretendía que ocurriera? No lo sé. El carruaje dobló la esquina y lo arrolló antes de que supiera siquiera qué ocurría; diría que sintió un instante de terror y luego nada. Observé horrorizado que el carruaje pasaba de largo y luego se detenía, y me llegó la voz del cochero, pero me deslicé en las sombras en tanto que el hombre se acercaba al cuerpo quebrado sobre los adoquines y buscaba en vano señales de vida.
Cuando echó a correr calle abajo en busca de un guardia, me di la vuelta y me fui.
La cuestión ya estaba zanjada.
Ya era finales de octubre cuando los trece supervivientes del bote de la
Bounty
fuimos llamados a la presencia del almirante Barrington para prestar declaración en el consejo de guerra del teniente William Bligh por la pérdida de la fragata
Bounty
de Su Majestad.
Al enterarme de que tenía que asistir, fui presa de una gran consternación, pues me pareció que estaban acusando indebidamente al capitán, pero los oficiales del Almirantazgo me aseguraron que era la forma habitual en que se resolvían tales asuntos. Las diferencias que habían tenido lugar entre el capitán y el señor Fryer habían concluido, pues los dos hombres parecieron apoyarse mutuamente y no se contradijeron con respecto a ninguna evidencia.
Como los demás supervivientes, fui llamado al estrado y acudí a él con nerviosismo, pues temía verme atrapado y decir algo que no pretendía. Sin embargo, mis interrogadores no parecieron considerarme muy importante y al cabo de sólo media hora volví a bajar los peldaños. Los jueces reflexionaron durante un breve lapso de tiempo. El capitán fue absuelto y salió del tribunal convertido en un héroe.
En los meses transcurridos desde nuestro regreso, los ingleses parecían haber quedado fascinados por la historia del motín en la
Bounty
y, en aquellos primeros tiempos al menos, el populacho tuvo en muy alta opinión al capitán Bligh por su éxito a la hora de llevar nuestro minúsculo bote a buen puerto. El rey en persona lo elogió y se le concedió por fin el único título que lo había eludido con anterioridad a nuestras aventuras, el de capitán, y su ascenso a partir de ahí en los rangos navales quedó asegurado.
Ese mismo año otra fragata, la
Pandora
, al mando del capitán Edward Edwards, fue enviada a Otaheite en busca de los amotinados, y me asombró leer en el periódico el nombre de aquellos a quienes habían capturado: Michael Byrn, el violinista; James Morrison, el ayudante del contramaestre; los ayudantes del carpintero Charles Norman y Thomas McIntosh; los marineros de primera Thomas Ellison, John Millward, Richard Skinner, John Sumner y Thomas Burkett; el guardiamarina George Stewart; el ayudante del cocinero William Muspratt; el armero Joseph Coleman, y el tonelero Henry Hilbrant.
Y había otro más: el perro, Peter Heywood.
Fletcher Christian, el dandi, nunca fue descubierto.
Pero si eso me sorprendió, así como la noticia de que iban a regresar a Inglaterra para someterse a juicio acusados de amotinarse, no fue nada comparado con las nuevas que llegaron poco después. El
Pandora
, tras sufrir daños irreparables, se hundió en el viaje de vuelta y cuatro de esos miserables prisioneros —Skinner, Sumner, Stewart y Hilbrant— perecieron en el naufragio. Los demás fueron transportados por el capitán y la tripulación de la fragata siniestrada en distintos botes hasta Timor, siguiendo la misma ruta que nos habíamos visto obligados a seguir nosotros, y de ahí hasta Inglaterra.
Si hubo un tiempo en que cupiera pensar que el Señor se andaba con jueguecitos con el mundo, fue ése.
Los juicios que siguieron suscitaron enorme interés público, por supuesto, y el capitán declaró contra algunos hombres, pero sólo seis —Morrison, Ellison, Muspratt, Millward, Burkett y el señor Heywood— fueron condenados; a los demás se los consideró leales retenidos por los amotinados.
Y tras fervientes súplicas por parte de sus familias, el señor Heywood, así como Morrison y Muspratt, fueron indultados por el rey y puestos en libertad.
Los demás —Thomas Ellison, que después de todo nunca llegaría a casarse con su Flora-Jane Richardson, Thomas Burkett, que había arrestado al capitán en su camarote aquella fatídica noche, y John Millward— fueron condenados a muerte y ahorcados, una advertencia para otros del castigo por amotinarse.
Y a partir de entonces se le concedió el reposo a la historia de la fragata
Bounty
de su majestad.
Veintiséis años más tarde, poco antes de que cumpliera los cuarenta y cuatro, los sucesos de aquellos turbulentos dos años y medio volvieron enteramente a mi memoria. La causa de ello fue el funeral de uno de mis más antiguos y queridos amigos, el capitán William Bligh, el héroe de la
Bounty
, en la iglesia parroquial de Lambeth, no mucho antes de la Navidad de 1817.
Me había preguntado si vería en el funeral a algunos de mis antiguos compañeros de aventuras, pero para entonces la mayoría había muerto o estaba de viaje por el extranjero, y no hubo nadie en representación de la
Bounty
, excepto yo mismo. Lo cierto es que la asistencia fue escasa pese al gran servicio que el capitán había ofrecido a lo largo de su vida: había participado a las órdenes del almirante Nelson en la batalla de Copenhague, para desenvolverse en ella con valentía. Fue nombrado gobernador general de Nueva Gales del Sur durante un período y se lo consideró un gran héroe en esas regiones de las antípodas. Llegó a contralmirante, y finalmente a vicealmirante con insignia azul, uno de los más altos rangos de la armada. Sin embargo, el recuerdo del motín nunca se desvaneció y para algunos fue el villano de la historia, una caracterización que difícilmente podía estar más lejos de la verdad.
