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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (43 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—Hemos formado arañas y lobos de fuego para proteger a tu padre —era imposible pasar por alto el orgullo en su voz.

—A pesar de todo, Violante creía que él no estaba seguro en el castillo —la voz de Resa parecía una acusación. No podéis protegerlo, decía. Ninguno de vosotros. Está solo.

—El Castillo del Lago —el Príncipe Negro pronunció el nombre como si la idea de Violante no le agradase mucho—. Existen numerosas canciones sobre ese castillo.

—Tenebrosas todas —precisó Ardacho.

La urraca que había volado hasta él estaba posada sobre su hombro. Era un ave escuálida que miraba fijamente a Meggie, como si pretendiera sacarle los ojos.

—¿Qué canciones? —en la voz de Resa latía el miedo.

—Historias de fantasmas, nada más. ¡Disparates en verso! —Fenoglio se abrió paso junto a Resa. Despina se aferraba a su mano—. El Castillo del Lago lleva mucho tiempo abandonado, así que las gentes lo llenan de historias, pero son sólo eso: historias.

—¡Qué tranquilizador! —la mirada que le lanzó Elinor sonrojó a Fenoglio.

Este estaba de un humor de perros. Desde que habían llegado a la cueva no cesaba de quejarse del frío, del llanto de los niños o del hedor del oso. La mayor parte del tiempo se sentaba detrás del muro de piedras que había levantado en el rincón más apartado de la cueva a discutir con Cuarzo Rosa. Los únicos que lograban arrancarle una sonrisa eran Ivo, Despina… y Darius. Éste se había unido al anciano inmediatamente después de su llegada, y mientras lo ayudaba a levantar el muro había comenzado a interrogarle con voz tímida sobre el mundo que había creado.

—¿Dónde viven los gigantes? ¿Viven más las ondinas que los humanos? ¿Qué territorios hay más allá de las montañas?

Era obvio que Darius hacía las preguntas correctas, pues Fenoglio no se impacientaba con él como con Orfeo.

El Castillo del Lago.

Fenoglio sacudió la cabeza cuando Meggie se presentó con la intención de averiguar más datos sobre el lugar al que la Fea conducía a su padre.

—Era un escenario secundario, Meggie —se limitó a decir, enfurruñado—. Uno de tantos lugares. ¡Un decorado! Relee mi libro si quieres saber más sobre el asunto… si es que Dedo Polvoriento vuelve a soltarlo alguna vez. Creo que en realidad hubiera debido entregármelo, pues aunque siga enfadado conmigo, al fin y al cabo soy el autor, pero en fin… ¡Al menos ya no lo tiene Orfeo!

El libro.

Dedo Polvoriento había entregado hacía mucho
Corazón de Tinta,
pero Meggie guardaba el secreto, ella misma ignoraba por qué. El libro estaba en poder de su madre.

Farid se lo había entregado a Resa tan deprisa como si Basta pudiera aparecer detrás de él y robárselo igual que antaño, en el otro mundo.

—Dedo Polvoriento asegura que con quien está más seguro es contigo, porque tú conoces el poder de las palabras que contiene —había murmurado él—. El Príncipe Negro no lo comprende. Pero mantenlo oculto. Orfeo no debe recuperarlo.

Aunque Dedo Polvoriento está bastante seguro de que no acudirá a ti.

Su madre recibió el libro con cierta indecisión y acabó ocultándolo en su lecho. El corazón de Meggie se aceleró al sacarlo de debajo de la manta de Resa. No había vuelto a sostener en sus manos el libro de Fenoglio desde que Mortola se lo había dado durante la fiesta de Capricornio en la plaza para que leyera las palabras contra la Sombra. Era una sensación extraña abrirlo en el mundo del que hablaba, y por un momento Meggie temió que las páginas absorbieran todo lo que la rodeaba: el fondo rocoso sobre el que se sentaba, la manta bajo la que dormía su madre, la blanca mariposa de hielo que se había perdido dentro de la cueva y los niños que la perseguían riendo…

¿Había nacido de verdad todo eso entre las tapas de ese libro? El ejemplar parecía insignificante comparado con las maravillas que describía, tan sólo unos cientos de páginas impresas, una docena de ilustraciones, ni la mitad de buenas que las que pintaba Balbulus, una encuadernación en tela verde plateada. Sin embargo, encontrar su propio nombre entre las páginas o el de su madre, el de Farid o el de Mo, no habría sorprendido a Meggie… No, en ese mundo su padre se llamaba de otra manera.

