—¿Has estado alguna vez en estas montañas? —preguntó a Dedo Polvoriento.
Este cabalgaba silencioso a su lado la mayor parte del tiempo. A veces Mo creía oír sus pensamientos.
Roxana,
susurraban. Y los ojos de Dedo Polvoriento se dirigían una y otra vez hacia su hija, que cabalgaba al lado de Violante sin dignarse dirigir a su padre una simple ojeada.
—No, no lo creo —contestó Dedo Polvoriento, y como siempre que le hablaba, pareció que Mo lo rescataba del lugar para el que no había palabras.
Ni Dedo Polvoriento hablaba de ese sitio, ni Mo preguntaba. Sabían lo que sentía el otro. Las Mujeres Blancas los habían tocado a ambos, sembrando en sus corazones la nostalgia de ese lugar, una nostalgia persistente, muda, dulce y amarga a la vez.
Dedo Polvoriento inspeccionó en busca de algún paraje conocido.
—Antes nunca cabalgué hacia el norte. Las montañas me daban miedo —dijo risueño, como si sonriese a su viejo Yo, que sabía tan poco del mundo que unas cuantas montañas lo asustaban—. A mí siempre me atrajo el mar, el mar y el sur.
Luego enmudeció. Dedo Polvoriento nunca había sido muy parlanchín y su viaje al reino de la muerte no lo había cambiado. Así que Mo lo dejó sumirse en el silencio, preguntándose por enésima vez si el Príncipe Negro se habría enterado ya por Farid de que había abandonado Umbra. ¿Cómo se habrían tomado la noticia Meggie y Resa? Cada vez le costaba más alejarse de ellas, aunque estuviera convencido de que sólo estarían seguras lejos de él. «¡No pienses en ellas!», se ordenó a sí mismo. «No te preguntes si las volverás a ver, ni cuándo. Convéncete de que Arrendajo nunca ha tenido mujer ni hija. Salvo por un corto espacio de tiempo…»
Violante se giró en la silla intentando asegurarse de que Arrendajo no se había perdido. Brianna le susurró algo y Violante sonrió. Aunque no la prodigaba mucho, la Fea tenía una bonita sonrisa, que revelaba su juventud.
Subían por una pendiente densamente arbolada. La luz del sol caía entre los árboles casi desnudos, y a pesar de la nieve que cubría musgo y raíces, aún olía a otoño, a hojas en putrefacción y a las últimas flores marchitándose. Las hadas revoloteaban por la hierba amarilla tiesa por la helada, adormiladas por la proximidad del invierno, las huellas de duendes cruzaban el camino, y debajo de los arbustos que crecían en la pendiente, Mo creyó oír los pasos leves de hombres de cristal salvajes. Uno de los soldados de Violante comenzó a canturrear en voz baja, y el sonido de su voz juvenil dio a Mo la sensación de que todo lo que había dejado atrás, su preocupación por Resa y Meggie, el Príncipe Negro, los niños amenazados, incluso su trato con la Muerte, se desvanecía. Ya sólo existía el sendero, aquel sendero interminable que subía retorciéndose a montañas desconocidas, y el placer indomable en su corazón de seguir cabalgando, adentrándose cada vez más en ese mundo desconcertante. ¿Qué aspecto tenía el castillo al que los conducía Violante? ¿Había de verdad gigantes en las montañas? ¿Dónde terminaba esa senda? ¿Tenía fin? «No para Arrendajo», susurró una voz en su interior, y durante unos instantes su corazón latió libre de miedos y fresco como el de un chico de diez años…
Percibió la mirada de Dedo Polvoriento.
—Te gusta mi mundo.
—Sí, claro que sí —el propio Mo notó que su voz revelaba culpabilidad.
Dedo Polvoriento se echó a reír a carcajadas. Mo rara vez lo había visto reír así. Parecía tan distinto sin las cicatrices… como si las Mujeres Blancas, además de su cara, también hubiesen curado su corazón.
