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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (17 page)

BOOK: Muerte y juicio
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Rondini empezó a rascarse la barba distraídamente.

—Entonces fui a ponerme otra vez el bañador, pero el otro me lo quitó. —Rondini calló.

—¿Qué pasó entonces?

—Me levanté.

—¿Y?

—Entonces ellos extendieron una denuncia por exhibicionismo.

—¿Y usted no se lo explicó?

—Sí.

—¿Y?

—No me creyeron.

—¿Y su hermano?

—Todo ocurrió en menos de cinco minutos. Cuando él volvió, los policías ya habían extendido la denuncia y se habían marchado.

—¿Qué hicieron ustedes?

—Nada —dijo Rondini mirándole a los ojos—. Mi hermano me dijo que no me preocupara, que si el asunto seguía adelante me lo notificarían.

—¿Y no le notificaron?

—No. Por lo menos, yo no me enteré. Dos meses después, un amigo me llamó para decirme que había visto mi nombre en el
Gazzettino
de aquel día. Había habido una especie de proceso legal, pero yo no recibí ninguna notificación. Ni multa, ni nada. No supe nada de nada hasta que me comunicaron que había sido declarado culpable.

A Brunetti no le parecía extraño. Una falta como ésta podía muy bien haberse escabullido por las rendijas del sistema judicial, y un hombre podía verse condenado sin haber sido acusado formalmente. Lo que no comprendía era por qué Rondini le hablaba de ello ahora.

—¿Ha solicitado que fuera revocada la decisión?

—Sí, pero me dijeron que ya era tarde, que hubiera tenido que solicitarlo antes del proceso. No fue un juicio propiamente dicho. —Brunetti asintió. Estaba familiarizado con aquel sistema de tratar las faltas leves—. Y eso hace que ahora tenga antecedentes penales. Estoy convicto de un delito.

—De una falta —rectificó Brunetti.

—Pero convicto —insistió Rondini.

Brunetti ladeó la cabeza y alzó las cejas en una expresión que quería ser a la vez escéptica y displicente.

—No creo que tenga usted razones para preocuparse,
signor
Rondini.

—Es que voy a casarme —dijo Rondini dejando completamente desconcertado a Brunetti con su respuesta.

—Perdone, pero no entiendo.

Con voz átona, Rondini explicó:

—Mi novia. No quiero que su familia se entere de que fui acusado de exhibicionismo en una playa frecuentada por homosexuales.

—¿Lo sabe ella? —preguntó Brunetti.

Vio que Rondini iba a decir algo y rectificaba.

—No; cuando aquello ocurrió, yo no la conocía, y no he encontrado el momento de decírselo. Ni la manera. Para mi hermano y sus amigos es una especie de chiste, pero no creo que a ella le hiciera gracia. —Rondini se encogió de hombros, aceptando con resignación la mentalidad de su futura—. Y, a su familia, menos todavía.

—¿Y usted viene a verme por si yo pudiera hacer algo?

—Sí. Elettra me ha hablado mucho de usted, dice que aquí, en la
questura,
tiene mucha influencia. —La voz de Rondini denotaba profunda deferencia y, lo que era peor, también esperanza.

Brunetti se encogió de hombros rechazando el cumplido.

—¿Qué ha pensado usted?

—Necesito dos cosas —empezó Rondini—. Primera, que cambie usted mi ficha —y añadió atajando la objeción de Brunetti—: Estoy seguro de que podrá hacer algo tan simple como eso.

—Eso significa alterar un documento oficial —dijo Brunetti con una voz que pretendía ser severa.

—Dice Elettra que eso es… —empezó de nuevo Rondini, pero se interrumpió inmediatamente.

Brunetti temía pensar cómo hubiera podido terminar la frase.

—Puede tratarse de una de esas cosas que parecen mucho más fáciles de lo que son.

Rondini lo miró entonces con audacia, su objeción era implícita pero evidente.

—¿Puedo decirle cuál es la otra cosa?

—Adelante.

—Necesito una carta en la que se haga constar que la denuncia obedeció a un error y el caso fue sobreseído. No estaría de más que en la carta se me pidieran disculpas por los perjuicios.

Brunetti, tentado de rechazar la petición, preguntó:

—¿Para qué, esa carta?

—Para enseñarla a mi novia. Y a su familia, si llegaran a enterarse.

—Pero, si se modifica la ficha, ¿qué falta hace la carta? —preguntó Brunetti e inmediatamente rectificó—: Es decir, suponiendo que pueda modificarse.

—No se preocupe por la ficha,
dottore
—Rondini habló con tanta autoridad que Brunetti no pudo menos que recordar que trabajaba en la central informática de la SIP, y pensó también en la cajita rectangular que la
signorina
Elettra tenía en la mesa.

—¿Y quién tendría que firmar la carta?

