Muerte en Hamburgo (13 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Muerte en Hamburgo
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Cuando se despertó, había oscurecido. Le invadió un instinto demasiado fuerte como para que la droga pudiera aplacarlo, y se puso en pie con dificultad. Había luces delante de ella; unas luces que parpadeaban entre las siluetas de los troncos de los árboles. Fue su instinto lo que la empujó a dirigirse hacia las luces, no el hecho de ser plenamente consciente de que delante tenía una carretera, auxilio, rescate. Tropezó un par de veces más, pero ahora caminaba hacia las luces como si fuera siguiendo una cuerda. La tierra que tenía bajo los pies se hizo más regular, cada vez había menos raíces o ramas con las que tropezar. Las luces se hicieron mayores. Más intensas.

Justo antes de que el camión la embistiera, lo vio todo claro. Oyó el chirrido de los neumáticos y miró, con los ojos muy abiertos pero sin que la deslumbraran, los faros que se acercaban a toda velocidad hacia ella. El sentimiento abrumador que la embargó fue de sorpresa: no entendía por qué, sabiendo que iba a morir, no sentía ningún miedo.

Miércoles, 4 de junio. 23:50 h

ALTONA (HAMBURGO)

Como la mayoría de oficinistas y clientes de las tiendas hacía tiempo que se habían marchado, en el sótano del Parkhaus casi no había coches. Los neumáticos del Saab emitieron un chirrido al frenar para coger la curva pronunciada e inclinada de la rampa inferior que daba acceso a las plazas de aparcamiento situadas entre las columnas. En lugar de aparcar, se detuvo en el carril central; los faros atenuaban las luces laterales.

Un Mercedes, que había estado escondido en una plaza de aparcamiento detrás de una columna, salió de repente, se acercó al Saab y se detuvo cuando los dos coches estuvieron casi morro con morro. Ahora ninguno de los dos coches podía salir huyendo. Los turcos salieron primero, del Mercedes. Eran tres; de constitución fuerte. Dos se quedaron uno a cada lado del coche, con las puertas abiertas, y apoyaron los brazos en ellas, utilizándolas para protegerse el cuerpo.

El tercer turco, mayor y vestido con ropa más cara que los otros dos, se acercó al Saab, se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos con los nudillos en la ventanilla del conductor. Se oyó el zumbido y el golpe de la ventanilla eléctrica al abrirse.

Luego, un disparo.

Los dos turcos que estaban junto al Mercedes vieron un chorro explosivo de sangre que salía de detrás de la cabeza del anciano cuando la bala, disparada desde el interior del Saab, emergió de su cráneo. Antes de que pudieran reaccionar, hubo más disparos fuertes, esta vez en una sucesión rápida, como cuando el granizo golpea un tejado. Pero procedían de detrás, de la dirección contraria al Saab aparcado.

Igual que el primer turco, ellos también murieron en el acto.

Dos hombres altos y rubios salieron de entre las sombras de detrás del Mercedes de los turcos. Mientras uno recogía metódicamente los casquillos del suelo del Parkhaus, el otro se acercó tranquilamente a los cuerpos de los tres turcos y disparó un único y concluyente tiro a la cabeza de cada uno; de nuevo, recogió los casquillos y se los metió en el bolsillo del abrigo tres cuartos de piel. Los dos hombres se dirigieron entonces hacia el Saab, desenroscando simultáneamente los silenciadores de sus semiautomáticas Heckler & Koch. Pisaron con total naturalidad los cuerpos y entraron en la parte de atrás del Saab, que dio marcha atrás con cuidado en una plaza de aparcamiento para completar un cambio de sentido en tres movimientos antes de enfilar la rampa de subida.

