—Sí, me gustaría acompañar a monsieur Fournier a París.
—
Enchanté
—contestó el francés.
—¿En qué piensa usted? —preguntó Japp, observando a Poirot con curiosidad—. Veo que está muy silencioso. ¿No tendrá usted alguna teoría?
—Una o dos, pero la cosa está muy difícil.
—¿Podemos conocerlas?
—Una de las cosas que más me preocupa es el lugar en que se encontró la cerbatana —respondió lentamente.
—Claro, como que por esa circunstancia estuvo a punto de ir usted a la cárcel.
—No, no es eso. No me preocupa que la escondiesen precisamente en el asiento que yo ocupaba, sino que la escondiesen en cualquier asiento.
—No veo nada extraordinario en eso —observó Japp—. En alguna parte debía esconderla el asesino para no arriesgarse a que se la encontrasen encima.
—
Évidemment
. Pero se habrá fijado usted, amigo mío, en que, pese al hecho de que las ventanillas del avión no pueden abrirse, hay en ellas un círculo de agujeros de ventilación y un disco de cristal que permite abrirlos y cerrarlos a voluntad, y por esos agujeros pasaría fácilmente la cerbatana. ¿Hay algo más sencillo que desprenderse del arma arrojándola por allí? Sería poco probable que fuese encontrada luego.
—Le contestaré a eso: el asesino debió de temer que le descubriesen al hacerlo. Si hubiera arrojado la cerbatana por los huecos de la ventilación, podría haberle visto alguien.
—Ya veo —aceptó Poirot—. ¡No temió que le descubriesen al llevarse ese chisme a los labios y lanzar el dardo envenenado, pero sí que le vieran arrojando un tubo por la ventanilla!
—Admito que parece ridículo —convino Japp—, pero el caso es innegable. Escondió la cerbatana en un asiento. No podemos soslayar eso.
Poirot no replicó y Fournier preguntó curioso:
—¿Le sugiere eso alguna idea?
Poirot asintió.
—Me sugiere una especulación.
Sus dedos, ausentes, estrechaban el tintero no usado, que la impaciente mano de Japp había ladeado ligeramente. Luego, levantando la cabeza, preguntó:
—
Á propos
, ¿tiene usted esa relación minuciosa de los objetos que llevaba cada pasajero y que le pedí con tanto interés?
—Soy hombre de palabra —confirmó Japp.
Sonriendo, extrajo de su bolsillo un fajo de hojas de papel escritas a máquina.
—Aquí tiene usted. Lo tiene ahí todo apuntado minuciosamente. Y admito que hay algo muy curioso en todo esto. Ya hablaremos cuando haya usted leído esa lista.
Poirot esparció las hojas sobre la mesa y empezó a leerlas. Fournier se levantó para ojear por encima del hombro del belga.
Cuando Poirot dio por terminada la lectura, Japp señaló con el dedo el último párrafo.
—El agente que dictó la relación demostró ser muy listo. Le pareció que aquello no armonizaba con los demás objetos. ¡Ácido bórico, válgame Dios! ¡El polvo blanco de la botellita era cocaína!
Poirot entreabrió los ojos y asintió lentamente.
—Quizá eso no tenga mucha importancia para este caso —señaló Japp—. Pero no me negarán ustedes que una cocainómana no es precisamente un modelo de virtud. Me parece a mí que esa dama no repararía en nada para satisfacer sus deseos. Con todo, dudo de que tuviera el valor necesario para llevar a cabo un acto como el que comentamos y, francamente, no veo cómo hubiera podido realizarlo. Eso parece un rompecabezas.
Poirot reunió las hojas dispersas y las leyó de nuevo. Luego las dejó con un suspiro.
—A la vista de esta relación, se señala claramente el autor del crimen. Y no obstante, no veo el por qué ni el cómo.
Japp se le quedó mirando.
—¿Pretende decirnos que con solo leer esta lista se ha formado ya una idea de quién cometió el crimen?
—Eso creo.
Japp le arrebató las cuartillas para leerlas de cabo a rabo, pasándoselas a Fournier en cuanto las hubo leído. Luego las dejó sobre la mesa para observar a Poirot.
—¿Pretende usted burlarse de mí, monsieur Poirot?
—No, no.
Quelle idee!
—¿Qué le parece eso a usted, Fournier?
El francés se encogió de hombros.
—Tal vez parezca tonto, pero no veo que esa lista nos permita adelantar.
—Por sí sola, no —reconoció Poirot—. Pero ¿y si la relacionamos con ciertas circunstancias del caso? En fin, tal vez me halle en un error, un gran error.
—Bueno, exponga su idea —pidió Japp—. Tengo mucho interés en oírla.
Poirot meneó la cabeza.
—No. Como usted dice, no es más que una idea, una simple idea. Esperaba encontrar una cosa determinada en esa lista.
