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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (18 page)

BOOK: Muerte y juicio
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—¿Existen motivos por los que pudiera ella solicitar el divorcio,
signor
Martucci? —Como Martucci no contestara, Brunetti replanteó la pregunta recurriendo al eufemismo—: ¿Sale usted con alguien,
signor
Martucci?

La respuesta fue inmediata.

—No.

—Me cuesta creerlo —dijo Brunetti con una sonrisa de camaradería.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Martucci.

—Es un hombre todavía joven y bien situado. Muchas mujeres lo encontrarían atractivo y se sentirían halagadas por sus atenciones.

Martucci no contestó.

—¿Nadie? —repitió Brunetti.

—No.

—¿Y anoche estaba solo en casa?

—Ya se lo he dicho, comisario.

—Ah, sí, ya me lo ha dicho.

Martucci se levantó bruscamente.

—Si no tiene más preguntas, me gustaría marcharme.

Con un blando ademán apaciguador, Brunetti dijo:

—Sólo un par de cosas más,
signor
Martucci.

Al ver la mirada de Brunetti, el abogado volvió a sentarse.

—¿Cuál era su relación con el
signor
Trevisan?

—Trabajaba para él.

—¿Para él o con él,
avvocato
Martucci?

—Podríamos decir que lo uno y lo otro, supongo. —Con la mirada, Brunetti le instó a seguir y Martucci agregó—: Primero lo uno y después lo otro. —Al ver que Brunetti no se daba por satisfecho, dijo entonces—: Al principio, trabajaba para él, pero hace un año convinimos que, a finales de este año, pasaría a ser socio de la firma.

—¿A partes iguales?

Martucci mantuvo la mirada y la voz tranquilas.

—Eso no lo habíamos discutido.

A Brunetti le pareció esto una curiosa omisión, especialmente entre abogados. Una omisión curiosa o, puesto que la otra parte del acuerdo había muerto, más que curiosa.

—¿Y en el caso de que él muriera?

—De eso no hablamos.

—¿Por qué?

La voz de Martucci tenía ahora un tono áspero.

—La razón me parece evidente. La gente no piensa que va a morir.

—Pero se muere —observó Brunetti.

Martucci hizo oídos sordos al comentario.

—Y ahora que el
signor
Trevisan ha muerto, ¿asumirá usted la responsabilidad del bufete?

—Si la
signora
Trevisan me lo pide, sí.

—Comprendo —dijo Brunetti y, volviendo a centrar la atención en Martucci, preguntó—: Así pues, ¿podríamos decir que ha heredado usted los clientes del
signor
Trevisan?

Era visible el esfuerzo que tenía que hacer Martucci para dominar la impaciencia.

—Siempre y cuando ellos deseen seguir confiándome sus asuntos.

—¿Y lo desean?

—Es todavía muy pronto para saberlo.

—¿Y el
signor
Lotto? —preguntó Brunetti cambiando de rumbo—. ¿Cuál era su relación, o su asociación, con el bufete?

—Era el gestor y asesor financiero —respondió Martucci.

—¿Tanto suyo como del
signor
Trevisan cuando trabajaban juntos?

—Sí.

—¿Y después de la muerte del
signor
Trevisan, el
signor
Lotto siguió en sus funciones?

—Desde luego. Conocía perfectamente la firma. Hacía más de quince años que trabajaba para Carlo.

—¿Y pensaba usted mantenerlo en el cargo?

—Por supuesto.

—¿El
signor
Lotto tenía algún derecho sobre el bufete?

—No le entiendo.

A Brunetti le pareció extraña esta incomprensión, ya que la pregunta era clara y pertinente y Martucci, en su calidad de abogado, debía entenderla.

—¿Estaba el bufete constituido en sociedad y poseía el
signor
Lotto alguna participación? —preguntó Brunetti.

Martucci no contestó inmediatamente.

—Que yo sepa, no, pero podía existir un acuerdo privado entre ellos.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Lo ignoro. El que ellos hubieran deseado establecer.

—Ya —dijo Brunetti. Entonces, en tono coloquial, preguntó—: ¿Y la
signora
Trevisan?

El silencio de Martucci indicó que estaba esperando la pregunta.

—¿Qué?

—¿Tiene ella alguna participación en la firma?

—Eso depende de los términos del testamento de Carlo.

—¿No lo redactó usted?

—No; lo hizo él personalmente.

—¿Y no tiene idea del contenido?

—Claro que no. ¿Cómo iba a tenerla?

—Pensaba que, siendo socios… —empezó Brunetti, y dejó que un ademán vago y amplio terminara la frase.

—Yo no era socio todavía, ni lo habría sido hasta principios del año próximo.

—Desde luego —recordó Brunetti—. Pero creí que, dada su relación, pudiera tener idea del contenido.

—Ninguna.

—Comprendo. —Brunetti se puso en pie—. Creo que eso es todo por el momento,
signor
Martucci. Le agradezco su colaboración.