Jueves, 5 de junio. 10:00 h

PÖSELDORF (HAMBURGO)

Ahora había una brecha de sueño ininterrumpido y tranquilo entre Fabel y los sucesos del día anterior. Aun así, cuando despertó, un cansancio que le provocaba dolor de huesos lo tenía agarrado y no lo soltaba. Se obligó a iniciar la rutina de afeitarse, ducharse y vestirse. El
Hamburger Morgenpost
descansaba sobre el felpudo; lo dejó encima de la mesa del recibidor sin abrirlo.

Se tomó un café junto a los ventanales, con la vista perdida en la ciudad de Hamburgo. Un cielo plomizo se cernía sobre la ciudad, absorbiendo el color del agua, los parques y los edificios, aunque una tonalidad rosada detrás de las nubes prometía algo mejor para las horas siguientes del día. «Estás en algún lugar ahí fuera —pensó—, estás bajo el mismo cielo y estás esperando a actuar de nuevo. Estás impaciente por actuar de nuevo. Y nosotros estamos impacientes de que cometas un error.» Aquel pensamiento le agarró con fuerza el estómago.

Mientras Fabel miraba el cielo y bebía café, repasó mentalmente lo que tenían hasta ese momento. Tenía las piezas del puzzle y se suponía que debían encajar: un ex poli corrupto; una prostituta asesinada de un modo horrible; una víctima anterior cuatro meses antes, sin ninguna historia en común u otra conexión con la segunda chica asesinada, y un sociópata egomaníaco que reivindicaba ser el responsable de las muertes a través del correo electrónico. Pero siempre que Fabel intentaba juntar las piezas mentalmente, se desenganchaban las unas de las otras. Todo tenía sentido en la zona más superficial de su mente; pero en algún lugar recóndito del cerebro de Fabel, donde todo se sometía a un análisis más profundo, parpadeaba una lucecita roja de advertencia. Fabel se terminó el café. Respiró hondo largamente, absorbiendo el aire y la vista del otro lado del Alster; luego, se dio la vuelta, cogió la chaqueta y las llaves y salió para el despacho.

Desde el momento en el que entró en el amplio vestíbulo del Prásidium, Fabel advirtió la actividad frenética. Una docena de agentes del MEK, espectros de gris y negro agarrando con firmeza sus gafas protectoras y cascos, pasaron trotando junto a Fabel y se dirigieron a la salida delantera donde un transporte blindado los esperaba. Pasó por delante de Buchholz y Kolski, que mantenían una conversación con uno de los Erstenhauptkommisars de la Schutzpolizei, quien sostenía una tablilla con sujetapapeles azul. Los dos miraron en dirección a Fabel y lo saludaron breve y gravemente con la cabeza. Fabel les devolvió el saludo; aunque se moría por saber qué estaba pasando, reconoció la determinación adusta en sus rostros y decidió no decirles nada. Gerd Volker, el hombre del BND, salió del ascensor con cuatro hombres de aspecto duro cuando Fabel estaba a punto de entrar. Volker sonrió por obligación, le dio a Fabel los buenos días y pasó rápidamente a su lado antes de que pudiera decirle nada.

Cuando Fabel salió del ascensor, se encontró a Werner en el vestíbulo de la Mordkommission.

—¿Qué demonios pasa?

Werner puso un ejemplar del
Morgenpost
, abierto en la página correspondiente, en las manos de Fabel.

—Ersin Ulugbay está muerto. Un trabajo muy profesional.

Fabel soltó un pequeño silbido. La imagen del
Morgenpost
mostraba a un hombre con un abrigo caro que yacía en el hormigón lleno de sangre y aceite. No había nada en el artículo que indicara un móvil, pero afirmaba que una de las tres víctimas era Ersin Ulugbay, «una figura muy conocida del hampa de Hamburgo». Las otras dos víctimas, dos hombres que se creía que eran de origen turco, aún estaban por identificar. A Fabel no le sorprendió haber encontrado una actividad tan adusta en la planta baja.

—Mierda. Va a haber una guerra terrible ahí fuera.

