—¿Y a tu joven amiguita?
—A ella también —admití—. Un poco, al menos. Cierto que me traicionó con el perro del señor Heywood, pero pese a todo me divertí con ella en su momento. Sí, la echo de menos.
Descubrí que el ojo bueno se me nublaba al decir aquello; el malo estaba ya cubierto por una bruma que no mostraba indicios de abandonarme.
—Habrá otras —me aseguró—. Cuando estés de vuelta en Inglaterra, quiero decir. Volverás a enamorarte.
Asentí con la cabeza, pero no estaba tan seguro. Después de todo, no existía la menor garantía de que volviera a ver Inglaterra, mucho menos de encontrar el amor allí. Pero debíamos conservar el ánimo. Era eso o zambullirse en el mar y no molestarse en volver a salir para respirar.
El anochecer trajo consigo más lluvia y más retortijones. En cierto punto fueron tan agudos que solté un grito y los demás me mandaron callar, pero por Dios que el dolor fue tan intenso que pensé que acabaría conmigo.
Padecimos terriblemente durante esa jornada marcada por la lluvia y los vendavales, el hambre y la sed, y aunque llegamos por fin a aguas más tranquilas, fui presa del desánimo más negro que recuerdo haber sentido en toda mi vida. Entonces, mientras me hallaba sentado en silencio contra la borda, el capitán vino a sentarse a mi lado y me habló en voz baja.
—Estábamos en la bahía de Kealakekua en Hawai —me contó sin preámbulo alguno—, a bordo del
Resolution
. Llevábamos allí algún tiempo, y todos veíamos con claridad que las relaciones con los salvajes se estaban enrareciendo. Las cosas habían empezado bien, por supuesto. El capitán Cook sin duda era capaz de impresionar a un jefe nativo. Pero los aborígenes se habían vuelto terriblemente disolutos. Siempre creí que el capitán se mostraba demasiado permisivo con los nativos. Creía demasiado en su bondad natural.
Me incorporé un poco, sorprendido de que hubiese elegido esa noche en concreto para relatarme la historia, pero complacido porque lo hiciera. Quizá había advertido mi desánimo.
—Ese día en particular —continuó— tuvo lugar un incidente, un suceso pequeño en sí pero que, añadido a una serie de insultos menores en los días anteriores, bastó para sacarnos de quicio. Cuando estábamos anclados en climas cálidos, el capitán prefería dejar los cúters y botes auxiliares del barco en el agua; los salvajes robaron uno de ellos, el cúter de mayor tamaño. Fue inaceptable, por supuesto, y cuando se enteró, el capitán declaró que se bloquearía la bahía hasta que el cúter nos fuese devuelto. Envió dos embarcaciones; un tipo llamado John Williamson iba al mando del bote, y yo mismo capitaneé el cúter más pequeño.
—¿Usted, señor? —pregunté con los ojos muy abiertos—. ¿Fue usted quien recuperó el bote robado?
—Sí, más o menos. Y si lo hubiesen entregado de forma pacífica la cosa habría tenido pocas consecuencias. Pero al aproximarnos a la bahía fue obvio que no nos aguardaba la paz. Los nativos se habían apostado en lo alto del acantilado, adoptando posturas de guerra y con la clase de atavíos que, según ellos, los protegían de nuestros sables y mosquetes. Estaban preparados para la batalla, saltaba a la vista.
—Pero ¿por qué, capitán? —quise saber—. ¿Se habían vuelto contra ustedes?
—Eso creo. Al principio todo había ido bien, pero no reconocían nuestro derecho a sus tierras y sus productos. Se estaban volviendo agresivos a ese respecto. No nos quedó otra opción que demostrarles nuestra fuerza.
—¿Qué derecho, señor? —pregunté, confuso.
—Pues nuestro derecho como emisarios del rey, hombre —contestó, mirándome como si fuese un tarado—. ¿No es obvio? Querían que los dejásemos en paz. ¡Salvajes! ¡Se atrevían a ordenarnos a nosotros, unos ingleses, que nos marcháramos!
—De sus tierras.
—Ya veo que no me entiendes —insistió, como si la idea fuese absurda—. Cuando nosotros llegamos, esas tierras dejaron de pertenecerles. Nosotros las reclamamos.
»Sea como fuere, la cuestión es que, al aproximarnos, cada vez se hizo más patente que habría problemas. Entonces advertí que una gran canoa con unos veinte salvajes se hacía a la mar en la bahía, sin duda rumbo al
Resolution
. Remaban con ganas, eso he de concedérselo, y a tal ritmo que tuve que meterles un miedo terrible a mis propios hombres para hacerlos cambiar de rumbo y avanzar hacia el oeste para interceptarlos. Cuando nos hubimos acercado lo suficiente, les disparamos con nuestros mosquetes y, con la gracia de Dios y la justicia de nuestra parte, conseguimos reducir al instante a varios de ellos. El resto, unos cobardes, se echaron al agua y la canoa volcó de inmediato, de manera que los que no estaban heridos de muerte regresaron nadando a la orilla. Fue una victoria que demostraba nuestra fuerza, y de haberlo reconocido ellos así, quizá las cosas no habrían pasado de ahí.
