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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (15 page)

BOOK: Muerte y juicio
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Sin volverse a mirarlo, Mara se quitó la chaqueta y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla. Se sentó en el borde de la cama y se agachó para desabrocharse los zapatos. Brunetti la oyó respirar de alivio al descalzarse. Todavía sin mirarlo, ella se levantó, se quitó la falda, la dobló con cuidado y la dejó encima de la chaqueta. No llevaba nada debajo. Se sentó y luego se echó en la cama, también sin mirarlo.

—Si quieres tocarme los pechos tienes que pagar extra —dijo, volviéndose hacia un lado, para alisar la colcha que se había arrugado debajo de su hombro.

Brunetti cruzó la habitación y se sentó en la silla que estaba libre de ropa.

—¿De dónde eres, Mara? —preguntó con su voz normal, hablando en italiano, no en dialecto.

Ella lo miró ahora, sorprendida por la pregunta o por el tono completamente normal en que se la había hecho.

—Oiga, señor Fontanero —dijo con una voz en la que había más cansancio que irritación—, usted no ha venido aquí a charlar, ni yo tampoco, así que vamos a hacerlo ya para que yo pueda volver a mi trabajo, ¿vale? —Se dejó caer de espaldas y abrió las piernas.

Brunetti desvió la mirada.

—¿De dónde vienes, Mara? —volvió a preguntar.

Ella juntó las piernas y se sentó en la cama encarándose con él, con los pies en el suelo.

—Mira, si quieres follar, follemos, ¿de acuerdo? Pero no tengo tiempo para charla. Y de dónde yo vengo no te importa.

—¿Del Brasil? —preguntó él especulando con el acento.

Con un gruñido de impaciencia, ella se puso de pie y agarró la falda. Se agachó sosteniéndola ante sí, metió un pie, luego el otro, se la ajustó a la cintura y se subió la cremallera con un movimiento seco. Palpó con el pie el suelo debajo de la cama, donde había escondido los zapatos y volvió a sentarse para abrocharse las correas.

—Puede ser arrestado, ¿sabes? —dijo Brunetti en el mismo tono tranquilo—. Ha dejado que le diera el dinero. Eso podría costarle por lo menos un par de meses.

Las correas que le sujetaban los zapatos a los tobillos estaban ya perfectamente abrochadas, pero ella no alzó la mirada hacia Brunetti ni hizo movimiento alguno para levantarse de la cama. Se había quedado con la cabeza inclinada, escuchando.

—Tú no querrás que a él le ocurra eso, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

Ella resopló con repugnancia e incredulidad.

—Piensa en lo que haría cuando saliera, Mara. No me has reconocido, y te echará la culpa.

Entonces la mujer le miró y extendió el brazo.

—Enséñeme su credencial.

Brunetti se la dio.

—¿Qué quiere? —preguntó ella al devolverle el documento.

—Quiero que me digas de dónde viniste.

—¿Para que puedan enviarme allí otra vez? —preguntó ella mirándole a los ojos.

—No soy de Inmigración, Mara. No me importa si estás aquí legalmente o no.

—¿Pues qué quiere entonces? —preguntó ella con un filo de impaciencia en la voz.

—Ya te lo he dicho. Quiero saber de dónde has venido.

Ella titubeó sólo un momento, mientras buscaba el peligro de la pregunta y, al no verlo, respondió:

—Sao Paulo. —Él tenía razón, el acento era brasileño.

—¿Cuánto hace que llegaste?

—Dos años.

—¿Y trabajas de prostituta? —preguntó él procurando dar a la palabra tono de definición, no de condena.

—Sí.

—¿Has trabajado siempre para ese hombre?

Ella lo miraba fijamente.

—No le diré cómo se llama.

—No quiero saber cómo se llama, Mara. Quiero saber si siempre has trabajado para él.

Ella respondió en voz tan baja que él no pudo oírla.

—¿Cómo has dicho?

—No.

—¿Siempre en ese bar?

—No.

—¿Dónde trabajabas antes?

—En otro sitio —respondió ella evasivamente.

—¿Cuánto hace que trabajas en el bar?

—Desde septiembre.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué cambiaste al bar?

—Por el frío. No estoy habituada, y el invierno pasado enfermé por trabajar en la calle. Entonces él me dijo que este invierno podía trabajar en el bar.

—Ya —dijo Brunetti—. ¿Cuántas chicas hay además de ti?

—¿En el bar?

—Sí.

—Tres.

—¿Y en la calle?

—No sé cuántas. ¿Cuatro? ¿Seis? No sé.

—¿Alguna otra brasileña?

—Dos.

—¿Y las demás, de dónde son?

—No lo sé.

—¿Y qué puedes decirme del teléfono?

—¿Cómo? —preguntó ella entornando los ojos con una confusión que parecía auténtica.

—El teléfono del bar. ¿Quién recibe llamadas? ¿Él?

Era evidente que la pregunta la había desconcertado.

—No sé —dijo—. Ese teléfono lo usan todos.

—¿Pero quién recibe llamadas?

Ella pensó un momento.

—No lo sé.

