Muerte en un país extraño (19 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte en un país extraño
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—¿Aún está en el hospital ese
signor
Viscardi? —preguntó Brunetti.

—Creo que sí. ¿Por qué lo pregunta?

—Al parecer, vio claramente cuáles eran los cuadros que le estaban robando, pero no distinguió a los ladrones.

—¿Qué insinúa?

—No insinúo nada —respondió Brunetti—. Quizá no tenía más que tres cuadros.

En tal caso, suponía Brunetti, no le costaría trabajo recordar cuáles eran. Pero, si el hombre no hubiera tenido más que tres cuadros, el caso no se hubiera situado tan rápidamente en el primer lugar de la lista de Patta.

—¿Puedo preguntar a qué se dedica el
signor
Viscardi en Milán?

—Dirige varias fábricas.

—¿Es director o director y propietario?

Patta no hizo nada por disimular la irritación.

—No comprendo qué importancia puede tener eso, Brunetti. Es un ciudadano importante y ha invertido una enorme cantidad de dinero en la restauración de ese
palazzo
. Representa un gran beneficio para la ciudad, y creo que lo menos que podemos hacer es velar por su seguridad mientras se halle entre nosotros.

—Su seguridad y la de sus pertenencias —agregó Brunetti secamente.

—Sí, también la de sus pertenencias. —Patta repitió la palabra, pero con distinta entonación—. Le agradeceré que se encargue de que así sea, comisario, y espero que durante la investigación se trate al
signor
Viscardi con la mayor consideración.

—Desde luego. —Brunetti se puso en pie—. ¿Sabe de qué son las fábricas que dirige, señor?

—Tengo entendido que de armamento.

—Gracias.

—Y no siga mareando a los norteamericanos, Brunetti, ¿está claro?

—Sí, señor. —La orden estaba clara, pero no la razón.

—Bien, ocúpese del robo. Me gustaría que se resolviera lo antes posible.

Brunetti sonrió y salió del despacho de Patta preguntándose quién estaría moviendo los hilos. En el asunto de Viscardi, era fácil de adivinar: armamento, dinero suficiente para comprar y restaurar un
palazzo
del Gran Canal… En cada una de las frases pronunciadas por Patta se percibía olor a dinero y poder. En el caso del norteamericano, no era tan fácil identificar los olores, pero no eran menos perceptibles que los otros. Estaba claro que a Patta se le había dado una consigna: la muerte del norteamericano debía considerarse accidental, a consecuencia de un intento de robo, nada más. ¿De quién había partido la consigna? ¿De quién?

En lugar de subir a su despacho, Brunetti bajó a la oficina principal. Vianello había vuelto del hospital y estaba en su sitio, recostado en la silla, con el teléfono pegado al oído. Al ver a Brunetti, cortó la conversación y colgó.

—¿Sí, señor?

Brunetti apoyó las manos en un lado de la mesa.

—Ese Viscardi, ¿cómo estaba cuando habló usted con él?

—Furioso. Había pasado la noche en una sala general y acababa de conseguir que lo llevaran a una habitación individual.

—¿Cómo se las ha ingeniado? —le interrumpió Brunetti.

Vianello se encogió de hombros. El casino no era la única institución pública marcada con la inscripción NON NOBIS. También el hospital lo estaba, aunque estas palabras sólo eran visibles para los ricos.

—Debe de tener influencias; habrá llamado por teléfono a alguien. Con esa gente ya se sabe.

Por el tono de Vianello, no parecía que Viscardi le hubiera causado muy buena impresión.

—¿Qué clase de persona es? —preguntó Brunetti.

Vianello sonrió y luego hizo una mueca.

—Típico milanés. Ya sabe, de los que no pronuncian la erre ni que los maten —dijo el policía remedando perfectamente la afectada manera de hablar de los milaneses, muy extendida entre los políticos arribistas y los cómicos que los imitan—. Lo primero que hizo fue decirme lo importantes que son los cuadros, que es una manera de decir lo importante que es él. Luego se lamentó de haber tenido que pasar la noche en una sala general. Supongo que esto significa que tenía miedo de haberse contagiado alguna enfermedad de las «clases inferiores».

—¿Le hizo una descripción de los hombres?

—Dijo que uno era muy alto, más que yo. —Vianello era uno de los hombres más altos del cuerpo—. Y que el otro tenía barba.

—¿Cuántos eran, dos o tres?

—No está seguro. Se le echaron encima cuando entró en la casa, y él, con el susto, no se dio cuenta, o no se acuerda.

—¿Son graves las lesiones?

—No tanto como para que tenga que estar en una habitación individual —resumió Vianello con evidente desaprobación.

—¿Podría ser más explícito? —preguntó Brunetti con una sonrisa.

—Tiene un ojo morado. Hoy estará peor. Alguien le dio un buen puñetazo. También tiene un corte en el labio y hematomas en los brazos.

—¿Eso es todo?

—Sí, señor.