—Te avergüenzas por ello —dijo—. ¿Por qué? ¿Porque sigues creyendo que todo esto se compone de palabras? Es extraño. Viéndote, cualquiera podría pensar que formas parte de este mundo tanto como yo. ¿Estás seguro de que alguien no te ha traído con la lectura a este mundo?
—Estoy bastante seguro.
Pero Mo no sabía si esa idea le gustaba o no.
El viento arrastró una hoja hasta su pecho. Tenía miembros diminutos y cara asustada de color marrón claro como la propia hoja. Al parecer los hombres-hoja de Orfeo se habían extendido con rapidez. La extraña criatura mordió en el dedo a Mo cuando intentó cogerla, y el siguiente golpe de viento la arrastró lejos.
—¿Tú también las viste anoche? —Dedo Polvoriento se volvió en la silla.
El soldado que le seguía esquivó su mirada. No hay país más desconocido que el de la Muerte.
—¿A quién?
Dedo Polvoriento le contestó con una mirada burlona:
—Eran dos. Dos Mujeres Blancas. Estaban entre los árboles antes del amanecer.
—¿Por qué crees que nos siguen? ¿Para recordarnos que aún les pertenecemos?
Dedo Polvoriento se limitó a encogerse de hombros, como si la respuesta no fuese importante y la pregunta, equivocada.
—Las veo cada vez que cierro los ojos. «¡Dedo Polvoriento!», musitan ellas. «Te echamos de menos. ¿No te duele el corazón? ¿Percibes el peso del tiempo? ¿Quieres que te libremos de él? ¿Te apetece olvidar?» ¡No!, les respondo. Dejadme sentir todo eso un rato más. Quién sabe si a pesar de todo no me llevaréis pronto de vuelta. A mí… —miró a Mo—, y a Arrendajo.
Por encima de ellos pasaban nubes oscuras, que habían estado agazapadas quizá detrás de las montañas, y los caballos se inquietaron, pero Dedo Polvoriento los tranquilizó con unas palabras quedas.
—¿Qué te susurran a ti? —preguntó a Mo… mirándolo como si lo supiera.
—¡Oh! —era difícil hablar de las Mujeres Blancas. Muy difícil, parecía que ellas te sujetaban la lengua cuando lo intentabas—. Casi siempre se limitan a permanecer a la espera. Y si dicen algo, siempre es lo mismo: «Sólo la muerte te hace inmortal, Arrendajo».
Hasta entonces no le había contado eso a nadie, ni al Príncipe Negro, ni a Resa, ni a Meggie. ¿Para qué? Se habrían asustado.
Pero Dedo Polvoriento conocía a las Mujeres Blancas… y a aquélla a quien ellas servían.
—Inmortal —repitió—. ¡Oh, sí!, a ellas les gusta decir esas cosas, y seguramente será cierto. Pero ¿qué pasa contigo? ¿Tienes prisa con la inmortalidad?
Mo no llegó a contestarle.
Violante condujo su caballo hacia ellos. El sendero los había conducido a la cresta de una montaña. Muy abajo se vislumbraba un lago en cuyas aguas se reflejaba un castillo que flotaba sobre las olas como una fruta de piedra, lejos de la orilla… Sus muros eran más oscuros que los abetos que crecían en las laderas circundantes, y un puente interminable y angosto, sostenido por innumerables pilares, llegaba hasta la tierra, donde dos torres de vigilancia derruidas se erguían entre cabañas abandonadas.
—El Puente Inexpugnable —susurró uno de los soldados, y esas tres palabras compendiaban todas las historias que había escuchado sobre ese lugar.
Empezó a nevar de nuevo. Los diminutos copos desaparecían en el lago oscuro como si éste los devorara, y los jóvenes soldados de Violante contemplaron en medio de un silencio opresivo el poco invitador destino de su viaje. El rostro de su señora, empero, resplandecía como el de una jovencita.