Meggie nunca había tenido ocasión de leer la historia de Fenoglio. ¿Por dónde debía comenzar ahora? ¿Existiría quizá algún dibujo del Castillo del Lago? Pasó apresuradamente las páginas, cuando de repente oyó a su espalda la voz de Farid.

—Meggie.

Cerró el libro, tan pillada en falta como si cada una de las palabras que contenía fuera un secreto. ¡Qué tontería por su parte! Ese libro no sabía nada de lo que la asustaba, ni de Arrendajo, ni siquiera de Farid…

Ella ya no pensaba en él tanto como antes. Daba la impresión de que el regreso de Dedo Polvoriento había cerrado el capítulo que trataba de ellos, de que la historia comenzaba de nuevo desde el principio y borraba con cada nueva palabra lo que ya había contado.

—Dedo Polvoriento me dio algo más.

Farid contemplaba el libro en su regazo como si fuera una serpiente. Pero después se arrodilló a su lado y tomó de su cinturón la bolsa manchada de hollín que sus dedos habían acariciado con tanta frecuencia mientras informaba al Príncipe.

—Me la dio para Roxana —explicó en voz baja mientras esparcía un fino círculo de ceniza sobre el suelo rocoso—. Pero como parecías tan preocupada…

En lugar de finalizar la frase, cuchicheó palabras que sólo Dedo Polvoriento y él entendían… y un fuego repentino brotó de la ceniza como si hubiera estado dormido en su interior. Farid lo atrajo, lo alabó y sedujo, hasta que ardió tan caliente que los corazones de las llamas se tornaron blancos como el papel y apareció una imagen, al principio casi irreconocible, después cada vez más nítida.

Colinas densamente arboladas… soldados a caballo por una estrecha senda, muchos soldados… con dos mujeres cabalgando en medio de ellos. Meggie reconoció inmediatamente a Brianna por el pelo. La mujer que iba delante de ella tenía que ser la Fea, y allí —junto a Dedo Polvoriento— cabalgaba Mo. Meggie, sin querer, alargó la mano hacia él, pero Farid sujetó con fuerza sus dedos.

—Tiene sangre en la cara —musitó ella.

—Pífano.

Farid volvió a hablar con las llamas y la imagen se ensanchó, mostrando la senda que se dirigía hacia montañas que Meggie no había visto jamás, mucho más altas que las colinas de Umbra. La senda estaba cubierta de nieve, igual que en las laderas lejanas, y Meggie presenció cómo su padre se echaba aliento caliente en las manos.

Qué extraño le resultaba con el manto forrado de piel que llevaba, igual que un personaje de cuento. «Es el personaje de un cuento, Meggie», susurró una voz en su interior. Arrendajo… ¿Todavía era también su padre? ¿Había visto en Mo una mirada tan seria? La Fea se volvió hacia él; era la Fea, claro, ¿quién si no? Hablaron, pero el fuego sólo mostraba figuras mudas.

—¿Lo ves? Está bien. Gracias a Dedo Polvoriento —Farid contempló las llamas con nostalgia, como si de ese modo pudiera trasladarse junto a Dedo Polvoriento. Después suspiró y sopló con suavidad hasta que las llamas se tornaron tan oscuras como si se sonrojasen por los apelativos cariñosos que les daba.

—¿Piensas seguirlo?

Farid negó con la cabeza.

—Dedo Polvoriento quiere que vigile a Roxana —Meggie captó su amargura—. ¿Y tú qué vas a hacer? —añadió mirándola inquisitivo.

—¿Qué quieres que haga?