—Desde luego, no parece que la cosa requiera una habitación individual. Ni siquiera hospitalización.

Vianello reaccionó inmediatamente al tono de Brunetti:

—¿Está pensando lo mismo que yo, comisario?

—El
vicequestor
e
Patta ya sabe cuáles son los tres cuadros que faltan.

Vianello se levantó el puño del uniforme y miró el reloj. A fin de cerciorarse de la hora, agitó la muñeca y volvió a mirar.

—Casi las doce. Pronto será la hora del almuerzo.

—¿A qué hora se recibió la llamada?

—Poco después de medianoche.

Ahora fue Brunetti quien miró su reloj.

—Hace doce horas. Y ya tenemos un informe que dice que los cuadros son un Guardi, un Monet y un Gauguin.

—Perdón, comisario, yo no entiendo de esas cosas; pero, ¿esos nombres representan dinero?

Brunetti asintió con énfasis.

—Me ha dicho Rossi que la propiedad está asegurada. ¿Cómo lo ha averiguado?

—A eso de las diez llamó el agente del seguro para preguntar si podía ir a echar un vistazo al
palazzo
.

—Todo, en menos de doce horas. Interesante.

Vianello tomó un paquete de cigarrillos de encima de la mesa y encendió uno.

—Dice Rossi que esos chicos belgas han identificado a Ruffolo. —Brunetti asintió—. Pues Ruffolo es más bien canijo. De alto no tiene nada, ¿verdad?

Exhaló una fina franja de humo y la disipó agitando una mano.

—Y podemos estar seguros de que en la cárcel no se dejó barba. Por lo menos si su madre iba a visitarlo —observó Brunetti.

—De manera que ninguno de los hombres que Viscardi dice haber visto puede ser Ruffolo.

—Eso parece —aceptó Brunetti—. He enviado a Rossi al hospital con una fotografía de Ruffolo, para que la enseñe a Viscardi.

—Probablemente no lo reconocerá —dijo Vianello lacónicamente.

Brunetti se irguió apartándose de la mesa.

—Tengo que hablar por teléfono. Usted me perdonará, sargento.

—Cómo no, señor —dijo Vianello, y agregó:

—Cero dos.

Era el prefijo de Milán.

CAPÍTULO XIV

En su despacho, Brunetti sacó de la mesa una libreta de espiral y empezó a hojearla. Hacía años que se decía y hasta se juraba a sí mismo que un día copiaría ordenadamente los nombres y los números que tenía anotados en esta libreta. Era un voto que renovaba cada vez que, como ahora, tenía que buscar un número al que hacía meses o años que no llamaba. En cierto modo, cuando pasaba las hojas de esta libreta tenía la sensación de estar recorriendo un museo lleno de cuadros conocidos, y dejaba que cada uno le trajera su recuerdo antes de seguir buscando. Finalmente lo encontró: el número particular de Riccardo Fosco, director de la sección económica de uno de los grandes semanarios de actualidad.

Hasta hacía unos años, Fosco había sido la brillante luz de la prensa que descubría escándalos financieros en los lugares más insospechados. Él fue de los primeros en hacer preguntas acerca del Banco Ambrosiano. Su despacho era el centro de una red de información sobre el mundo de los negocios en Italia, y su columna, piedra de toque para detectar cualquier indicio de irregularidad en una empresa, una «opa» o una fusión.

Hacía dos años, Fosco salía de su despacho una tarde a las cinco para ir a tomar una copa con unos amigos cuando, desde un coche aparcado enfrente, alguien disparó con una metralleta apuntándole cuidadosamente a las rodillas y destrozándoselas. Ahora Fosco había convertido su casa en despacho, y, con una rodilla rígida y treinta grados de juego en la otra, tenía que andar con muletas. No se había arrestado a nadie por el atentado.

—Fosco —contestó el periodista, como de costumbre.


Ciao
, Riccardo. Soy Guido Brunetti.


Ciao
, Guido. Cuánto tiempo sin saber de ti. ¿Aún investigas adonde fue a parar el dinero que tenía que salvar Venecia?

Ésta era una vieja broma entre ellos: la facilidad con que los millones de dólares —nadie llegó a saber exactamente cuántos— recaudados por la UNESCO para «salvar» Venecia habían desaparecido en los despachos y los hondos bolsillos de los «proyectistas» que se habían apresurado a presentar planes y programas de restauración tras la devastadora inundación de 1966. Había una fundación con una nutrida plantilla de personal, un gran archivo de planos y hasta un calendario de galas y bailes para recaudar fondos, pero no había dinero, y las mareas seguían ensañándose con la ciudad. La cuestión, que tenía ramificaciones que apuntaban a la ONU, la Unión Europea, instituciones financieras y Gobiernos varios, había resultado excesivamente complicada incluso para Fosco, que nunca había escrito sobre ella, por miedo a que sus lectores dijeran que se había pasado a la novela. Brunetti, por su parte, tenía la hipótesis de que, dado que la mayoría de los involucrados en los proyectos eran venecianos, en el fondo, el dinero había servido realmente para salvar la ciudad, aunque de modo distinto al previsto en un principio.