—¿Qué dices, Arrendajo? —preguntó a Mo mientras se ponía en la nariz las gafas montadas en oro—. Mira. Mi madre me describió tantas veces este castillo que me da la impresión de haber crecido aquí. Sólo desearía que estos cristales fueran mejores —añadió, impaciente—. Pero incluso desde aquí percibo lo bonito que es.
¿Bonito? Mo habría calificado al castillo más bien de tenebroso, pero quizá eso fuera lo mismo para la hija de Cabeza de Víbora.
—¿Comprendes ahora por qué te he traído hasta aquí? —preguntó Violante—. Nadie puede conquistar este castillo. Ni siquiera pudieron los gigantes cuando aún acudían a este valle. El lago es demasiado profundo, y el puente tiene la anchura justa para un jinete.
La senda que descendía hasta la orilla era tan empinada que tenían que llevar por la rienda a sus caballos. Bajo los abetos tan tupidos reinaba tal oscuridad que parecía que sus agujas devoraban la luz del día y Mo sintió una nueva congoja. Pero Violante caminaba delante con tal impaciencia que les costaba seguirla entre la densa arboleda.
—¡Íncubos! —musitó Dedo Polvoriento cuando el silencio entre los árboles se volvió tan oscuro como las agujas que cubrían el suelo—. Súcubos negros, Gorros Rojos… Aquí hay todo lo que haría temblar a Farid. Confiemos en que ese castillo esté de veras deshabitado.
Cuando finalmente alcanzaron la orilla del lago, la niebla flotaba sobre el agua, y el castillo y el puente se elevaban sobre el vapor blanco como si acabaran de nacer de él, plantas de piedra de las profundidades del agua. Las cabañas de la orilla parecían mucho más reales, aunque también se notaba que llevaban mucho tiempo deshabitadas. Mo condujo su caballo hasta una de las torres de vigilancia. La puerta estaba quemada, el interior ennegrecido por el hollín.
Violante se situó a su lado.
—El último que intentó conquistar este castillo fue un sobrino de mi abuelo. No llegó a cruzar el lago. Mi abuelo crió peces voraces en él. Al parecer son mayores que los caballos y muy aficionados a la carne humana. El lago vigila este castillo mejor que cualquier ejército. Nunca hubo muchos soldados en el castillo, pero mi abuelo siempre se ocupó de que no faltaran provisiones para resistir un asedio. Había ganado, y en algunos de los patios interiores mandó cultivar verduras y plantar árboles frutales. A pesar de todo, mi madre me contaba que se veía obligado a comer pescado con frecuencia.
Violante rió. Mo contempló, desazonado, el agua oscura. Le parecía ver avanzar entre los cendales de niebla a todos los soldados muertos que habían intentado cruzar el Puente Inexpugnable. El lago parecía un reflejo del Mundo de Tinta, hermoso y terrible a la vez. La superficie era lisa como el cristal y las orillas pantanosas, y nubes de insectos a los que el invierno evidentemente no les afectaba zumbaban suspendidas entre los cañaverales blancos por la helada.
—¿Por qué vivía vuestro abuelo en un lugar tan retirado?
—Porque estaba harto de las personas. ¿Os asombra? —Violante contemplaba fascinada el increíble espectáculo que durante años sólo había conocido a través de la palabra. Con cuánta frecuencia nos hablan las palabras o imágenes de lo que añoramos.