—¿Eso es todo? —preguntó Martucci levantándose—. ¿Puedo marcharme?

—Desde luego —dijo Brunetti y, en prueba de su buena voluntad, fue a la puerta y la abrió. Después de despedirse, Martucci salió del despacho. Brunetti y Vianello esperaron unos minutos y abandonaron el edificio a su vez, para regresar a Venecia.

Cuando la lancha de la policía los dejó en el embarcadero de la
questura,
Brunetti y Vianello habían coincidido en que Martucci había parecido estar preparado para ser interrogado respecto a la
signora
Trevisan y había respondido con serenidad, pero era evidente que las preguntas sobre el difunto marido y su asociación profesional le ponían nervioso. Hacía ya mucho tiempo que Vianello trabajaba para Brunetti, y no era necesario que éste le ordenara hacer las indagaciones necesarias —vecinos, amistades, esposa— para comprobar la declaración de Martucci y obtener la confirmación de que estaba en casa la noche antes. Aún no se había hecho la autopsia, pero, a causa de los efectos del intenso calor acumulado en el interior del coche, iba a ser muy difícil determinar la hora exacta de la muerte.

Cuando cruzaban el amplio vestíbulo de la
questura,
Brunetti se paró bruscamente y miró a Vianello.

—El depósito —dijo.

—¿Cómo?

—El depósito de gasolina. Que midan cuánta queda y luego trate de averiguar cuándo lo llenó por última vez. Eso podría darnos una idea del tiempo que llevaba en marcha el motor. Quizá les ayude a calcular la hora.

Vianello asintió. Aquello quizá no permitiera afinar mucho, pero si la autopsia no daba una indicación clara de la hora de la muerte, podría servir de ayuda. Aunque, en estos momentos, no existía una necesidad imperiosa de descubrir este dato.

Vianello se fue a cumplir las órdenes, y Brunetti subió a su despacho. Antes de llegar al rellano vio a la
signorina
Elettra salir por el extremo del corredor y empezar a bajar la escalera en dirección a él.

—Oh, buenos días, comisario. El
vicequestore
ha preguntado por usted. —Brunetti se paró a verla bajar. Un chal de fina gasa color azafrán flotaba a su espalda, a impulsos de la corriente de aire cálido que ascendía por la escalera. Si la
Victoria de Samotracia
hubiera bajado del pedestal, recuperado la cabeza y descendido por la escalera del Louvre, su aspecto no hubiera sido muy distinto del que ofrecía esta joven veneciana.

—¿Hmmm? —hizo Brunetti cuando ella llegó a su altura.

—El
vicequestore.
Ha dicho que le gustaría mucho hablar con usted.

—Que le gustaría mucho —repitió Brunetti sin poder evitarlo, impresionado por la formulación del mensaje. Paola solía bromear acerca de un personaje de Dickens que era capaz de predecir la llegada de las malas noticias por la dirección del viento. Brunetti no recordaba ni el nombre del personaje ni la dirección del viento de las malas noticias, pero sabía que cuando Patta decía que «le gustaría» hablar con él, el viento venía de esa dirección.

—¿Está en su despacho? —preguntó Brunetti dando media vuelta y bajando la escalera al lado de la joven.

—Sí, señor. Y se ha pasado buena parte de la mañana hablando por teléfono. —También esto solía ser presagio de tormenta.


Avanti
—gritó el
vicequestore
Patta en respuesta a la llamada de Brunetti—. Buenos días, Brunetti —dijo al ver entrar a su subordinado—. Siéntese, por favor. Quiero hablarle de varias cosas. —Tanta cortesía, sin dar tiempo a Brunetti ni a sentarse, lo puso en guardia.

El comisario cruzó el despacho y ocupó su silla habitual.

—¿Sí, señor? —preguntó sacando la libretita del bolsillo con la intención de demostrar a Patta con este gesto la importancia que le merecía la reunión.

—Me gustaría que me dijera qué sabe sobre la muerte de Rino Favero.

—¿Favero?

—Sí, un gestor de Padua al que la semana pasada encontraron muerto en su garaje. —Patta marcó lo que él consideraba una pausa elocuente y agregó—: Suicidio.

—Ah, sí, Favero. Dicen que tenía anotado en su libreta de teléfonos el número de Carlo Trevisan.

—Estoy seguro de que en esa libreta tendría otros muchos números —dijo Patta.

—El de Trevisan estaba anotado sin el nombre.

—Ya. ¿Algo más?

—Otros números. Estamos tratando de comprobarlos.

—¿«Estamos», comisario? ¿«Estamos»? —En la voz de Patta no había más que una cortés curiosidad. Una persona que no estuviera familiarizada con el
vicequestore
sólo percibiría eso, no la amenaza latente.

—Quiero decir la policía de Padua.

—¿Y han descubierto ya de quiénes son los números?

—No, señor.

—¿Investiga usted la muerte de Favero?