Eh bien
, la he encontrado. Ahí está, pero parece señalar en la dirección errónea. La pista correcta, pero en la persona equivocada. Esto quiere decir que tenemos mucho trabajo por delante, y la verdad es que lo veo todo muy oscuro. No veo bien mi camino. Solo ciertos hechos permanecen en pie y armonizan entre sí. ¿No les parece a ustedes? No, ya veo que no son de mi opinión. Vamos, pues, y sigamos cada cual con nuestras respectivas ideas. No es que yo esté seguro de la mía, pero tengo mis sospechas.
—Creo que está usted hablando para sí mismo —comentó Japp levantándose—. En fin, otro día será. Yo trabajaré en Londres. Usted, Fournier, vuelva a París. Y usted, monsieur Poirot, ¿qué piensa hacer?
—Yo aún deseo acompañar a monsieur Fournier a París, ahora más que nunca, precisamente.
—¿Más que nunca? Me gustaría saber qué antojo se le ha metido en la cabeza.
—¿Antojo?
Ce n'est pas joli, ça!
Fournier le estrechó la mano ceremoniosamente.
—Buenas noches y muy agradecido por su deliciosa hospitalidad. ¿Nos veremos mañana por la mañana en Croydon pues?
—Eso es.
Á demain
.
—Y espero que no nos maten
en route
.
Los dos inspectores salieron juntos.
Poirot permaneció un rato inmóvil como si soñara. Luego se levantó, arregló todo lo que estaba en desorden, vació los ceniceros, colocó las sillas en su lugar y, acercándose a una mesa arrinconada, cogió un ejemplar de la revista
Sketch
, cuyas hojas pasó hasta encontrar lo que buscaba.
«Dos adoradores del sol». Este era el título. «La condesa de Horbury y el señor Raymond Barraclough en Le Pinet». Contempló aquellas dos sonrientes figuras en traje de baño, cogidas del brazo, y pensó:
«Me pregunto si podría conseguir algo con esas líneas. Quizá sí.»
Al día siguiente el tiempo fue tan bueno, que Poirot se vio obligado a confesarse que su estómago gozaba de una excelente tranquilidad. Volaban a París en el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.
En el compartimiento iban siete u ocho personas, además de Poirot y Fournier, y el francés aprovechó el viaje para hacer algunos experimentos. Sacó de su bolsillo un pedazo de bambú y tres veces se lo llevó a los labios apuntando en determinada dirección. Una de las veces lo hizo revolviéndose en su asiento; otra, volviendo el rostro ligeramente a un lado y, otra, al salir del lavabo. Y en todas las ocasiones se topó con la mirada de asombro de algún que otro viajero. La última vez, todos los ojos parecían estar fijos en él.
Fournier se dejó caer en su asiento, desalentado, y la burlona mueca de Poirot no contribuyó a animarlo.
—Puede usted reírse, amigo mío, pero convendrá que teníamos que realizar el experimento.
—
Evidemment!
Admiro su impasibilidad. No hay nada como una demostración ocular. Ha representado usted el papel del asesino con la cerbatana y el resultado está bien claro. ¡Todos le han visto!
—No todos.
—En cierto modo, no. Cada vez ha dejado de verle alguien, pero eso no basta para que un asesinato sea un éxito. Uno tiene que estar muy seguro de que nadie le vea.
—Y eso es imposible en circunstancias normales —convino Fournier—. Me aferró a la idea de que debió producirse el momento psicológico cuando la atención de todos estaba fija en alguna otra parte.
—Nuestro amigo, el inspector Japp, va a practicar minuciosas indagaciones respecto a ese particular.
—¿No es usted de mi opinión, monsieur Poirot?
Poirot vaciló antes de contestar con calma:
—Convengo en que hubo... en que debió haber una razón psicológica para que nadie viera al asesino. Pero mis conjeturas corren por cauces distintos de los suyos. En este caso, los hechos meramente oculares pueden engañarnos. Cierre los ojos, amigo mío, en vez de abrirlos tanto. Utilice los ojos de la mente y no los del cuerpo. Son las pequeñas células grises las que han de funcionar. Déjeles hacer su trabajo para que puedan mostrarle lo que pasó de verdad.
Fournier lo miró con curiosidad.
—No le sigo, monsieur Poirot.
—Porque deduce usted de lo que ha visto. Nada desorienta tanto como la observación directa.
Fournier meneó la cabeza y agitó las manos.
—Dejémoslo. No acabo de comprenderlo.
—Nuestro amigo Giraud le aconsejaría que no hiciese caso de mis fantasías. «Usted, muévase», le diría. «Sentarse en una butaca a pensar es cosa de hombres anticuados y escépticos.» Pero yo le digo que un joven sabueso se arroja con tal ímpetu sobre lo que huele, que a veces pasa de largo. Deje para él que siga las pistas falsas. Vamos, es un buen consejo el que le estoy dando.
Recostándose en su asiento, Poirot cerró los ojos, y cualquiera hubiese dicho que estaba pensando, pero lo cierto es que cinco minutos más tarde dormía como un tronco.
Al llegar a París, se dirigieron sin pérdida de tiempo al número 3 de la rue Joliette.
La rue Joliette está en el lado sur del Sena. En nada se diferenciaba el número 3 de las demás casas. Un portero viejo salió a recibirles y saludó a Fournier de mal talante.