El señor Bligh no era perfecto, pocos de nosotros lo somos, pero por mi vida que valía más que mil Fletcher Christian juntos.
Tras el sepelio me encontré solo en Lambeth, pues mi esposa no había podido asistir a causa del alumbramiento inminente de nuestro octavo hijo, que nacería tres semanas más tarde. (Nuestro tercer vástago, y segundo varón, llevaba el nombre de mi amigo y su padrino, William). Como no deseaba aún volver a casa, pues los recuerdos de aquellos años dominaban mis pensamientos y me producían una curiosa mezcla de arrepentimiento, decepción y placer, me acerqué a una taberna y pedí una jarra de cerveza antes de retirarme a un rincón junto a la ventana a reflexionar sobre los sucesos de mi vida.
Apenas advertí que el caballero se acercaba a mí, mas su voz profunda me arrancó de mis pensamientos cuando habló.
—¿Capitán Turnstile?
Alcé la vista, pero no lo reconocí de inmediato.
—Buenas tardes, señor —dije.
—Me preguntaba si podría sentarme con usted un momento.
—Por supuesto —respondí, indicando el banco frente a mí.
Era un caballero muy bien vestido y de habla refinada, y aunque habría preferido estar solo, era obvio que me conocía y quería conversación, por lo que no me molestó en absoluto ofrecérsela. Sin embargo, guardó silencio unos instantes después de sentarse, dejar la jarra de cerveza ante sí y esbozar una leve sonrisa.
—Me parece que no me reconoce —señaló.
—Discúlpeme, señor —repuse—. ¿Nos conocemos, pues?
—Nos vimos una vez —explicó—. Hace muchos años. Quizá si dejara mi reloj de bolsillo a la vista, eso despertaría su recuerdo.
Fruncí el ceño, considerando qué quería decir con aquellas palabras, antes de que comprendiera su significado y mis ojos se abrieran desmesuradamente por la sorpresa.
—Señor Zéla —murmuré, pues en efecto se trataba del caballero francés cuyo reloj yo había robado tantísimos años atrás, el responsable de que me librara de la cárcel y fuera transportado en cambio a la cubierta de la
Bounty
.
—Llámeme Matthieu, por favor —replicó con una sonrisa.
—Apenas puedo creerlo —dije negando con la cabeza—. Los años se han portado bien con usted —añadí, pues, aunque debía de tener más de setenta, habría pasado por un hombre veinte años más joven.
—Sí, me lo dicen con cierta frecuencia, pero trato de no darle importancia. Para qué tentar al destino, he ahí mi lema.
—Y está usted aquí —añadí, todavía asombrado—. ¿Ha asistido al…?
—¿Al funeral del almirante Bligh? Sí, estaba al fondo de la iglesia. Lo he visto a usted cuando salía. He querido saludarlo una vez más. Han pasado muchos años.
—Sí, desde luego —admití—. Y me complace verlo. ¿Vive en Londres?
—Me muevo un poco por ahí. Tengo intereses por todo el mundo. He de decir, sin embargo, que me ha complacido verlo aquí. He seguido su carrera con gran interés.
—Esa carrera he de agradecérsela a dos personas —admití—. A usted, por mandarme a bordo de aquel barco para empezar, y a William, por hacerme su protegido.
—¿Usted y él siguieron siendo amigos todos estos años, entonces?
—Oh, sí. Cuando regresé a Inglaterra, señor Zéla… Matthieu, me sentí perdido. Consideré volver a mi vida en Portsmouth, pero ese lugar ya no podía ofrecerme nada. Después de que el capitán fuera absuelto y ascendido, me invitó a formar parte de su siguiente tripulación como marinero de primera.
—Entonces ¿sus aventuras no lo llevaron a aborrecer el mar?
—Pensé que lo harían —admití—. De hecho, durante aquellos cuarenta y ocho días en el bote, juré incontables veces que, si sobrevivía, nunca volvería a bañarme siquiera, no digamos ya a navegar. Pero quizá esa experiencia me cambió para bien. William me lo ofreció, lo consideré y acepté, y después de eso…
—El resto, como dicen, es historia.
—Sólo serví a sus órdenes una vez más —puntualicé—. En ese siguiente viaje. Después emprendí mi propia carrera. Tuve la fortuna de descubrir un talento para el trazado de cartas así como una habilidad natural, supongo, en el mar, y fui ascendido por mis esfuerzos. Antes de darme cuenta siquiera era primer oficial, y luego maestre.
—Y ahora es usted capitán —declaró con orgullo—. Y si he de creer los rumores, su carrera no acaba ahí.
—No sé nada de eso, señor —repuse sonrojándome un poco, aunque he de admitir que mi ambición aún no se había visto plenamente satisfecha—. Eso han de decidirlo personas más insignes que yo.
—Y lo harán, amigo mío —respondió con certeza en la voz—. No dudo que lo harán. Desde luego, es usted un motivo de orgullo para mí, John Jacob.
Sonreí.
—Y me alegro. Pero lo fui mucho más para William, se lo aseguro. Me acompañó al Almirantazgo el día que recibí mis documentos de la capitanía. Después cenamos con unos amigos y durante los brindis me rindió un homenaje que me emocionó enormemente. Habló de lealtad. Y de deber. Y de honor. Los rasgos, creo yo, que definían su propia vida. —Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas al recordar aquella feliz velada y la forma en que William había hablado de mí.