—¿Él? —insistió Brunetti.

La mujer encogió los hombros y volvió la cara hacia otro lado, pero Brunetti hizo chasquear los dedos delante de sus ojos y ella volvió a mirarlo.

—¿Él recibe llamadas?

—A veces —respondió la mujer, que miró el reloj y dijo—: Ya tendría que haber terminado.

Él miró el reloj a su vez: habían transcurrido quince minutos.

—¿Cuánto tiempo te da?

—Generalmente, un cuarto de hora. A las viejas les da más, con los habituales. Pero si yo no vuelvo pronto, empezará a hacer preguntas y tendré que decirle por qué he tardado.

Por su manera de hablar, Brunetti comprendió que ella contestaría cualquier pregunta que el hombre le hiciera. Debatió consigo mismo si no sería preferible permitirle que descubriera que la policía se interesaba por él. Examinó la cara de la mujer, tratando de calcular su edad. ¿Veinticinco? ¿Veinte?

—Está bien —dijo poniéndose en pie.

Ante su brusco movimiento, ella se sobresaltó.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—Sí, eso es todo.

—¿No quiere un rápido?

—¿Cómo? —preguntó él, desconcertado.

—Un rápido. Es lo que piden normalmente los polis cuando nos detienen para interrogarnos. —Su voz era neutra, cansada, no acusadora.

—No, nada de eso —dijo él yendo hacia la puerta.

A su espalda, ella se puso de pie y embutió un brazo y luego el otro en las mangas de la chaqueta. Él sostuvo la puerta abierta y la siguió al descansillo. Ella dio media vuelta, cerró con llave y bajó por el único tramo de escaleras. Abrió la puerta de la calle y se alejó por la derecha en dirección al bar. Brunetti se fue hacia la izquierda hasta el extremo de la calle y se paró al pie de una farola, donde momentos después lo recogió el coche negro de Della Corte.

17

—¿Qué tal? —preguntó Della Corte cuando Brunetti se sentó a su lado en el coche. A Brunetti le complació que no hubiera en la pregunta ni asomo de sorna.

—Es brasileña, trabaja para el que estaba con ella. Ha dicho que él recibe llamadas telefónicas en el bar.

—¿Algo más? —preguntó Della Corte mientras ponía el coche en marcha y lentamente lo conducía hacia la estación.

—Eso es todo —respondió Brunetti—. Todo lo que me ha dicho, pero creo que podemos deducir bastantes cosas más.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, que está en Italia ilegalmente y, al no tener permiso de residencia, está obligada a hacer lo que le manden para ganarse la vida.

—Quizá lo haga porque le gusta —apuntó Della Corte.

—¿Conoce a alguna prostituta a la que le guste eso? —preguntó Brunetti.

Haciendo caso omiso de la pregunta, Della Corte dobló una esquina y paró el coche delante de la estación. Puso el freno de mano pero dejó el motor en marcha.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Creo que habría que arrestar al que estaba con ella. Así sabremos por lo menos quién es. Y quizá convenga volver a hablar con ella mientras él esté detenido.

—¿Cree que hablará?

Brunetti se encogió de hombros.

—Quizá, si no teme que la devuelvan a Brasil.

—¿Qué posibilidades hay de que hable?

—Depende de quién la interrogue.

—¿Una mujer? —preguntó Della Corte.

—Seguramente, sería preferible.

—¿Tienen a alguien?

—Tenemos a una psicóloga que nos asesora de vez en cuando. Podría pedirle que hablara con Mara.

—¿Mara? —preguntó Della Corte.

—Así ha dicho que se llama. Me gustaría creer que le han dejado conservar por lo menos el nombre.

—¿Cuándo arrestarán al hombre?

—Lo antes posible.

—¿Alguna idea de cómo?

—La próxima vez que un cliente de Mara le deje a él el dinero en el mostrador. Será lo más sencillo.

—¿Cuánto tiempo pueden retenerlo por eso?

—Depende de lo que encontremos, si tiene antecedentes o si existe una orden de arresto. —Brunetti reflexionó—. Si está usted en lo cierto sobre la heroína, un par de horas deberían ser suficientes.

La sonrisa de Della Corte no era agradable.

—Estoy en lo cierto sobre la heroína. —Como Brunetti no dijera nada, Della Corte preguntó—: ¿Y mientras tanto?

—Estoy trabajando en varias cosas. Quiero saber algo más de la familia y del bufete de Trevisan.

—¿Algo en particular?

—No, nada. Sólo que hay un par de cosas que me inquietan, cosas que no parecen importantes. —Esto era todo lo que Brunetti estaba dispuesto a decir, y preguntó—: ¿Y ustedes?

—Nosotros haremos otro tanto respecto a Favero, pero hay mucho campo que cubrir, por lo menos por lo que respecta a su trabajo. —Della Corte hizo una pausa y comentó—: No imaginaba que esa gente ganara tanto dinero.

—¿Los gestores financieros?

—Sí. Cientos de millones de liras al año. Declarados; a saber lo que sacarán en negro. —Brunetti, al recordar algunos nombres de la lista de clientes de Favero, se hizo una idea de la magnitud de sus ingresos, declarados y no declarados.

