—¡Ya volvemos a tener aquí a la policía! No hacen más que molestar. Acabarán por dar mala fama a la casa.
Se metió en la portería refunfuñando.
—Subamos al despacho de Giselle —propuso Fournier—. Está en el primer piso.
Sacó una llave de su bolsillo mientras contaba que la policía tuvo la precaución de sellar la puerta en tanto no se conociesen los resultados de la encuesta judicial de Londres.
—Aunque no creo que encontremos nada que pueda ayudarnos.
Arrancó los sellos, abrió la puerta y entraron en la estancia. El despacho de madame Giselle era una habitación reducida y mal ventilada. En un rincón había una caja de caudales vieja. El mobiliario se reducía a una mesa de escritorio y algunas sillas de raída tapicería. La única ventana estaba tan llena de polvo que probablemente nunca había sido abierta.
Fournier paseó su mirada en derredor, encogiéndose de hombros.
—¿Ve usted? Nada. Absolutamente nada.
Poirot fue a situarse detrás de la mesa, se sentó en la silla y observó a Fournier. Pasó la mano suavemente por la superficie de la mesa y luego por debajo.
—Aquí hay un timbre.
—Sí, para llamar al portero.
—¡Ah! Una sabia precaución. Los clientes de madame debían ser conflictivos en ciertas ocasiones.
Abrió varios cajones. Contenían únicamente material de oficina: un calendario, plumas, lápices, pero ni un papel ni nada que fuese muy personal.
Poirot se limitó a examinar su interior con curiosidad.
—No quiero ofenderlo, amigo mío, haciendo un registro minucioso. Si hubiera algo de importancia, estoy seguro de que lo hubiese encontrado usted. —Miró la caja de caudales y añadió—: No parece un modelo muy eficaz.
—Es muy antigua —convino Fournier.
—¿Estaba vacía?
—Sí. Esa maldita criada lo destruyó todo.
—¡Ah, sí, la criada! La criada de confianza. Habrá que verla. Esta habitación, como me ha advertido usted, no nos dice mucho. Eso es muy significativo, ¿no le parece?
—¿Qué quiere decir con eso, monsieur Poirot?
—Que no se ve en este despacho ningún toque personal. Me parece interesante.
—Era una señora muy poco sentimental —contestó Fournier secamente.
Poirot se levantó.
—Vamos a ver a esa criada, a esa criada tan digna de confianza.
Elise Grandier era una mujer bajita y fornida, de mediana edad, rostro sonrosado y ojos pequeños que saltaban del rostro de Fournier al de su acompañante.
—Siéntese, mademoiselle Grandier —ofreció Fournier.
—Gracias, monsieur.
Se sentó muy recatada.
—Monsieur Poirot y yo acabamos de llegar de Londres. Ayer se celebró la encuesta judicial, es decir, se inició el sumario relativo a la muerte de su señora. Ya no existe la menor duda. La señora murió envenenada.
La francesa se mostró boquiabierta.
—Es horrible lo que me dice, monsieur. ¿Mi señora envenenada? ¡Quién hubiera podido imaginar tal cosa!
—Usted puede ayudarnos a poner las cosas en claro, mademoiselle.
—Desde luego, monsieur, que haré cuanto esté en mi mano para ayudar a la policía. Pero no sé nada, absolutamente nada.
—¿Sabía que madame tenía enemigos? —preguntó Fournier secamente.
—Eso no es cierto. ¿Por qué debería tener enemigos madame?
—¡Vamos, vamos, mademoiselle Grandier! El negocio de prestamista conlleva ciertos aspectos desagradables.
—Cierto que a veces los clientes de madame no eran muy razonables —convino Elise.
—Escandalizaban, ¿verdad? ¿La amenazaban?
La criada meneó la cabeza.
—No, no, está usted en un error. No eran ellos los que amenazaban. Lloraban, se quejaban, protestaban que no podían pagar, eso sí que lo hacían —admitió con desprecio.
—Y algunas veces, mademoiselle —advirtió Poirot—, tal vez no pudieran pagar de verdad.
Elise Grandier se encogió de hombros.
—Tal vez. ¡Allá ellos! Pero al final pagaban.
En sus palabras había un tono de satisfacción.
—Madame Giselle era una mujer muy dura —señaló Fournier.
—Madame tenía sus razones.
—¿No siente usted lástima de las víctimas?
—Víctimas, víctimas —respondió Elise con impaciencia—. Ustedes no comprenden. ¿Qué necesidad hay de contraer deudas, de vivir por encima de los ingresos de cada uno, de pedir dinero prestado y luego quedarse con él como si se tratara de un obsequio? Eso no está bien. Mi señora era siempre buena y justa. Prestaba y esperaba que le pagasen. Eso no está mal. Ella nunca contraía deudas. Pagaba religiosamente lo que debía. Nunca dejó de pagar una factura. Cuando dice usted que era dura, se equivoca. Mi señora era buena. Nunca se fueron las hermanitas de los pobres sin una limosna. Daba dinero a las instituciones de caridad. Cuando la mujer de Georges, el portero, se puso enferma, mi señora le pagó la estancia en una clínica del campo.