—Para eso se están preparando. —Maria Klee se había acercado a Fabel, llevando una taza de café en la mano. Levantó la taza—. ¿Quieres uno? —Fabel negó con la cabeza—. Todo el Präsidium está lleno de agentes del LKA7 y del BND… —Maria soltó una risa—. Si lleva una chaqueta de piel negra y tiene iniciales, está aquí y tiene una abeja metida en el culo.

—No sé por qué se molestan —dijo Werner encogiéndose de hombros—. Dejemos que esos cabrones se maten entre ellos. Así nos ahorramos tiempo y problemas.

—Por desgracia, existe una cosa que se llama fuego cruzado, Werner —Fabel le devolvió el periódico—, y parece que fuego cruzado y transeúntes inocentes van siempre de la mano.

—Puede ser, pero a mí no se me caerá ni una lágrima por ese saco de mierda.

Fabel se dirigió a su despacho.

—¿Tenéis un minuto?

Fabel se acomodó detrás de la mesa e indicó a Maria y a Werner que se sentaran.

—¿Tenemos algo más sobre nuestra víctima de ayer?

—Nada —contestó Maria—. He comprobado las huellas, tanto con la policía de Hamburgo como con el Bundeskriminalamt. No tenía antecedentes penales. Y aún no hemos descubierto nada sobre la herida de bala. No hemos podido relacionarla con ningún tiroteo en el que hubiera mujeres implicadas en los últimos quince años en Hamburgo.

—Pues amplía el radio de búsqueda.

—Ya estoy en ello, jefe.

—Anna y Paul dirigen la vigilancia sobre Klugmann —dijo Werner—. Por ahora, ha ido directo a casa y se ha quedado en la cama. El último informe decía que las cortinas aún estaban bajadas y que no había señales de vida.

—¿Tenemos algo más sobre alguno de los vecinos del piso donde hallamos a la chica? ¿Alguien ha mencionado haber visto a un tipo mayor de aspecto eslavo?

—¿De quién estamos hablando? —preguntó Maria.

—Jan vio a alguien merodeando entre los morbosos cuando llegó a la escena del crimen —respondió Werner.

—¿Un tipo bajito, de sesenta años, quizá mayor, que parecía extranjero?

Tanto Werner como Fabel miraron fijamente a Maria.

—¿Lo viste?

—Llegué a la escena quince minutos antes que tú, ¿recuerdas? Ya se había congregado una pequeña multitud, y él estaba a unos cien metros, venía de Sankt Pauli. Me fijé en un anciano… Mi descripción sería que se parecía un poco a Krushchev…, ya sabéis, el anciano presidente soviético o lo que fuera… de los años setenta.

—Es ése —dijo Fabel.

—Lo siento, en aquel momento no pensé mucho en ello.

No es que estuviera huyendo de la escena del crimen o algo así, y hacía al menos una hora que el lugar estaba lleno de gente, así que ni se me ocurrió que fuera un posible autor del crimen… ¿Crees que es el asesino?

—No. —Fabel frunció el ceño—. No lo sé; me pareció que destacaba. Seguramente no sea nada. Pero no es de la zona y tú lo viste llegando al lugar. Quiero encontrarlo por eliminación.

—Preguntaré un poco más por ahí —dijo Werner.

—También quiero que intentéis descubrir si alguno de los vecinos vio a un policía por la zona antes del asesinato. Pero por el amor de dios, tened cuidado… No quiero que nadie piense que sospechamos de uno de los nuestros.

—Por supuesto —dijo Maria—, puede ser que no lleve uniforme. Quizá sólo ha conseguido una placa o algún distintivo de la Kriminalpolizei.

—Ya lo sé… Como dices, eso sería en el caso de que estuviera haciéndose pasar por policía. Pero el uniforme le facilitaría la entrada sin necesidad de muchas preguntas, seguramente. Vale la pena intentarlo.