Abrió la portezuela, se apeó y rodeando el coche se acercó a la ventanilla de Della Corte.

—Mañana por la noche enviaré a varios hombres. Si él y Mara están trabajando en el bar, será fácil detenerlos.

—¿A los dos? —preguntó Della Corte.

—Sí. Quizá ella esté mejor dispuesta a hablar después de pasar una noche en el calabozo.

—Creí que quería que la entrevistara una psicóloga —dijo Della Corte.

—Sí, pero quiero que antes sepa lo que es estar encerrada. El miedo hace más comunicativas a las personas, sobre todo, a las mujeres.

—Es usted muy duro, ¿no? —preguntó Della Corte con cierto respeto.

Brunetti se encogió de hombros.

—Esa mujer puede saber algo de un asesinato. Cuanto más asustada y confusa esté, más probable será que nos lo diga.

Della Corte sonrió al soltar el freno de mano.

—Hubo un momento en que creí que iba a hablarme de la puta con corazón de oro.

Brunetti se incorporó apartándose del coche y empezó a andar hacia la estación. A los pocos pasos se volvió hacia Della Corte, que subía el cristal de la ventanilla mientras el coche empezaba a avanzar lentamente.

—Nadie tiene el corazón de oro —dijo, pero Della Corte ya se alejaba sin dar señales de haberle oído.

A la mañana siguiente, la
signorina
Elettra saludó a Brunetti con la noticia de que había encontrado el artículo sobre Trevisan aparecido en
Il Gazzettino,
pero dijo que se trataba de la simple descripción de una iniciativa conjunta en materia de turismo, de las cámaras de comercio de Venecia y Praga. Las actividades de la
signora
Trevisan, por lo menos, según el redactor de la página de sociedad del diario, no eran menos inocentes.

A pesar de que Brunetti esperaba algo parecido, la noticia lo decepcionó. Pidió a la
signorina
Elettra que viera si Giorgio —le sorprendió oírse a sí mismo hablar de Giorgio como de un viejo amigo— podía conseguir una lista de las llamadas hechas al y desde el bar Pinetta. Hecho esto, leyó el correo y a continuación hizo varias llamadas telefónicas relacionadas con una de las cartas.

Brunetti llamó después a Vianello y le pidió que aquella noche enviara a tres hombres al bar Pinetta, para arrestar a Mara y a su proxeneta. Luego no tuvo más remedio que dedicarse a los papeles de su mesa, aunque le resultó difícil concentrarse en lo que leía: estadísticas del Ministerio del Interior sobre las necesidades de personal para los cinco años siguientes, el coste del enlace informático con la Interpol y el índice de operatividad de un nuevo tipo de pistola. Brunetti arrojó los papeles a la mesa con un ademán de impaciencia. El
questore
había recibido recientemente del ministro del Interior un memorándum en el que se le informaba de que el presupuesto del año próximo para la policía nacional se recortaría en un 15 o, quizá, un 20 por ciento, y que no cabía esperar un aumento de los fondos en un futuro previsible. Ello no obstante, aquellos estúpidos de Roma seguían redactando proyectos y planes, como si hubiera dinero que gastar, como si no lo hubieran robado ya todo y enviado a cuentas secretas de Suiza.

Brunetti dio la vuelta a la hoja en que se detallaban las características de aquellas pistolas que nunca se comprarían y escribió en el reverso los nombres de las personas con las que deseaba hablar: la viuda Trevisan y su hermano, su hija Francesca y alguien que pudiera darle información concreta, tanto sobre el bufete como sobre la vida privada de Trevisan.

En una segunda columna escribió las cosas que le habían llamado la atención: la explicación —¿o era jactancia?— de Francesca, de que alguien podía secuestrarla; la resistencia de Lotto a darle la lista de los clientes de Trevisan y su sorpresa al oírle mencionar a Favero.

Y, planeando sobre todo ello, los números de teléfono, aquel sinfín de llamadas, sin pauta ni justificación aparentes.

Al agacharse para sacar la guía telefónica del cajón de abajo, Brunetti se dijo que debía de ser muy práctica una libretita con los números de uso más frecuente, como la de Favero. Pero al número que ahora buscaba no había llamado nunca, porque hasta ahora no había querido cobrarse aquel favor.

Hacía tres años, su amigo Danilo, el farmacéutico, le había llamado una tarde a última hora, para pedirle que fuera a su apartamento. Lo encontró con un párpado hinchado y casi cerrado, como si se hubiera metido en una pelea. Violencia la hubo, en efecto, pero no de Danilo, que no opuso resistencia al joven que había irrumpido en la farmacia en el momento de cerrar. Tampoco trató de impedir que el joven forzara el armario en el que se guardaban los narcóticos ni que sacara las siete ampollas de morfina. Pero Danilo había reconocido al intruso y cuando éste se iba, dijo: «No hagas eso, Roberto», y entonces el otro le dio un empujón. El farmacéutico cayó de lado y se golpeó la cabeza con el borde de una vitrina.

BOOK: Muerte y juicio
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