—No, Riccardo; se trata de un paisano tuyo, un milanés, un tal Viscardi. Ni siquiera sé su nombre de pila. Se dedica al armamento y acaba de gastarse una fortuna en la restauración de un
palazzo
de por aquí.

—Augusto —repuso Fosco al instante, y repitió el nombre, haciendo resaltar su disonancia—: Augusto Viscardi.

—No has tenido que pensar mucho —comentó Brunetti.

—Ah, no. El nombre del
signor
Viscardi se oye aquí muy a menudo.

—¿Y qué se dice de él?

—Las fábricas de municiones están en Monza. Posee cuatro. Al parecer, tenía grandes contratos con Irak y otros países del Oriente Próximo. Es más, dicen que incluso durante la guerra siguió haciendo suministros, a través del Yemen, según creo. —Fosco se interrumpió un momento y agregó—: Pero también hay quien dice que durante la guerra tuvo problemas.

—¿Qué clase de problemas? —preguntó Brunetti.

—Nada grave, por lo menos eso me han dicho. Ninguna de esas fábricas, y no me refiero sólo a las suyas, tuvo que cerrar. Se asegura que todo el sector siguió trabajando a pleno rendimiento. Siempre habrá compradores para sus productos.

—Pero, ¿no sabes qué clase de problemas tuvo?

—No estoy seguro. Necesitaría hacer unas cuantas llamadas. Corrían rumores de que sufrió un fuerte revés. El fabricante, antes de hacer la entrega, suele asegurarse de que la mercancía está pagada, de que la transferencia ya ha llegado a algún lugar seguro, como Panamá o Licchtenstein; pero Viscardi llevaba mucho tiempo haciendo negocios con Irak, creo que incluso fue allí varias veces y se entrevistó con el gran jefe, y no tomó precauciones, porque estaba convencido de haber adquirido el derecho a que le dieran trato preferente.

—¿Y no se lo dieron?

—No se lo dieron. Gran parte de la mercancía fue volada durante el viaje. Y unos piratas se apoderaron de toda la carga de un barco en el Golfo. Deja que haga unas cuantas llamadas, Guido. Te diré algo antes de una hora.

—¿Algún asunto personal?

—Nada que yo sepa, pero ya preguntaré.

—Gracias, Riccardo.

—¿Puedes decirme de qué se trata?

Brunetti no vio inconveniente.

—Anoche entraron en su casa unos ladrones y él los sorprendió. No ha podido identificar a los tres hombres, pero enseguida supo qué cuadros se habían llevado.

—Muy propio de Viscardi —dijo Fosco.

—¿Tan estúpido es?

—No; de estúpido no tiene nada. Pero es arrogante y audaz. Son las cualidades que le han ayudado a hacer fortuna. —La entonación de Fosco cambió—. Perdona, Guido, me llaman por otra línea. Luego te llamo.

—Gracias, Riccardo —aceptó el comisario, pero antes de que pudiera agregar: «Te lo agradezco mucho» se cortó la comunicación.

Brunetti sabía que el secreto del éxito policial no radica en las deducciones brillantes ni en la manipulación psicológica de los sospechosos, sino en el simple principio de que el ser humano tiende a suponer que su nivel de inteligencia es el normal y en esta premisa basa sus actos. Por eso es fácil pescar a los tontos: su noción de lo que es hábil e ingenioso es tan lastimosa que los delata. Lo malo es que también hay criminales más inteligentes de lo normal y, por consiguiente, más difíciles de atrapar.

Durante la hora siguiente, Brunetti llamó a Rossi a la oficina general para preguntarle el nombre del agente de seguros que había solicitado visitar el escenario del robo. Cuando, por fin, consiguió localizarlo, el hombre aseguró a Brunetti que los cuadros eran auténticos y que, efectivamente, habían sido robados. Encima de la mesa tenía copia de los certificados de autenticidad. ¿El valor actual de los tres cuadros? Bien, estaban asegurados por un total de cinco mil millones de liras, pero su valor real podía haber aumentado durante el año último, en que había subido la cotización de los impresionistas. No; no había habido antes otro robo. También se habían llevado joyas, pero su valor era insignificante, comparado con el de los cuadros: unos cientos de millones de liras. Brunetti pensó en lo placentero que debía de ser un mundo en el que unos cientos de millones de liras se consideraban una nimiedad.

Cuando el comisario acabó de hablar con el agente, Rossi ya había vuelto del hospital y le informaba de que el
signor
Viscardi se había sorprendido sensiblemente al ver la foto de Ruffolo. Pero enseguida se había dominado y declarado que aquel hombre no se parecía en nada a los dos que había visto, porque, ahora que había tenido tiempo para reflexionar, estaba seguro de que eran sólo dos.

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