»Lo siguiente que advertí fue que el capitán Cook en persona, con cuatro o cinco hombres más, navegaba hacia nosotros en un cúter. Nos mantuvimos en nuestros puestos hasta que llegaron hasta nosotros, y estaba furioso, terriblemente furioso.
»—No habrá más derramamiento de sangre —me informó, como si yo hubiese sido el autor del percance—. Voy a la orilla y tomaré al rey como rehén, lo llevaré al
Resolution
y lo retendré allí hasta que todos nuestros botes y pertenencias hayan vuelto a nosotros.
»—Pero, capitán, ¿le parece sensato? Acabamos de… —objeté, horrorizado ante la idea.
»—Puede acompañarme, señor Bligh, o puede volver al
Resolution
. ¿Qué decide? —me interrumpió, apretando los dientes.
»Bueno, no hace falta decir que salté del cúter a su bote y no tardamos en estar en la orilla, y el capitán, que iba al frente, fue derecho al hogar del sumo sacerdote de la isla, con quien había establecido ya buenas relaciones, y le informó que no pretendíamos hacer daño a su gente, pero que mientras quedase un soplo de aliento en nuestros cuerpos no íbamos a tolerar un robo. Lo informó de sus planes de llevarse al rey al
Resolution
, pero aseguró que lo retendría allí como invitado, no como cautivo, y que dependía del sacerdote asegurarse de que se le diera a la cuestión una solución rápida y feliz.
»Sin esperar respuesta, el capitán se dirigió entonces hacia la aldea, mientras algunos de nuestros hombres atracaban en la bahía armados con mosquetes. Oí el rugir de los cañones de nuestro barco y deduje que más canoas habrían salido de la bahía para dirigirse a él y que algún oficial habría decidido disparar para sacarlos de las aguas. Lo consideré muy sensato y así se lo hice saber al capitán, que se volvió hacia mí, furioso, y espetó: “Maldita sea, así sólo conseguiremos que un incidente se convierta en una catástrofe. Cada disparo que se hace destruye nuestra reputación y empeora nuestra relación con estas gentes. ¿Es que no se da cuenta?”. Por supuesto le di la razón, pero también le dije que convenía demostrar a los salvajes quiénes eran sus señores, y presumo que estuvo de acuerdo conmigo, pues no dijo nada y se limitó a continuar andando. Más tarde supe que las otras canoas, las que no habían sufrido daños por el fuego de cañón, volvieron hacia Kealakekua, sin duda buscando venganza por sus compañeros caídos.
»Llegamos a la casa del rey Terriabu y el capitán aguardó fuera. Cuando el líder apareció flanqueado por sus dos hijos, el capitán Cook lo invitó a cenar con él en sus propias dependencias a bordo del
Resolution
, y el rey aceptó encantado. Era un hombre anciano, Turnstile, sus dos hijos tuvieron que ayudarlo a llegar a la orilla, y ninguno de ellos se percató de nuestros planes. Lo consideraron un simple acto de hospitalidad, como los que habían recibido tantas veces de nosotros en el pasado.
»Cuando llegamos a la orilla, los de las canoas habían vuelto y era obvio que estaban a punto de ocurrir sucesos dramáticos. A los hijos del rey les llegaron de inmediato los rumores de que tanto mi cúter como el
Resolution
habían abierto fuego contra los salvajes, matando a algunos de ellos, y de inmediato se alzó un gran clamor. En el tumulto que siguió, el rey cayó pesadamente en la arena de la playa.
»En ese punto, todo se desmandó. Los nativos nos rodearon y empezaron a arrojarnos piedras, abatiendo a algunos de nosotros. Por nuestra parte empuñamos los mosquetes y no nos quedó otra opción que dispararles. El capitán me estaba gritando algo que no conseguí interpretar, y maté a varios salvajes más mientras él se acercaba a mí. Me volví para mirar a mi superior, satisfecho de mi matanza, y lo vi correr, sin duda para felicitarme. En ese momento un salvaje se abalanzó sobre él desde atrás y descargó una gran piedra sobre la cabeza del gran hombre. James Cook cayó en la arena, pero rodó sobre sí para defenderse. Antes de que pudiese hacerlo, otro salvaje se le echó encima con una daga, el muy cerdo cobarde, y se la hundió en el cuello antes de arrastrarlo un poco y meterle la cabeza en el agua. Quise acercarme para ayudarlo, pero unos veinte salvajes o más corrían hacia mis marineros y yo. Nos superaban cinco veces en número y no nos quedó más remedio que dar la vuelta y huir. Tuvimos la fortuna de conseguir llegar al bote sin otro daño que una lluvia de piedras, pero cuando nos hicimos a la mar vi al capitán, aquel hombre tan valiente, levantarse una vez más para defenderse y encaramarse a unas rocas, donde un último grupo de hombres cayó sobre él y lo apedreó hasta matarlo.
En ese punto el señor Bligh guardó silencio y titubeó antes de volver a hablar.