Se detuvo, encendida de cólera. Y repitió:
—Ustedes no comprenden. No comprenden a madame.
Fournier esperó un momento a que se fuera calmando.
—Ha comentado usted que los clientes de madame acababan pagando. ¿Sabe de qué medios se valía su señora para obligarlos a hacerlo?
Ella se encogió de hombros.
—Yo no sé nada, monsieur, absolutamente nada.
—Algo tenía que saber para quemar todos los papeles de madame.
—No hice más que obedecer las órdenes que me había dado. Siempre me decía que, si le ocurriese algún accidente o se ponía enferma y moría lejos de casa, yo debía destruir todos los papeles de sus negocios.
—¿Los papeles que guardaba en la caja de caudales? —preguntó Poirot.
—Eso mismo, los papeles de negocios.
—¿Y los guardaba en la caja?
Aquella insistencia hizo que se agolpase la sangre en las mejillas de Elise.
—Yo obedecí las instrucciones de madame.
—Ya lo sé —admitió Poirot sonriendo—. Pero los papeles no estaban en la caja. ¿No es cierto lo que digo? La caja es demasiado vieja y cualquiera hubiese podido abrirla. Los papeles estaban guardados en otra parte. ¿Tal vez en el dormitorio de madame?
Ella reflexionó un momento antes de contestar.
—Sí, es cierto. Madame siempre intentaba hacer creer a sus clientes que guardaba los papeles en la caja de caudales, pero en realidad el arca estaba vacía. Todo lo guardaba en su dormitorio.
—¿Quiere enseñarnos dónde está?
Elise se levantó y los dos hombres la siguieron. El dormitorio era una sala espaciosa, aunque tan llena de muebles que apenas podía uno moverse libremente. En un rincón había un cofre muy antiguo, cuya tapa levantó Elise para sacar un vestido de alpaca pasado de moda y unas enaguas de seda. En el interior del vestido había un bolsillo.
—Aquí estaban los papeles, monsieur. Los guardaba en un sobre cerrado.
—No me habló usted de eso cuando le pregunté hace tres días —observó Fournier con acritud.
—Perdone usted, monsieur. Usted me preguntó dónde estaban los papeles que se guardaban en la caja. Le contesté que los había quemado. Y es cierto. Parecía que no tenía importancia el lugar donde se guardaban los papeles.
—Cierto —admitió Fournier—. Comprenderá usted, mademoiselle, que esos papeles no debían haberse quemado.
—Obedecí las órdenes de madame —replicó Elise obstinadamente.
—Ya sé que obró usted con buena intención —reconoció Fournier, suavizando el tono—. Ahora ponga atención a lo que le digo, mademoiselle: su señora fue asesinada. Es posible que fuese asesinada por personas de quienes poseyera algún secreto que pudiera perjudicarlas. Ese secreto estaba en los papeles que usted quemó. Voy a preguntarle una cosa, pero no quiero que conteste sin reflexionar. Es posible, a mi modo de ver es probable y comprensible, que usted examinase esos papeles antes de arrojarlos a las llamas. En este caso, nadie la culpará por ello. Y en cambio, su información puede ser de gran provecho para la policía y para descubrir al autor del crimen. Por tanto, mademoiselle, no tema contestar con toda sinceridad. ¿Leyó usted los papeles antes de quemarlos?
—No, monsieur. No leí nada en absoluto. Quemé el sobre sin abrirlo.
Fournier fijó la mirada por unos instantes en ella y, convencido de que había dicho la verdad, se volvió con una expresión de desaliento.
—Es una lástima. Obró usted honradamente, mademoiselle, pero es una lástima.
—No pude evitarlo, monsieur. Lo siento.
Fournier se sentó y sacó una libreta de su bolsillo.
—Cuando la interrogué la última vez, mademoiselle, me dijo usted que no sabía los nombres de los clientes de su señora. Y ahora habla de ellos diciendo que se quejaban y pedían misericordia. Así pues, algo sabía usted de los clientes de madame Giselle.
—Déjeme explicar, monsieur. Mi señora jamás nombraba a nadie. Nunca hablaba de sus asuntos. Pero, de todos modos, era humana. Siempre se le escapaba algún comentario. Me hablaba a veces como si pensara en voz alta.
Poirot se inclinó hacia delante.
—¿No podría usted darnos algún ejemplo, mademoiselle?
—Déjeme pensar. ¡Ah, sí! Llegaba, por ejemplo, una carta. La abría. Se echaba a reír con una risa breve, seca. Y decía: «Puedes llorar y lamentarte, señora mía. Pero de cualquier modo me pagarás». O bien: «¡Qué estúpidos! ¡Mira que creer que les iba a dejar sumas importantes sin asegurarme antes! Saber es la garantía, Elise. El conocimiento es el poder». Decía cosas por el estilo.
—¿Veía usted a los clientes que venían a visitarla?
—No, monsieur. Al menos, raras veces. Subían al primer piso y casi siempre venían por la noche.
—¿Había estado su señora en París antes de salir de viaje para Inglaterra?
