Muerte en las nubes (7 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Muerte en las nubes
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Norman Gale terció esperanzado:

—¿Tú crees que esto es especular en vano?

—¿No lo es? —preguntó ella sin sonreír.

—No del todo —contestó Gale, y añadió lentamente, después de vacilar—: Presiento que será provechoso.

Jane le dirigió una mirada interrogadora.

—Un asesinato —puntualizó Normal Gale— no concierne solo a la víctima y al autor. También afecta al inocente. Tú y yo somos inocentes, pero nos envuelve la sombra del crimen y no sabemos cómo afectará esta sombra a nuestras vidas.

Jane era una muchacha muy juiciosa, pero no pudo evitar un estremecimiento.

—No digas eso. Me da miedo.

—Y a mí también —reconoció Gale.

Capítulo VI
-
Una consulta

Hércules Poirot visitó a su amigo, el inspector Japp. Este le recibió con una sonrisa burlona.

—¡Hola, viejo amigo! Ha estado usted a punto de dar con sus huesos en la cárcel.

—Me temo que, si llega a ocurrir semejante cosa, hubiera salido perjudicado profesionalmente.

—También los detectives resultan, a veces, criminales en las novelas. —Japp le indicó un caballero con cara melancólica, pero inteligente—. Tengo el gusto de presentarle a monsieur Fournier, de la Sûreté, que ha venido a colaborar con nosotros en este asunto.

—Creo que tuve el placer de conocerle hace años, monsieur Poirot —saludó estrechándole la mano—. También me habló de usted monsieur Giraud.

A Poirot le pareció sorprender en los labios del agente francés una leve sonrisa y se permitió replicar con una sonrisa discreta, imaginándose en qué términos le habría hablado Giraud, de quien él, a su vez, acostumbraba a hablar en términos desdeñosos como el «sabueso humano».

—Propongo —ofreció Poirot— que vengan a cenar conmigo. Ya he invitado a monsieur Thibault. Es decir, si usted y el amigo Japp no tienen inconveniente en aceptar mi colaboración.

—Está bien, amigo mío —aceptó Japp, dándole una palmada en el hombro—. Ya veo que se ha metido usted a fondo en el caso.

—Nos consideraremos muy honrados —murmuró el francés por pura cortesía.

—Como acabo de decir a una señorita encantadora, ansío que resplandezca mi inocencia.

—Al jurado no le gustó su aspecto —observó Japp, sonriendo otra vez—. Fue lo más gracioso que he oído nunca.

De común acuerdo, no se habló del caso durante la excelente comida con que el belga obsequió a sus amigos.

—Después de todo, es posible comer bien en Inglaterra —comentó Fournier, mientras usaba con toda delicadeza el mondadientes.

—Una comida exquisita, monsieur Poirot —reconoció Thibault.

—Un poco a la francesa, pero condenadamente buena —convino Japp.

—La buena comida siempre ha de pesar poco en el estómago —señaló Poirot—. No debe ser tan fuerte que paralice el funcionamiento del cerebro.

—No puedo decir que me haya molestado nunca el estómago —advirtió Japp—, pero no se lo discutiré. Prefiero que pasemos a tratar el asunto que nos ha reunido. Y como monsieur Thibault ha de ausentarse pronto, yo propondría que empezásemos por oír todo lo que pueda decirnos.

—Estoy a sus órdenes, caballeros. Desde luego que aquí puedo hablar más libremente que ante el tribunal. Antes de empezar la encuesta judicial tuve una charla con el inspector Japp, quien me aconsejó mucha reserva, y por eso procuré contestar en términos generales.

—Perfectamente —aceptó Japp—. No hay que gastar las municiones en salvas. Ahora puede decirnos todo lo que sepa de esa Giselle.

—A decir verdad, sé muy poco de ella. La conocía, como todo el mundo, por su fama. De su vida privada sé muy poco. Es probable que monsieur Fournier sepa más que yo. Pero sí les puedo asegurar que madame Giselle era lo que aquí llamamos todo un personaje. De sus antecedentes nada se sabe. Creo que en su juventud fue de muy buen ver y que la viruela acabó con su belleza. Le gustaba mucho, me parece, el poder; y lo tenía. Era una astuta mujer de negocios, de ese tipo de mujer francesa que tiene la cabeza muy bien puesta sobre los hombros y no permite que los sentimientos afecten para nada sus intereses, aunque tenía fama de llevar sus negocios con escrupulosa honestidad.

Se volvió hacia Fournier, como esperando su asentimiento, y este asintió melancólicamente.

—Sí. Era honesta a su manera. Aunque la ley la hubiera llamado al orden si se hubieran presentado ciertas pruebas, pero eso... —se encogió de hombros con desaliento—... eso es mucho pedir, corrompida como está la humanidad.

—¿Qué quiere decir?

—Chantaje.

—¿Practicaba el chantaje? —preguntó Japp extrañado.

—Sí, un chantaje de un tipo muy especial. Madame Giselle tenía la costumbre de prestar dinero mediante un simple pagaré. Era muy discreta en cuanto a la suma prestada y a los métodos de pago, pero puedo asegurarles que tenía su propio y eficaz sistema para hacerse pagar.