«Susurrar palabras. Eso es lo único que sé hacer», añadió ella en su mente. Todas las palabras que cantan los juglares sobre Arrendajo: que amansa a los lobos con su voz, que es invulnerable y veloz como el viento, que las hadas lo protegen y las Mujeres Blancas guardan su sueño. Palabras. Era lo único con lo que podía proteger a Mo, y las susurraba día y noche, cada minuto que no se sentía observada las mandaba en pos suyo igual que las cornejas que el Príncipe Negro había enviado a Umbra.

Las llamas se habían extinguido y Farid juntaba con las manos la ceniza caliente cuando una sombra cayó sobre él. Doria estaba detrás de ellos, con un niño y una niña en cada mano.

—Meggie, la mujer de la voz chillona te busca.

Los bandidos tenían muchos nombres para Elinor. Meggie sonrió, pero Farid lanzó a Doria una mirada poco amistosa. Tras devolver con cuidado la ceniza a la bolsa, se levantó.

—Estaré con Roxana —informó, dando a Meggie un beso en la boca.

No lo había hecho desde hacía semanas. Después pasó junto a Doria y se alejó sin volverse siquiera.

—La ha besado —susurró la niña a Doria, lo bastante alto para que Meggie lo oyera. Cuando Meggie la miró, se puso colorada y ocultó deprisa la cara en el costado de Doria.

—Sí, lo ha hecho —le contestó Doria también en voz muy baja—. Pero ¿le ha devuelto ella el beso?

—¡No! —constató el niño que Doria llevaba a su derecha, y examinó a Meggie preguntándose si sería divertido besarla.

—Eso está bien —repuso Doria—. Muy requetebién.

AUDIENCIA CON CABEZA DE VÍBORA

No se puede leer de verdad un libro sin estar solo. Pero precisamente por esa soledad uno se relaciona de la manera más íntima con personas con las que quizá uno no se hubiera encontrado jamás, bien porque están muertas desde hace siglos o porque hablan idiomas que no entiendes. Y sin embargo se han convertido en tus más íntimos amigos, en tus más sabios consejeros, en los magos que te hipnotizan, las amantes con las que siempre has soñado.

Antonio Muñoz Molina
,
El poder de la pluma

El séquito de Cabeza de Víbora alcanzó Umbra poco después de la medianoche. Orfeo se enteró de la noticia tan deprisa como Pardillo, pues había mandado esperar a Oss tres noches bajo la horca emplazada junto a la puerta de la ciudad.

Todo estaba preparado para el Príncipe de la Plata. Pífano había ordenado cubrir con paños negros cada abertura del castillo, para convertir el día en noche con el fin de complacer a su señor, y en el patio yacían los árboles talados que Pardillo pensaba quemar en las chimeneas del castillo, a pesar de que todos sabían que ningún fuego lograba disipar el frío que Cabeza de Víbora tenía metido en la carne y en los huesos. El único hombre que quizá hubiera podido hacerlo se había escapado de las mazmorras del castillo y todo Umbra se preguntaba cómo acogería el Príncipe de la Plata esa noticia.

Orfeo envió a Oss al castillo antes del amanecer. Al fin y al cabo, nadie ignoraba que Cabeza de Víbora apenas dormía.

—Dile que tengo informaciones de gran importancia para él. Que se trata de Arrendajo y su hija.

Repitió las palabras media docena de veces, pues confiaba poco en las aptitudes intelectuales de su guardaespaldas, pero Oss desempeñó bien su misión. Al cabo de más de tres horas, que Orfeo pasó recorriendo sin descanso su escritorio de un lado a otro, regresó con la noticia de que la audiencia estaba concedida, aunque con la condición de que Orfeo se presentase en el castillo sin demora, pues Cabeza de Víbora tenía que descansar antes de su nueva partida.

«¿Nueva partida? Aja. ¡Así que acepta el juego de su hija!», pensó Orfeo mientras se encaminaba al castillo a paso ligero. «Bien. Entonces depende de ti hacerle comprender que sólo con tu ayuda puede ganar ese juego.» Se chupó los labios de manera inconsciente, para tornarlos diplomáticos para la gran tarea. Nunca había maquinado para obtener un botín tan espléndido. «¡Arriba el telón!», se susurraba en voz baja una y otra vez. «¡Arriba el telón!»