—Me gustaría que la firmara el
questore
—empezó Rondini, pero agregó rápidamente—: Aunque me hago cargo de que eso va a ser imposible. —Brunetti observó que, a la primera señal de que habían llegado a un acuerdo y no quedaba sino resolver los detalles, las manos de Rondini habían dejado de moverse. Ahora estaban quietas en su regazo y todo él parecía más relajado.

—¿Bastaría la carta de un comisario?

—Sí, creo que sí.

—¿Y lo de borrar el expediente de nuestros archivos?

Rondini agitó una mano.

—Un día. Dos.

Brunetti prefería no saber cuál de los dos, Rondini o Elettra, lo haría, y no preguntó.

—Dentro de unos días, comprobaré si hay algún expediente a su nombre.

—No lo habrá —le aseguró Rondini, pero no había arrogancia en su voz, nada más que certeza objetiva.

—Cuando me cerciore escribiré la carta.

Rondini se puso en pie. Extendió la mano por encima de la mesa de Brunetti y dijo:

—Si en algo puedo serle útil, comisario, lo que sea, no tiene más que recordar dónde trabajo. —Brunetti lo acompañó hasta la puerta y, cuando su visitante se hubo marchado, bajó a hablar con la
signorina
Elettra.

—¿Todo arreglado? —preguntó ella al ver acercarse al comisario.

Brunetti no sabía si ofenderse por la naturalidad con que ella daba por descontado que él tenía que acceder con tanta facilidad a modificar los archivos oficiales y escribir cartas absolutamente fraudulentas.

Optó por la ironía.

—Me sorprende que se haya molestado usted en hacerle hablar conmigo. Que no resolviera el asunto directamente usted misma.

Ella le obsequió con una sonrisa rutilante.

—Lo pensé, desde luego, pero me pareció que sería preferible que hablaran ustedes.

—¿De alterar los archivos? —preguntó él.

—Oh, no, eso podíamos hacerlo Giorgio o yo en un minuto —dijo ella en tono desdeñoso.

—Pero, ¿no existe un código secreto que impide el acceso no autorizado a nuestros ordenadores?

Ella vaciló un momento antes de contestar.

—Hay un código, sí, pero no muy secreto.

—¿Quién lo conoce?

—Ni idea, pero sería muy fácil descubrirlo.

—¿Y utilizarlo?

—Probablemente.

Brunetti prefirió no ahondar en esto.

—¿De la carta entonces? —preguntó, suponiendo que ella estaba al corriente de la petición de Rondini.

—Tampoco,
dottore.
También hubiera podido escribirla yo. Me ha parecido que sería preferible que se conocieran, para que él comprenda que usted está dispuesto a ayudarle.

—¿Por si necesitamos más información de la SIP? —preguntó él, ya sin ironía.

—Exactamente —dijo ella, sonriendo con verdadera satisfacción al ver que el comisario empezaba a comprender el intríngulis de las cosas.

19

Todo recuerdo del
signor
Rondini se borró de la mente de Brunetti por efecto de la noticia que, a la mañana siguiente, lo hizo salir corriendo del cuarto de baño a medio afeitar. Ubaldo Lotto, hermano de la viuda de Carlo Trevisan, había aparecido muerto en su coche, aparcado en una carretera secundaria entre Mestre y Mogliano Veneto. Al parecer, había recibido tres disparos a quemarropa, hechos por una persona que debía de estar sentada a su lado, en la parte delantera del coche.

El cadáver había sido descubierto alrededor de las cinco de la mañana por un vecino de la zona que, obligado a circular despacio por el barrillo que cubría el firme después de la lluvia de la noche, al sortear el coche grande parado a un lado de la carretera, había visto algo alarmante: el conductor caído sobre el volante, con el motor en marcha. El hombre se había apeado y mirado al interior del vehículo y, al ver la sangre encharcada en el asiento, había llamado a la policía. Los agentes habían acordonado la zona y buscado huellas del asesino o asesinos. Había señales de que otro coche se había parado detrás del de Lotto, pero la copiosa lluvia de otoño había borrado las marcas de los neumáticos. El policía que abrió la puerta tuvo una arcada, provocada por el olor a sangre y a sustancia fecal mezclado con un perfume penetrante, que dedujo sería del
aftershave
de la víctima, todo ello potenciado por la calefacción del coche, que había funcionado a tope durante las horas que Lotto llevaba muerto, abrazado al volante. El equipo del laboratorio inspeccionó los alrededores del coche y, cuando éste fue remolcado al garaje de la policía de Mestre, realizó un minucioso examen del vehículo para extraer y clasificar las fibras, cabellos y partículas que pudieran suministrar información sobre la persona que se hallaba sentada al lado de Lotto cuando éste murió.