Poirot se echó hacia delante con interés.

—Como monsieur Thibault ha dicho, madame Giselle reclutaba su clientela entre la clase elevada y las profesiones liberales. Esta gente es especialmente vulnerable al peso de la opinión pública. Madame Giselle tenía montado su propio servicio de información. Antes de prestar el dinero, si se trataba de una cantidad importante, solía recoger cuantos datos le era posible sobre su cliente, y sus medios de información eran extraordinarios. Estoy de acuerdo con lo que ha dicho nuestro amigo: a su manera, madame Giselle era de una escrupulosa honestidad. Se portaba bien con los que eran leales con ella. Creo sinceramente que no se sirvió de los secretos que sabía para obtener dinero de nadie, a no ser que le debieran dinero.

—Quiere usted decir —observó Poirot— que el conocimiento de esos secretos era una especie de garantía.

—Exacto. Y cuando tenía que servirse de ellos, lo hacía con toda rudeza y sorda a todo sentimiento. Y debo decirles, señores, que su sistema funcionaba. Rara vez se vio obligada a renunciar al cobro de una deuda. Un caballero o una dama de posición elevada removerían cielo y tierra para evitar un escándalo. Como ustedes ven, conocíamos sus actividades, pero de eso a perseguirla judicialmente... —Volvió a encogerse de hombros—. Es un asunto muy difícil. La naturaleza humana... es la naturaleza humana.

—Y en caso de tener que renunciar al cobro de alguna deuda, ya que, como usted ha insinuado, eso sucedió alguna vez, ¿qué hacía entonces? —preguntó Poirot.

—En ese caso —contestó Fournier—, hacía públicos los informes que tenía o se los mandaba a la persona interesada.

Hubo un momento de silencio. Luego Poirot preguntó:

—¿Y eso no la beneficiaba económicamente?

—Económicamente, no —respondió Fournier—, al menos no directamente.

—¿E indirectamente?

—Sí, porque hacía que los demás pagasen, ¿no es eso? —intervino Japp.

—Eso mismo —confirmó Fournier—. Equivalía a lo que podríamos llamar un efecto moral.

—Un efecto inmoral lo llamaría yo —exclamó Japp. Y añadió, restregándose la nariz pensativamente—: Bien, esto nos abre un abanico muy amplio de posibles motivos para el crimen. Ahora convendría saber quién entrará en posesión del dinero. ¿Puede usted ayudarnos en este aspecto? —preguntó, dirigiéndose a Thibault.

—Tenía una hija —contestó el abogado—, pero ésta no vivía con su madre. Casi me atrevería a afirmar que la madre no la veía desde que era muy pequeña. Pero hace muchos años hizo testamento dejándoselo todo a su hija Anne Morisot, a excepción de un pequeño legado en favor de su doncella. Por lo que yo sé, nunca ha hecho otro testamento.

—¿Y es grande su fortuna? —preguntó Poirot.

El abogado se encogió de hombros.

—Aproximadamente unos ocho o nueve millones de francos.

Poirot frunció los labios, como en un silbido.

—¡Caramba! ¡No lo parecía! —exclamó Japp—. Veamos cuánto es al cambio, pues debe ascender a más de cien mil libras.

—¡Toma! Mademoiselle Anne Morisot será una señorita muy rica —comentó Poirot.

—Por fortuna para ella, no se hallaba en el avión —añadió Japp secamente—. En otro caso, hubiera sido sospechosa de haber dado el pasaporte a su madre para heredar el dinero. ¿Qué edad debe tener?

—No lo sé con seguridad. Imagino que unos veinticuatro o veinticinco años.

—Bien, por ahora no parece que tenga la menor relación con el crimen. Tendremos que volver sobre eso de los chantajes. Todos los viajeros niegan haber conocido a madame Giselle. Por lo menos uno de ellos miente. Es cuestión de saber quién. El examen de sus documentos privados quizás arroje alguna luz. ¿No le parece, Fournier?

—Querido amigo —respondió el francés—, apenas nos llegó la noticia y, tras hablar por teléfono con Scotland Yard, fui de inmediato a su casa. Allí había una caja de caudales donde solía guardar sus papeles, pero los habían quemado todos.

—¿Quemados? Pero ¿por qué? ¿Quién?

—Madame Giselle tenía una doncella de confianza llamada Elise; si le sucedía algo a su señora, tenía instrucciones de abrir la caja, cuya combinación conocía, y quemar los papeles que contenía.

—¿Cómo? ¡Pero eso es asombroso! —exclamó Japp.

—¿Lo ve? —señaló Fournier—. Madame Giselle tenía su propio código. Era leal con quienes se portaban lealmente con ella. A sus clientes les prometía juego limpio. Era despiadada, pero mujer de palabra.

Japp asintió. Los cuatro permanecieron un rato en silencio, pensando en el carácter de aquella mujer poco común.

Thibault se levantó.

—Debo dejarles, señores, pues ahora tengo una cita. Si necesitan alguna otra información, ya saben dónde encontrarme.

Y tras estrecharles la mano ceremoniosamente, abandonó la estancia.

Capítulo VII
-
Probabilidades

Cuando se quedaron solos los tres, acercaron más las sillas a la mesa.

—Vamos a ver si ahora podemos examinar a fondo el caso —empezó el inspector Japp, sacando el tapón de su estilográfica—. En el avión había once pasajeros, mejor dicho, solo en el compartimiento de la cola. La otra parte no cuenta. Once pasajeros y dos camareros, que suman trece personas. Una de las doce mató a la anciana. Unos eran ingleses y otros franceses. Estos últimos se los confiaré a monsieur Fournier. De los ingleses me encargaré yo. Hay que hacer investigaciones en París y eso queda también de su cuenta, Fournier.

—Y no solo en París —advirtió Fournier—. Durante el verano, Giselle hacía grandes negocios por las playas de Francia: Deauville, Le Pinet, Wimereux... Y también frecuentaba el sur: Antibes, Niza y todos esos lugares.

—Bien observado. Recuerdo que alguno de los viajeros del Prometheus mencionó Le Pinet. Bien, ya es una pista. Veamos si nos es posible ahora localizar al asesino, si hay manera de demostrar, por su situación en el compartimiento, quién estaba en condiciones de utilizar esa cerbatana —Desenrolló un croquis del interior del avión y lo extendió sobre la mesa—. Procedamos por el método de eliminación. Para empezar, examinemos uno a uno a los viajeros y decidamos qué probabilidades y, lo que es todavía más importante, qué posibilidades tenía cada uno de ellos.

—Para empezar, podemos eliminar a monsieur Poirot. Esto reducirá el número a once.

Poirot meneó la cabeza tristemente.

—Es usted muy confiado, amigo mío. No hay que fiarse de nadie, de nadie.

—Bueno, le dejaremos también, si usted quiere —convino Japp de buen humor—. Además, tenemos a los camareros, que me parecen muy poco sospechosos desde el punto de vista de las probabilidades. No es de suponer que hayan tomado prestadas grandes cantidades de dinero; ambos tienen una muy buena hoja de servicios, ambos son personas decentes y sobrias. Me sorprendería mucho que tuvieran algo que ver con esto. Por otra parte, desde el punto de vista de las posibilidades, hemos de incluirlos. Cruzaban el avión de una punta a otra, y podían utilizar la cerbatana. Desde el ángulo adecuado, quiero decir. Pero me niego a creer que en un avión lleno de gente un camarero pudiera disparar flechas con una cerbatana sin que nadie lo viese. Por experiencia sé que las personas suelen ser ciegas como murciélagos, pero no llegarían a tanto. Claro que mi razonamiento se puede aplicar a todos los demás. Sería una locura, habría que estar loco de remate para cometer un crimen así. Apenas hay una probabilidad entre cien de no ser detenido en el acto. Quien hizo esto tuvo una suerte de mil diablos. De todos los procedimientos demenciales para cometer un asesinato...

Poirot, que escuchaba con los ojos entrecerrados y fumaba en silencio, le interrumpió para formular una pregunta:

—¿Cree usted de veras que fue un procedimiento demencial?

—Claro que sí. Fue una locura.

—Pues tuvo éxito. Aquí estamos los tres sentados hablando del crimen, sin saber aún quién lo cometió. ¡El éxito es innegable!

—Pura suerte. El asesino se expuso a que lo vieran muchos ojos.

Poirot meneó la cabeza disgustado.

Fournier se volvió a mirarlo con curiosidad.

—¿Qué piensa usted, monsieur Poirot?


Mon ami
, pienso que un asunto hay que juzgarlo por sus resultados, y este asunto ha sido llevado a cabo con pleno éxito.

—Y no obstante —observó el francés pensativamente—, parece un milagro.

—Milagro o no, aquí está —afirmó Japp—. Tenemos la declaración médica y tenemos el arma. Si semanas atrás alguien me hubiera dicho que iba a investigar un asesinato causado por medio de un dardo envenenado con veneno de serpiente, me hubiera reído ante sus narices. ¡Es insultante! ¡Este asesinato es un verdadero insulto!

Inspiró profundamente. Poirot sonrió.

—Tal vez el autor del crimen sea una persona dotada de un perverso sentido del humor —exclamó Fournier pensativo—. En estos casos, es muy importante tener una idea de la psicología del criminal.

Japp bufó al oír la palabra psicología, que le disgustaba y en la que no creía.

—Eso es lo que le gusta oír a monsieur Poirot.

—Me interesa mucho todo lo que ustedes dicen.

—¿Duda usted de que la matasen de esa manera? —preguntó Japp, que tenía sus sospechas—. Ya conocemos lo tortuosas que son sus ideas.

—No, no, amigo mío. No tengo ninguna duda acerca de eso. El dardo envenenado que recogí fue la que causó la muerte. Eso es seguro. Con todo, hay algunos puntos en este dichoso caso...

Calló, meneando la cabeza perplejo.

—Volviendo a nuestro lío —prosiguió Japp—, no podemos descartar a los camareros en absoluto, pero me parece improbable que tengan nada que ver. ¿Está usted de acuerdo, Poirot?

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