—Fue un asesinato, un crimen terrible —declaró al fin—. Pero es un hecho de nuestras vidas, el final que tal vez nos aguarda a cualquiera de nosotros si aceptamos los chelines del rey. La cuestión es el valor de que hagamos gala al caer. Por supuesto, nos vengamos de aquellos tipos de la forma más sangrienta. Vivieron muy poco tiempo para lamentar sus actos.
Me arrellané en el asiento y reflexioné. No era la historia que yo imaginaba, pero el señor Bligh me la había contado, había accedido a mis peticiones, y no pareció que ninguno de los dos tuviese mucho más que decir. No pude evitar cuestionarme su participación en aquellos terribles acontecimientos, y quizá él también lo hizo en cierta medida al relatar de nuevo el espantoso episodio, pero si se arrepentía de algo no lo mencionó. Finalmente se incorporó y sustituyó a uno de los remeros, asiendo los remos con sus grandes manos y animando a su compañero a seguir bogando, más y más rápido, a fin de apresurar la llegada a nuestro destino.
Esa noche, todo ha de decirse, surcamos a buen ritmo las olas.
David Nelson y Lawrence LeBogue se recobraron un poco ese día y fue obvio que no iban a doblar la cabeza de inmediato. Se incorporaron e ingirieron un poco de pan y agua —más de lo que les tocaba, por órdenes del capitán— y parecieron mejorar mucho.
El propio capitán cayó enfermo más tarde, aquejado de un trastorno de estómago que lo afectó agudamente, y no hubo forma de hablarle durante gran parte de la velada. Por primera vez en nuestro viaje se encogió como un bebé, aferrándose el cuerpo en busca de calor, pero con escaso éxito, pues se hacía imposible conseguirlo con la lluvia que nos empapaba la ropa.
Más tarde vimos algunos alcatraces que nos dieron la esperanza de hallarnos cerca de Timor, pero el horizonte seguía sin revelar nada, por lo que no nos quedó más remedio que continuar nuestra singladura.
El capitán se había recobrado bastante, pero igualmente parecía una criatura miserable, como todos nosotros. Teníamos el rostro hundido y demacrado, los miembros de muchos parecían haberse contraído o bien hinchado de forma intolerable por las condiciones de hacinamiento, y dormíamos durante gran parte del día. Recuerdo haber pensado que mi vida consistía tan sólo en dos cosas: remar para impulsar el bote y dormir. La conversación se había extinguido, las discusiones se habían evaporado y apenas quedaba algún rescoldo de nuestra esperanza.
Cuando los hombres le imploraron que calculara la distancia, el capitán Bligh insistió en que no faltaba mucho y nos pidió que todos permaneciéramos alerta para avistar tierra por si nos habíamos alejado demasiado del rumbo, añadiendo que harían falta buenos ojos para descubrirla, pero muchos tuvimos dificultades con semejante proposición porque nuestra vista era escasa. Mi ojo izquierdo había mejorado un poco, pero seguía habiendo una sombra tras él y, aunque no tenía un espejo para probarlo, dudaba que siguiera siendo el apuesto chico que había sido al abandonar Portsmouth, o incluso Otaheite.
En ese punto volví a sumirme en el desánimo. Llevábamos cuarenta y cinco días en el mar y, pese a seguir con vida, me sentía sumamente miserable. Anhelaba la libertad, una tierra en que correr, una buena comida. Me encontré lamentando el hecho de haber elegido la lealtad al capitán en lugar de una vida desahogada de placeres sensuales en la isla. Descubrí que me hervía la sangre y al mirar al señor Bligh me pregunté qué clase de hombre era, y por qué lo había seguido a una muerte segura.
Ansiaba comida y agua.
Estaba desesperado.
Dormí.
Soñé con las calles de Portsmouth, desiertas y sombrías, azotadas por los vientos y con los puestos de fruta descabalados. Me veía correr hacia el establecimiento del señor Lewis, muerto de impaciencia, abrir las puertas y cargar escaleras arriba hacia donde estaban mi litera y las de mis hermanos, pero las encontraba vacías y sin sábanas. Miraba alrededor. Estaba solo.
Desperté.
Me senté a los remos junto a un hombre al que no reconocí. Estiré los brazos y volví a encogerlos, arrastrando el agua. Observé el horizonte. Me lamí los labios, con la esperanza de encontrar algún rastro de humedad. El sol caía a plomo. Remé, y quizá podría haber remado hasta morir, pero el capitán me informó que mi turno había acabado y me alejé hasta encontrar una pequeña porción del cascarón para mí solo.
Dormí.
Veía la
Bounty
y reviví los felices días a bordo. Me imaginé sentado a la mesa del capitán, junto a él y al señor Fryer, dispuesto a dar cuenta de una opípara comida. El francés, el señor Zéla, se sentaba enfrente. El capitán Cook contaba una historia sobre una aventura que había corrido en el
Endeavour
. Y entonces señalaba con el tenedor al señor Bligh y hacía un comentario acusador, momento en el cual…
Desperté.