Después de que Werner y Maria se marcharan de su despacho, Fabel intentó llamar a Mahmoot al móvil. Estaba a punto de estallar una guerra de bandas a gran escala, y Fabel había mandado a Mahmoot, desarmado, a la primera línea de fuego. El teléfono sonó hasta que, al final, saltó el buzón de voz.

—Soy yo. Llámame. Y olvida el favor que te pedí. —Fabel colgó.

Jueves, 5 de junio. 10:00 h

STADTKRANKENHAUS (CUXHAVEN)

A Max Sülberg el uniforme no le sentaba demasiado bien. De hecho, en sus veinticinco años de servicio en la policía de Niedersachsen, la mayoría de los cuales había pasado en la Polizeiinspektion de Cuxhaven, ningún uniforme le había sentado bien. Durante aquel tiempo, había pasado de ser un tipo delgaducho y desaliñado a ser barrigudo y desaliñado. Ahora, la camisa color mostaza de manga corta del uniforme le quedaba estrecha en la cintura y le hacía arrugas en el pecho y la espalda, y parecía que los pantalones del uniforme no habían pasado recientemente por la plancha. Era el tipo de policía desaliñado que normalmente tendría que rendirle cuentas al jefe, si no fuera porque las dos estrellas doradas de los distintivos verdes y blancos de los hombros indicaban que, de hecho, Max era el jefe.

Era un hombre bajito que se estaba quedando calvo, de rostro afable y bien curtido y que siempre tenía una sonrisa en los labios. Era un rostro familiar y de confianza para los que vivían en las tierras bajas y llanas comprendidas en el arco arenoso de la línea costera de Cuxhaven que iba de Berensch-Arensch a Altenbruch.

Ahora, la sonrisa de Max estaba ausente; la iluminación austera del depósito de cadáveres la había borrado de su rostro. A su lado estaba el doctor Franz Stern, un médico delgado y guapo de pelo negro y abundante que sobresalía inmaculadamente por encima del arrugado agente de la Schutzpolizei. Delante de ellos, sobre el acero frío de una camilla del depósito de cadáveres, descansaba el cuerpo aplastado de Petra Heyne, una estudiante de 19 años de Hemmoor. Max Sülberg llevaba mucho tiempo siendo policía, y eso significaba que, incluso en Cuxhaven, había visto casos de muerte y violencia más que suficientes. Sin embargo, mientras miraba el rostro sin vida de una chica que apenas era un año mayor que su propia hija, sintió el instinto irresistible de encontrar una almohada, algo, cualquier cosa, y ponérsela debajo de la cabeza. Y de decirle algo. Para consolarla. Meneó con fuerza la cabeza, incrédulo.

—Qué pérdida.

Stern suspiró.

—¿Qué demonios hacía caminando por la carretera, tan lejos de todo?

—Sólo puedo suponerlo. Tendremos que esperar a la autopsia, pero yo diría que iba drogada. El conductor del camión dice que parecía totalmente desorientada cuando apareció delante de él. Es evidente que no pudo hacer nada para esquivarla, pero le está costando mucho aceptarlo. Pobre hombre.

—¿Habéis avisado a los padres? —preguntó Stern.

—Están de camino. No llevaba bolso ni carné de identidad, pero sí una pulsera para emergencias médicas.

Sin pensar, Stern miró la muñeca de la chica. Una tontería, por supuesto, ya que la policía le había quitado la pulsera y la había guardado; pero algo le llamó la atención y frunció el ceño, sus cejas negras formaron una línea recta y le cubrieron los ojos. Se inclinó hacia delante.

—¿Qué? —preguntó Sülberg. Stern no respondió, pero dio la vuelta al antebrazo de la chica e inspeccionó la muñeca. Centró su atención en el tobillo derecho, y luego en el izquierdo antes de examinar en último lugar y con la misma intensidad la muñeca izquierda.

Sülberg soltó un suspiro de impaciencia.

—¿Qué pasa, Herr Doktor Stern?

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