—Mi madre tenía sus aposentos en la torre de la izquierda. Cuando mi abuelo mandó edificar el castillo, los gigantes aún venían aquí —por su tono de voz, Violante parecía hablar en sueños—. Este lago era entonces el único lugar fuera de las ciudades en el que se estaba a salvo, porque ni siquiera ellos eran capaces de cruzarlo. Sin embargo, les gustaba contemplarse en sus aguas, por lo que también lo denominaban el «Espejo de los Gigantes». Mi madre les tenía miedo. En cuanto oía sus pasos, se escondía debajo de la cama, pero a pesar de todo siempre se preguntó qué tamaño tendrían si estuviesen justo en su presencia y no en la orilla lejana, y una vez, cuando contaba unos cinco años y apareció en la orilla un gigante con su hijo, mi madre corrió hacia ellos, pero una de sus niñeras la alcanzó al principio del puente, y mi abuelo, como castigo, la mandó encerrar tres días y tres noches en esa torre —Violante señaló una torre que se alzaba como una aguja entre las demás—. Era el único lugar del castillo del que mi madre se negaba a hablar. Tenía en las paredes cuadros de íncubos, de monstruos marinos, de lobos, de serpientes, de bandidos matando a viajeros… Mi abuelo hizo pintar esos cuadros para mostrar a sus hijas lo peligroso que era el mundo más allá del lago. Los gigantes se llevaban con frecuencia a personas, sobre todo niños para que les sirvieran de juguetes. ¿Has oído hablar de eso?
—Lo he leído —contestó Mo.
La felicidad que latía en la voz de Violante lo emocionaba, y se preguntó cómo el mismo libro que le había revelado tantas cosas sobre los elfos de fuego y los gigantes hablaba tan poco de la hija de Cabeza de Víbora. Y es que para Fenoglio, Violante sólo había sido un personaje secundario, una joven fea y desdichada, nada más. A lo mejor se podía aprender algo de ella. Que uno podía convertir a personajes secundarios en protagonistas, si los interpretaba a su manera.
Violante parecía haber olvidado que Mo permanecía a su lado. Parecía haber olvidado todo, incluso que había viajado hasta allí para matar a su padre. Contemplaba con nostalgia el castillo, confiando tal vez en columbrar a su madre en las almenas. Pero finalmente se giró con brusquedad.
—Cuatro de vosotros se quedarán aquí, en las torres de vigilancia —ordenó a sus soldados—. El resto vendrá conmigo. Pero cabalgad despacio si no queréis que el golpeteo de las herraduras de vuestras monturas atraiga a los peces. Mi madre me contó que han arrebatado del puente a docenas de hombres.
Entre sus soldados se propagó un murmullo de inquietud. En verdad eran casi unos niños.
Violante no les prestó atención. Remangándose el vestido, negro como todo lo que se ponía, pidió a Brianna que la ayudase a montar.
—Ya veréis —dijo—. Conozco este castillo mejor que si hubiera vivido en él. He estudiado todos los libros que hablan de él. Conozco los planos y todos sus secretos.
—¿Ha estado alguna vez aquí vuestro padre? —Dedo Polvoriento planteó la pregunta en cuanto pasó por la mente de Mo.
Violante empuñó las riendas.
—Una sola vez —contestó sin mirar a Dedo Polvoriento—. Cuando pidió a mi madre en matrimonio. Pero de eso hace mucho tiempo. A pesar de todo, seguro que recuerda que este castillo es inexpugnable —hizo girar a su caballo—. ¡Vamos, Brianna! —exclamó dirigiéndose hacia el puente. Pero su caballo se asustó al ver el camino empedrado por encima del agua.
Dedo Polvoriento condujo su montura junto a la de ella sin decir palabra, le arrebató las riendas y condujo el caballo de Violante detrás del suyo por encima del puente. El eco de los cascos resonaba sobre el agua mientras los hombres de Violante lo seguían.
Mo fue el último en adentrarse en el puente. De repente el mundo entero pareció componerse de agua. La niebla le dio en la cara y ante sus ojos el castillo nadaba en el lago como un sueño oscuro: torres, almenas, puentes, torreones, muros sin ventanas, corroídos por el viento y el agua. El puente era interminable y la puerta hacia la que conducía parecía inalcanzable, pero al final comenzó a engrandecerse a cada paso de su caballo. Las torres y muros llenaron el cielo como una canción ominosa, y Mo vislumbró sombras oscuras deslizándose por el agua como perros guardianes que hubiesen venteado su llegada.