El criado que lo condujo hasta el salón del trono por los corredores cubiertos de colgaduras negras no pronunció ni una sola palabra. El castillo estaba caliente y oscuro. «Como el infierno», pensó Orfeo. ¿Y no casaba todo eso de maravilla? ¿No se comparaba tanto a Cabeza de Víbora con el diablo? Sí, justo era reconocérselo a Fenoglio. Este malvado tenía fuste. Comparado con Cabeza de Víbora, Capricornio había sido un comicastro, un aficionado… aunque Mortola seguro que lo enjuiciaba de muy distinta manera (pero ¿a quién le importaba ya lo que ella pensase?).

Un agradable escalofrío recorrió los carnosos hombros de Orfeo. ¡Cabeza de Víbora! Vástago de un clan que cultivaba desde hacía generaciones el arte de la maldad. No había crueldad que no hubiera cometido alguno de sus antepasados. Hipocresía, afán de poder, carencia de escrúpulos, ésas eran las características familiares más destacadas. ¡Menuda combinación! Sí, Orfeo estaba sobre ascuas. Tenía las manos húmedas de sudor como un muchacho en su primera cita. Se pasaba una y otra vez la lengua por los dientes, como si intentase afilárselos, prepararlos para las palabras correctas.

—Creedme —se oía decir a sí mismo—. Puedo poner este mundo a vuestros pies, puedo hacerlo a vuestra medida, pero para ello debéis encontrar un libro. Es todavía más poderoso que el que os hizo inmortal, mucho más poderoso.

El libro… No, ahora no le apetecía pensar en la noche que lo había perdido, ¡y mucho menos en Dedo Polvoriento!

La sala del trono no estaba más iluminada que los corredores. Un par de velas perdidas ardían entre las columnas y alrededor del sillón del trono. En la última visita de Orfeo (según recordaba, por entonces había llevado el enano a Pardillo) el camino hacia el trono estaba flanqueado por animales disecados, osos, lobos, felinos moteados y, como es natural, el unicornio que había traído a Pardillo por medio de la escritura, pero éstos habían desaparecido. Hasta Pardillo era lo bastante listo para comprender que ese botín de caza apenas impresionaría a Cabeza de Víbora, vistos los escasos tributos que su cuñado enviaba al Castillo de la Noche. Ahora la oscuridad inundaba el vasto salón y hacía casi invisibles a los guardianes vestidos de negro apostados entre las columnas. Sólo sus armas relucían al reflejo palpitante del fuego que ardía detrás del sillón del trono. Orfeo se esforzó al máximo por pasar junto a ellos sin inmutarse, mas por desgracia tropezó dos veces con el dobladillo de su capa, y cuando al fin llegó ante el trono, en él se sentaba Pardillo y no su siniestro cuñado.

Una desilusión afilada como un cuchillo recorrió a Orfeo. Rápidamente inclinó la cabeza para ocultarla, y buscó las palabras adecuadas, no demasiado serviles aunque halagadoras. Hablar con los poderosos era un arte muy especial, pero era diestro en eso. En su vida siempre había habido personas con más poder que él. La primera su padre, siempre descontento con el hijo torpe que amaba los libros más que el trabajo en la tienda familiar, las horas interminables entre las estanterías polvorientas, la eterna sonrisa de amabilidad cuando tenía que despachar a los turistas que entraban sin ser llamados, en lugar de hojear un libro con dedos apresurados, buscando con avidez el pasaje en el que había tenido que abandonar por última vez el mundo impreso. Orfeo no podía contar las bofetadas que había recibido por practicar el placer prohibido de la lectura. Una por cada diez páginas seguramente, pero el precio nunca le había parecido demasiado alto. ¿Qué era una bofetada por diez páginas de evasión, diez páginas para huir muy lejos de todo lo que acarreaba infelicidad, diez páginas de verdadera vida en lugar de la monotonía que los demás llamaban realidad?

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