—No, señor —respondió Brunetti honradamente.

—Bien. —Patta miró los papeles que tenía encima de la mesa, apartó hacia un lado la nota de un mensaje telefónico y estudió el documento que apareció debajo—. ¿Y de Trevisan? ¿Qué puede decirme?

—Ha habido otra muerte —dijo Brunetti.

—¿Lotto? Sí, ya sé. ¿Cree que existe relación?

Brunetti aspiró profundamente antes de contestar. Los dos hombres eran socios y habían sido asesinados del mismo modo, quizá con la misma arma, y Patta preguntaba si existía relación.

—Sí, señor. Creo que sí.

—Entonces creo que vale más que dedique su tiempo y energías a investigar sus muertes y deje este asunto de Favero a la gente de Padua, a quienes corresponde. —Patta apartó otro papel y miró fijamente un tercero.

—¿Algo más, señor? —preguntó Brunetti.

—No; creo que eso es todo —dijo Patta, sin molestarse en mirarlo.

Brunetti guardó la libretita en el bolsillo, se levantó y salió del despacho, un poco inquieto por la cortesía de Patta. Se paró junto a la mesa de la
signorina
Elettra.

—¿Tiene idea de con quién ha hablado esta mañana?

—No, pero hoy almuerza en Do Forni —dijo ella refiriéndose a un restaurante que había sido famoso por su cocina y ahora lo era por sus precios.

—¿Ha hecho usted la reserva?

—No, señor. Creo que una de las llamadas telefónicas debía de contener una invitación, porque me ha pedido que anulara la reserva que había hecho en Corte Sconto —dijo ella nombrando un establecimiento de coste similar. Antes de que Brunetti pudiera hacer acopio de la audacia necesaria para solicitar a una funcionaria de la policía que olvidara sus principios, la
signorina
Elettra propuso—: Si quiere, esta tarde podría llamar por teléfono para preguntar si han encontrado la agenda del
vicequestore.
Como no lleva agenda, no creo que la encuentren. Pero estoy segura de que me dirán con quién ha almorzado cuando les diga que deseo llamar a esa persona para preguntar si la ha encontrado.

—Le estaría muy agradecido —dijo Brunetti. No tenía idea de si esta información sería importante, pero a lo largo de los años, en más de una ocasión le había sido útil saber lo que hacía Patta y a quién veía, especialmente durante los esporádicos períodos en los que Patta lo trataba con amabilidad.

20

Una hora después de regresar a su despacho, Brunetti recibió una llamada telefónica de Della Corte, desde una cabina de Padua. Por lo menos, así le sonaba a Brunetti, que a veces tenía dificultades para oír lo que le decía su interlocutor, por el ruido de cláxones y motores que acompañaba a su voz por la línea.

—Hemos encontrado el restaurante en el que cenó la noche de su muerte —dijo Della Corte, y Brunetti no necesitó que el otro le aclarara que se refería a Favero.

Brunetti se abstuvo de interesarse por dónde y cómo la policía lo había averiguado, para hacer la única pregunta pertinente, la única que tenía relación con el caso.

—¿Solo?

—No —dijo Della Corte con vehemencia—. Con una mujer, unos diez años más joven. Muy bien vestida y, por lo que ha dicho el camarero, muy atractiva.

—¿Qué más? —preguntó Brunetti, consciente de lo poco que semejante descripción les ayudaría a identificarla.

—Un segundo —dijo Della Corte—. Aquí lo tengo. Unos treinta y cinco años, pelo rubio, ni corto ni largo. Estatura similar a la de Favero. Brunetti, recordando la descripción de Favero que se hacía en el informe de la autopsia, se dijo que debía de ser muy alta—. El camarero no la oyó hablar mucho, pero parecía tan refinada como la ropa que llevaba. Por lo menos, eso ha dicho.

—¿Dónde estaban?

—En un restaurante que hay cerca de la universidad.

—¿Cómo lo han averiguado?

—Ninguno de los que trabajan allí lee
Il Gazzettino,
por lo que no vieron la foto de Favero cuando apareció la noticia de su muerte. El camarero no la ha visto hasta esta mañana, cuando ha ido a cortarse el pelo, al hojear periódicos atrasados. Ha reconocido a Favero y nos ha llamado. Acaban de informarme y todavía no he hablado con él. He pensado que quizá quisiera usted acompañarme.

—¿Cuándo?

—Siendo un restaurante, ¿qué le parece la hora del almuerzo?

Brunetti miró su reloj. Eran las once menos veinte.

—Tardaré media hora en llegar a la estación y tomaré el primer tren. ¿Podría usted esperarme a la llegada?

—Allí estaré —dijo Della Corte, y colgó.

Allí estaba, esperando en el andén, cuando el tren entró en la estación de Padua. Brunetti se abrió paso entre la muchedumbre de estudiantes que se agolpaban en el andén, para subir al tren en cuanto se abrieran las puertas.

BOOK: Muerte y juicio
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