El coche ya había sido retirado cuando Brunetti y Vianello llegaron a la escena del asesinato, en un vehículo de la policía de Mestre. Desde el asiento trasero, lo único que podían ver era una estrecha carretera y árboles que aún goteaban a pesar de que no llovía desde el amanecer. En el garaje de la policía vieron un Lancia granate, con unas manchas en el asiento del conductor que iban tomando poco a poco el mismo color que la carrocería. Y en el depósito de cadáveres encontraron al hombre que había sido llamado para identificar el cadáver y que no era otro que Salvatore Martucci, el socio superviviente del bufete de Trevisan. Una rápida mirada y una leve inclinación de cabeza de Vianello indicaron a Brunetti que éste era el hombre que había hablado con él y que tan poco pesar había exteriorizado después del asesinato de Trevisan.

Martucci era delgado, huesudo y más alto que la mayoría de los meridionales, y su pelo, que llevaba muy corto, era de un rubio rojizo, características que hacían presumir entre su ascendencia a miembros de las hordas invasoras normandas que habían barrido la isla a lo largo de la Historia y cuya herencia aún podía descubrirse, al cabo de los siglos, en los ojos verdes y penetrantes de muchos sicilianos y en los giros franceses que subsistían en su dialecto.

Cuando Vianello y Brunetti llegaron, Martucci salía del depósito. Ambos pensaron que a aquel hombre le faltaba muy poco para parecer un cadáver más. Unas ojeras muy pronunciadas, casi moradas, acentuaban la terrible palidez de su cara.


¿Avvocato
Martucci? —lo abordó Brunetti.

El abogado lo miró sin dar señales de verlo, luego se volvió hacia Vianello, al que pareció reconocer, aunque quizá lo único familiar fuera el uniforme azul.

—¿Sí?

—Soy el comisario Guido Brunetti. Deseo hacerle unas preguntas acerca del
signor
Lotto.

—No sé nada —respondió Martucci. Aunque hablaba con voz monótona, se advertía el acento siciliano.

—Comprendo que éstos deben de ser momentos muy difíciles para usted,
signor
Martucci, pero debemos hacerle ciertas preguntas.

—No sé nada —repitió Martucci.


Signor
Martucci —dijo Brunetti, manteniéndose firme al lado de Vianello, cerrando el corredor—, debo advertirle que, si no habla usted con nosotros, no tendremos más remedio que hacer las mismas preguntas a la
signora
Trevisan.

—¿Qué tiene Franca que ver con esto? —preguntó Martucci, levantando la cabeza con brusquedad y asaeteando a Brunetti y Vianello con la mirada.

—La víctima era su hermano y, hace menos de una semana, su marido murió en circunstancias parecidas.

Martucci desvió la mirada mientras reflexionaba. Brunetti sentía curiosidad por descubrir si Martucci cuestionaría aquella similitud pretendiendo que no significaba nada. Pero el hombre dijo tan sólo:

—Está bien, ¿qué quieren saber?

—Vale más que hablemos en un despacho —dijo Brunetti, que ya había preguntado al forense si podía utilizar el de su ayudante.

Brunetti dio media vuelta y echó a andar por el corredor, seguido por Martucci y Vianello, que cerraba la marcha y que aún no había abierto la boca ni demostrado que ya conocía al abogado. Brunetti abrió la puerta del despacho y la sostuvo mientras entraban los otros dos. Cuando los tres hombres estuvieron sentados, Brunetti dijo:

—Me gustaría que nos dijera dónde estuvo usted anoche,
signor
Martucci.

—No veo la necesidad —respondió Martucci con una expresión más de confusión que de resistencia.

—Tenemos que saber dónde estaban anoche todas y cada una de las personas que conocían al
signor
Lotto. Como usted no ignora, es información imprescindible en cualquier investigación de asesinato.

—Estaba en casa —respondió Martucci.

—¿Había alguien con usted?

—No.

—¿Está usted casado,
signor
Martucci?

—Separado.

—¿Vive solo?

—Sí.

—¿Tiene hijos?

—Sí. Dos.

—¿Viven con usted o con su esposa?

—No creo que esto tenga que ver con Lotto.

—Por el momento,
signor
Martucci, quien nos interesa es usted —respondió Brunetti—. ¿Sus hijos viven con su esposa?

—Sí.

—¿Es la suya una separación judicial, previa a un divorcio?

—No lo hemos discutido.

—¿Podría ser un poco más explícito,
signor
Martucci? —preguntó Brunetti, aunque era una situación muy frecuente.

La voz de Martucci tenía la plena calma de la veracidad.

—A pesar de ser abogado, me aterra la idea de pasar por un proceso de divorcio. Mi esposa se opondría a cualquier intento mío de obtenerlo.

—¿Y nunca han hablado de ello?

—Nunca. Conozco a mi mujer lo suficiente como para saber cuál sería su respuesta. Ella nunca consentiría, y no existen motivos por los que yo pudiera solicitar el divorcio. Si lo hiciera contra su voluntad, ella se quedaría con todos mis bienes.

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