—Regresó a París la tarde anterior.
—¿Dónde había estado?
—Había pasado quince días en Deauville, Le Pinet, París-Plage y Wimereux; era su acostumbrada ruta de septiembre.
—Y ahora piénselo bien, mademoiselle: ¿no dijo nada ella, absolutamente nada que pueda arrojar alguna luz sobre el caso?
—No, monsieur. No recuerdo nada. Madame estaba alegre. Dijo que los negocios marchaban bien. Su viaje había sido provechoso. Luego me hizo telefonear a Universal Airlines y encargar un pasaje para Inglaterra, para el día siguiente. El primer vuelo de la mañana estaba completo, pero encontró un asiento para el vuelo de las doce.
—¿Dijo a qué iba a Inglaterra? ¿Tenía allí algún asunto urgente?
—¡Oh, no, monsieur! La señora iba a Inglaterra con frecuencia. Solía avisarme la víspera.
—¿Vino a visitar a madame algún cliente aquella noche?
—Creo que vino alguien, monsieur, pero no estoy segura. Tal vez Georges lo sepa. Madame no me dijo nada.
Fournier sacó del bolsillo varias fotografías de algunos testigos al salir de la encuesta.
—¿Reconocería usted a alguno de ellos, mademoiselle?
—No, monsieur.
—Probaremos con Georges.
—Sí, monsieur. Por desgracia, Georges está muy mal de la vista. Es una lástima.
Fournier se levantó.
—Bien, mademoiselle, nos despedimos ya, si usted está segura de no haber omitido nada, nada en absoluto...
—¿Yo? ¿Qué... qué podría haber omitido yo?
Elise se mostró apenada.
—Comprendido. Vamos, monsieur Poirot. Perdone, ¿está usted buscando algo?
Poirot se movía por la sala curioseándolo todo.
—Sí, es cierto. Buscaba una cosa que no veo aquí, por cierto.
—¿Qué busca?
—Fotografías. Retratos de amistades o parientes de madame Giselle.
Elise meneó la cabeza.
—Madame no tenía familia. Estaba sola en el mundo.
—Tenía una hija —observó Poirot con presteza.
—Sí, es cierto. Sí, tenía una hija.
Elise suspiró.
—¿Y no hay un retrato de su hija? —insistió Poirot.
—¡Oh, monsieur no lo comprende! Es cierto que madame tuvo una hija, pero de eso hace mucho tiempo, ¿comprende usted? Creo que madame no había vuelto a verla desde que era una niña.
—¿Cómo es eso? —preguntó Fournier.
Ella dejó caer los brazos en actitud muy expresiva.
—No lo sé. Fue cuando madame era joven. Me han dicho que entonces era muy guapa. No sé si estaba casada o era soltera. Yo creo que no se casó. Sin duda se organizó algo respecto a la niña. En cuanto a madame, sé que tuvo la viruela, que estuvo muy enferma, en peligro de muerte. Cuando se restableció, su belleza había desaparecido. Ya no hizo más locuras, se acabaron los romances. Madame se convirtió en una mujer de negocios.
—Pero le ha dejado el dinero a su hija.
—Pues claro —contestó Elise—. ¿A quién iba a dejar su dinero sino a la carne de su carne? La sangre tiene más fuerza que el agua, y madame no tenía amigos. Siempre estaba sola. Su pasión era el dinero, ganar dinero, mucho dinero. Gastaba muy poco. No le gustaban los lujos.
—Le dejó a usted un legado, ¿lo sabía?
—Sí, ya me lo han comunicado. Madame siempre fue generosa. Todos los años me daba una importante suma, además de mi sueldo. Le estoy muy agradecida.
—Bien —intervino Fournier—, nos vamos. Al salir hablaré un momento con Georges.
—¿No le importa que baje dentro de un minuto, amigo mío? —pidió Hércules Poirot.
—Como guste.
Fournier salió.
Poirot dio una vuelta por la estancia. Luego tomó asiento y se quedó mirando a Elise.
Ante la mirada de aquel hombre, la francesa mostró síntomas de impaciencia.
—¿Hay algo más que desee usted saber, monsieur?
—Mademoiselle Grandier, ¿sabe usted quién mató a su señora? —preguntó Poirot.
—No, monsieur. Lo juro por Dios.
Hablaba con la mayor seriedad. Poirot la miró como si quisiera atravesarla con la mirada. Luego ladeó la cabeza.
—Bien. La creo. Pero una cosa es saberlo con certeza y otra tener sospechas. ¿No tiene una idea, por ligera que sea, de quién pudo hacerlo?
—No tengo la menor idea, monsieur. Ya se lo dije al agente de policía.
—¿No podría decirle a él una cosa y a mí otra?
—¿Por qué dice usted eso, monsieur? ¿Cómo quiere que haga tal cosa?
—Porque una cosa es informar a la policía y otra informar en privado a un particular.
—Sí. Tiene usted razón.
En su rostro se dibujó una mueca de indecisión. Parecía meditar alguna cosa, y Poirot, sin dejar de observarla, se inclinó hacia ella para decirle: