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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (50 page)

BOOK: Muerte de tinta
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«¿Cómo era el castillo, Mo?», oyó preguntar a Meggie. «¡Descríbemelo!»

¿Qué le respondería? Alzó los ojos hacia las torres, innumerables como si cada año creciera una nueva, al laberinto de torreones y puentes, y hacia el grifo de piedra situado encima de la puerta.

—No tiene pinta de tener un final feliz, Meggie —respondió—. Parece un lugar del que no se regresa.

EL PAPEL DE LAS MUJERES

¿Qué me importa un libro?

El viento hojea los árboles;

y yo sé qué palabras hay allí,

y a veces las repito en voz baja.

Y la muerte, que quiebra ojos como si fueran flores,

no encuentra los míos…

Rainer Maria Rilke
,
La ciega

Ropas de hombre. Resa se las había robado a Espantaelfos mientras dormía, unos pantalones y una camisa larga y abrigada. Seguro que se sentía orgulloso de ellas. Pocos bandidos poseían más de lo que llevaban puesto, pero en los próximos días ella necesitaría esas ropas con más urgencia que Espantaelfos.

Hacía mucho tiempo que el Mundo de Tinta había obligado a Resa a vestirse de hombre, y sin embargo en cuanto se puso los ásperos pantalones el recuerdo retornó tan nítido como si acabara de suceder. Recordó con cuánta frecuencia le había arañado el cuchillo la piel de la cabeza cuando se rapaba el pelo, y cómo le dolía la garganta por sus continuos intentos por hablar con voz más grave. Esta vez se limitaría a recogerse el pelo y seguramente no tendría que fingir que era un hombre, pero los pantalones eran mucho más prácticos que un vestido en los caminos salvajes que tendría que recorrer para seguir a Mo.

—¡Prométemelo! —él nunca le había pedido nada con tanta insistencia—. Prométeme que permaneceréis ocultas, pase lo que pase, oigáis lo que oigáis. Y si todo fracasa (qué hábil perífrasis para decir: si yo muero), Meggie debe intentar devolveros a vuestro mundo mediante la lectura.

Devolvernos, ¿adonde? ¿A casa de Elinor, donde cada rincón le recordaba a él y en cuyo jardín se ubicaba su taller? Aparte de que Elinor ahora también estaba a este lado de las letras. Mo, sin embargo, no se había enterado de esto, ni tampoco de que ella había quemado las palabras de Orfeo.

No. Sin él no había regreso. Si Mo moría en el Mundo de Tinta, ella moriría en él… confiando en que las Mujeres Blancas la llevasen al mismo lugar que a su marido.

«¡Olvida esos pensamientos sombríos, Resa!», se dijo, colocándose la mano sobre el vientre. Hacía una eternidad que Meggie había crecido allí, pero sus dedos aún lo recordaban… todos los días en que se había acariciado el vientre en vano, y el momento en que percibió de repente el cuerpecito debajo de su piel. Ningún otro momento igualaba a ése, y ella ansiaba volver a sentir cómo los pies diminutos la golpeaban por debajo de las costillas y el niño giraba y se estiraba en su seno. Ya no podía tardar mucho. Ojalá no temiera tanto por su padre.

—Venga. Vamos a buscarlo y a prevenirlo contra la urraca y Birlabolsas —susurró a su hijo aún no nacido—. Ya hemos permanecido demasiado tiempo cruzados de brazos. A partir de ahora participaremos en la función, aunque Fenoglio no haya escrito nuestro papel.

Sólo Roxana sabía lo que se proponía, nadie más. Ni Elinor, ni Meggie. Las dos habrían querido acompañarla. Pero tenía que ir sola, aunque eso provocaría un nuevo enfado de Meggie. Su hija aún no le había perdonado del todo la visita a Orfeo, ni tampoco la noche en el cementerio. Meggie no perdonaba fácilmente, tratándose de su padre. Este era el único al que perdonaba siempre.

Resa sacó el libro de Fenoglio de debajo de la manta bajo la que dormía. Le había pedido a Baptista que le cosiera una bolsa de cuero para guardarlo, como es lógico sin decirle que seguramente él mismo había nacido en las páginas de ese libro.

—Es un libro extraño —había dicho él—. ¿Qué escribiente traza unas letras tan feas como ésas? ¿Y qué encuadernación es ésta? ¿Se le acabó el cuero al encuadernador?

Resa no estaba segura de lo que habría comentado Dedo Polvoriento sobre sus planes. Todavía la emocionaba que le hubiera confiado el libro a ella. Pero ahora tenía que hacer lo que consideraba correcto.

Miró a su hija. Meggie dormía al lado de Farid, pero apenas un metro más allá se acostaba Doria, el rostro vuelto hacia Meggie. El antiguo hombre de cristal de Orfeo yacía a su lado, y la mano del joven lo cubría a modo de manta. Dormida, ¡qué joven parecía Meggie! Le habría gustado inclinarse sobre ella y apartarle el pelo de la frente. Le atormentaba recordar los años que había pasado lejos de ella, le resultaba muy doloroso. ¡Apresúrate, Resa! Fuera ya clarea. Pronto despertarían todos e impedirían su marcha.

Elinor murmuró algo en sueños cuando se deslizó a su lado, y el centinela situado a la entrada de la cueva miró en su dirección cuando Resa pasó detrás del muro levantado por Fenoglio, en un intento tal vez de mantener lejos al mundo que había creado. Él y su hombre de cristal roncaban a porfía, como un oso y un grillo. Los diminutos dedos de Cuarzo Rosa estaban negros de tinta, y la hoja junto a la que dormía, cubierta de palabras recién escritas, casi todas ellas tachadas.

Resa depositó la bolsa con el libro justo al lado del odre de vino al que Fenoglio aún recurría complacido, aunque Elinor aprovechaba cualquier ocasión para censurarlo por ello. Introdujo la carta que le había escrito entre las páginas de manera que asomase fuera de la bolsa como una mano blanca, imposible pasar desapercibida.

Fenoglio —
había necesitado mucho tiempo para encontrar las palabras adecuadas, y todavía no estaba segura de haberlas hallado—,
devuelvo «Corazón de Tinta» a su autor. A lo mejor tu propio libro puede revelarte el desenlace de esta historia, y susurrarte palabras que protejan al padre de Meggie. Yo intentaré entretanto contribuir a mi manera a que la canción de Arrendajo no tenga un triste final. Resa

El cielo se teñía de rojo cuando salió de la cueva. Fuera hacía un frío espantoso. Pata de Palo, que montaba guardia bajo los árboles, la siguió con la vista, desconfiado, cuando se dirigió al norte. Quizá ni siquiera la había reconocido vestida de hombre. Algo de pan y un pellejo de agua, un cuchillo y la brújula que Elinor había traído consigo a ese mundo… eso era cuanto llevaba. No era la primera vez que tenía que arreglárselas sola en ese mundo. No había llegado muy lejos, cuando escuchó unos pasos pesados detrás de ella.

—Resa —por el tono, Recio parecía afectado como el niño que ha sorprendido a su hermana escapando—, ¿adonde vas?

Como si tuviera que decírselo.

—No puedes seguirlo. Le prometí que os vigilaría a ti y a tu hija —la sujetó, y lo que Recio sujetaba no se soltaba.

—Déjame marchar —replicó furiosa—. Él no sabe nada de Birlabolsas. Tengo que seguirle. Tú puedes cuidar de Meggie.

—Doria la protegerá. Nunca había mirado a ninguna chica como a ella. Y también Baptista sigue allí —seguía sujetándola—. El camino al Castillo del Lago es largo. Muy largo y muy peligroso.

—Roxana me lo ha explicado.

—¿Y? ¿Te ha hablado también de los íncubos? ¿De los Gorros Rojos y los súcubos negros?

—También los había en la fortaleza de Capricornio. Pero cualquiera de sus hombres era peor. Así que vuelve. Puedo cuidar de mí misma.

—Seguro. Y enfrentarte a Birlabolsas y a Pífano —le arrebató la bolsa—. Arrendajo me matará cuando te vea.

Arrendajo. ¿Qué pasaría si en el castillo no se encontrase con su marido, sino con Arrendajo? Mo quizá comprendiera que lo hubiera seguido, pero no Arrendajo…

—Vamos.

Recio se alejó a grandes zancadas. Era tan testarudo como fuerte. Ni siquiera el Príncipe Negro podía hacerle cambiar de opinión cuando se le metía algo en la cabeza, y Resa no lo intentó. Le sentaría muy bien su compañía, pero que muy bien. No había atravesado muchas veces sola los bosques del Mundo de Tinta, y no le gustaba recordarlo.

—Recio, ¿te gustaba la urraca que voló con Ardacho? —le preguntó cuando ya habían dejado muy atrás la cueva en la que dormía su hija.

—No era una urraca —contestó—. Tenía voz de mujer. Pero no dije nada porque los demás me habrían tomado por loco.

LA ESPERA

No cesaremos de explorar y el fin de toda nuestra exploración será llegar a donde arrancamos y conocer el lugar por primera vez.

Thomas S. Eliot
,
Little Gidding

El Castillo del Lago era una ostra cerrada frente al mundo. Ni una sola ventana se abría a las montañas que lo rodeaban ni al lago que lamía los muros oscuros. Una vez que dejabas atrás la puerta, sólo existía el castillo: sus patios oscuros y angostos, los puentes techados que unían las torres, los muros pintados con mundos que no se parecían en nada al mundo que se desplegaba más allá de los muros sin ventanas. Allí se veían jardines y suaves colinas pobladas de unicornios, dragones y pavos reales, y sobre ellos un cielo eternamente azul en el que flotaban nubes blancas. Se veían pinturas por todas partes, en las habitaciones, en los corredores, en los muros de los patios. Se las veía desde cada ventana (y el interior del castillo contaba con numerosas ventanas). Panorámicas de un mundo inexistente. Pero el aliento húmedo del lago provocaba el desprendimiento de la pintura de los muros, de manera que en muchos sitios daba la impresión de que alguien había intentado borrar de las paredes las mentiras pintadas.

Sólo desde las torres se podía contemplar, sin que lo tapasen muros, puentes y tejados, el mundo real que rodeaba al castillo, el vasto lago y las montañas circundantes, y Mo sintió el súbito impulso de subir a las almenas, donde, con el cielo por encima de su cabeza, contemplaría el mundo que lo fascinaba tanto que sólo ansiaba sumergirse más profundamente en él, aunque quizá no fuera más real que las pinturas de las paredes. Violante, por el contrario, sólo deseaba ver las estancias en las que su madre había jugado un día.

Se movía por el Castillo del Lago como si fuese su hogar, acariciando con reverencia los muebles grises de polvo, examinando cada pieza de vajilla de barro cubierta por las telarañas, y contemplando las pinturas de las paredes con detenimiento, como si le hablasen de su madre.

—Esta era la habitación en la que impartían clases a ella y a sus hermanas. ¿Lo ves? Ésos eran sus pupitres. ¡El maestro era horroroso! Aquí dormía mi abuela. Allí guardaban a los perros y allí a las palomas mensajeras.

Cuanto más tiempo la seguía, más le parecía a Mo que ese mundo pintado era justo lo que ansiaban ver los débiles ojos de Violante. A lo mejor se sentía más segura en un mundo que se asemejaba a los libros de Balbulus, inventado y dominable, intemporal e inalterable, familiar en cada rincón.

¿Le habría gustado a Meggie, se preguntaba, ver ante su ventana unicornios pintados, colinas de eterno verdor y siempre las mismas nubes? No, se contestó él mismo. Meggie habría hecho lo mismo que él: subir a las torres.

—¿Os contó vuestra madre si era feliz aquí? —Mo no pudo evitar que Violante percibiera la duda en su voz, y la femenil blandura que tanto transformaba su rostro desapareció en el acto para dejar paso a la hija de Cabeza de Víbora.

—¡Pues claro! Era muy feliz. Hasta que mi padre obligó a mi abuelo a que se la entregara como esposa y se la llevó al Castillo de la Noche —le dirigió una mirada desafiante, intentando obligarlo a creerla… y a amar ese castillo.

Había un lugar que no permitía olvidar el mundo exterior ni siquiera detrás de los muros. Mo no lo encontró hasta que vagó solo en busca de algún rincón en el que no le asaltara de nuevo la sensación de ser un prisionero, aunque en esta ocasión la mazmorra dispusiera de hermosas pinturas. La luz del día lo cegó cuando de repente entró en una sala del ala oeste del castillo con tantas ventanas que transformaban los muros en encaje de piedra. En el techo bailoteaba la luz que reflejaban las aguas del lago, y las montañas parecían alinearse fuera como si sólo desearan ser contempladas a través de todas esas ventanas. La belleza de la vista dejó sin aliento a Mo, a pesar de ser tenebrosa y, sin darse cuenta, sus ojos buscaron huellas de seres humanos en las oscuras laderas. Se llenó los pulmones con el aire frío y no reparó en que no estaba solo hasta que se volvió hacia el sur, donde, en algún lugar detrás de las montañas, se encontraba Umbra. Dedo Polvoriento estaba sentado en una de las ventanas, los cabellos al viento, el rostro orientado hacia el sol frío.

—Los juglares la llaman la sala de las Mil Ventanas —dijo sin volverse, y Mo se preguntó cuánto tiempo llevaría sentado allí—. Se dice que la madre de Violante y sus hermanas comenzaron a perder la vista porque su padre nunca les permitía mirar a lo lejos por miedo a lo que les esperaba. La luz del día comenzó a resultarles dolorosa. Ya no podían distinguir con claridad ni siquiera las pinturas de las paredes de sus habitaciones, y un curandero que acudió con unos juglares explicó al abuelo de Violante que sus hijas se quedarían ciegas si no les permitía de vez en cuando ver el mundo verdadero. Así que el Príncipe de la Sal —así lo llamaban por haberse enriquecido comerciando con sal— ordenó abrir en los muros estas ventanas y mandó que sus hijas miraran fuera una hora al día. Pero mientras lo hacían un juglar debía hablarles de los horrores del mundo, de la falta de corazón de las personas y de su crueldad, de las plagas y de los lobos hambrientos, para que nunca desearan salir, y así no abandonasen a su padre.

—Qué historia tan extraña —dijo Mo. Cuando se situaba al lado de Dedo Polvoriento percibía con tanta fuerza la nostalgia de éste por Roxana como si fuera la suya propia.

—Ahora es una historia más —contestó Dedo Polvoriento—. Pero todo sucedió de verdad, aquí, en este lugar —y soplando suavemente en el aire frío, formó tres jóvenes de fuego que, muy juntas unas de otras, escudriñaban a lo lejos, donde las montañas eran azules como la propia añoranza—. Dicen que intentaron escapar varias veces con los juglares que su padre toleraba en el castillo porque le traían novedades de otras Cortes. Pero ni las jóvenes ni los juglares llegaron nunca más allá de los primeros árboles. Su padre los capturaba y traía a su hijas de vuelta al castillo. A los juglares, sin embargo, los ataba allí —Dedo Polvoriento señaló una roca a la orilla del agua—, y las jóvenes tenían que permanecer junto a la ventana —las figuras de fuego obedecían al pie de la letra las indicaciones de Dedo Polvoriento—, tiritando y temblando de miedo hasta que los gigantes se los llevaban.

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