Pero ninguno de los arriba mencionados está obsesionado con el misterio. La gente de la calle se halla inmersa en su lucha cotidiana para garantizarse comida y techo, los comerciantes están ocupados en sus cosas, con las hordas de turistas que llegan a la ciudad, y los policías... bueno, los policías están ocupados vigilando la inusual afluencia de moteros que han invadido Laguna. Los agentes siempre temen que se produzca un posible enfrentamiento entre las bandas de moteros y la numerosa comunidad gay de la ciudad, lo que les plantearía un doble dilema:
a
) cómo separarlos, y
b
) a quiénes apoyar.
También están un poco alucinados por el aumento inusual de coches cargados de mexicanos. Los policías de Laguna llaman a sus colegas de Newport Beach (tipos que preguntan hastiados por qué coño los molestan) y a sus colegas más insulsos de la diminuta Dana Point, que han observado nerviosos el mismo fenómeno.
De modo que la gente de la calle está ocupada, los comerciantes están ocupados, los policías están muy ocupados, y la única persona obsesionada con la aparente desaparición de One Way es el Monje, quien tiene su propia explicación.
Paranoica, por decirlo de alguna manera.
Lo que el Monje piensa mientras va de un lado a otro de la ciudad sin encontrar a One Way es que Bobby está detrás de todo. Bobby se puso en contacto con el chiflado y le dijo que difundiera el rumor de su regreso solo para acojonarlo a él, y ahora One Way está escondido en alguna parte a instancias de Z, cómplice de una conspiración tan diabólica que el Monje no alberga la menor esperanza de desentrañarla antes de que acaben con él.
De manera que está ansioso por encontrar a One Way y arrancarle la verdad antes de que sea demasiado tarde. Pero no lo puede encontrar y empieza a acojonarse. Es como si Bobby estuviera en todas partes y lo viera todo. El Monje empieza a pensar en el cuchillo que le rebotó en la espalda en el zoo, y en que Bobby voló luego por los aires y desapareció.
Y empieza a perder la chaveta pensando que jamás podrá acabar con Bobby Z. Mientras continúa dando vueltas, la pierde más y más, y al final va a una cabina pública y mete una moneda.
En el teléfono, empieza a farfullar una mierda incoherente acerca de que One Way está escondido con Bobby Z.
La verdad es que One Way sí está escondido.
Está acurrucado en una cueva de la playa y se tapa los oídos con las manos, porque el oleaje no para de hablarle. El oleaje no calla, y la luz del sol que se refleja en la superficie irregular de la pared de la cueva compone rombos cambiantes ante sus ojos, como diamantes.
Lo que el oleaje le está diciendo es horripilante. Le está chillando que Bobby Z está en peligro. En peligro de muerte, y One Way ha de advertirle.
Pero One Way está acurrucado en la cueva, escondido de los enemigos de Bobby Z para no ser capturado antes de poder declamar su jeremiada, y está llorando. Llora de frustración y de miedo a un descalabro monumental.
Llora porque ha de encontrar a Bobby Z y rescatarlo, pero no sabe dónde está.
Kit está cabreado porque Tim se marcha.
—Solo será un rato —le dice al crío, que se esfuerza por reprimir las lágrimas—. Elizabeth se quedará contigo.
—Te vas —insiste Kit.
—Volveré enseguida. He de hablar con un tipo.
Kit niega con la cabeza y cierra los ojos.
—Venga —dice Tim—. Tú y Elizabeth lo pasaréis bien.
Esta vez sus lágrimas se derraman.
—¿Por qué no puedo acompañarte? —pregunta.
Porque es demasiado peligroso, piensa Tim, pero no quiere asustarlo. Ya ha oscurecido. Han cenado y seguido la rutina de ver un poco de tele, luchar en el suelo y leer uno o dos cómics. Después acuestan a Kit y Tim confía en poder salir a hurtadillas, pero con esa percepción extrasensorial de los críos, Kit se despierta y está muy disgustado. Además, Tim no quiere asustarlo.
—Son cosas de adultos —dice Tim.
—¡Puedo ayudarte!
—Probablemente.
—¡Te ayudé en el zoo! ¿Quién se llevó el dinero?
—Tú. Eres mi hombre.
—Entonces, ¿por qué no puedo ir contigo? —insiste Kit, rodeando el cuello de Tim y abrazándole fuerte.
Él masajea la espalda del chaval unos segundos y le susurra al oído: «Volveré pronto», antes de liberarse de sus brazos y entregárselo a Elizabeth. Kit hunde la cara en el cuello de la mujer y llora.
—Volveré enseguida —dice Tim en voz baja.
Elizabeth asiente y abraza al niño. Tim mira sus ojos verdes y detecta cierta tristeza en ellos.
Sufre por Kit, piensa. Y yo también, pero debo hacer esto.
En la cocina, comprueba el cargador de la pistola y se mete el arma en la cintura del pantalón, por la parte de atrás. Después sube al coche y sigue las instrucciones de Elizabeth para llegar a esa cueva en la que se encontraban todos de pequeños. Aparca en una silenciosa calle lateral frente a la carretera y baja unos viejos peldaños de hormigón que descienden en curva hasta la playa. Le da la impresión de que hay millones de escalones, pero está nervioso y angustiado, de modo que debe de ser una falsa impresión. Los peldaños terminan con brusquedad ante un gran fragmento de hormigón roto, y ha de dar un pequeño salto para bajar a la arena.
La playa es una estrecha franja situada en la base de un empinado montículo de piedra arenisca. La luz de la luna le basta para ver por dónde va; se refleja en el agua y hace brillar las grandes rocas que se hallan más allá de donde rompen las olas.
El lugar parece desierto. Son casi las once y la playa está oficialmente cerrada, pero Tim había esperado encontrar a unas cuantas parejas con ganas de follar y a algún que otro borracho. Pero todo está tranquilo.
Y a Tim no le gusta. Cuando cae en la cuenta de que sería un blanco fácil para alguien sentado en el montículo con un visor nocturno, se siente expuesto, así que busca un sendero en el borde de la pendiente que lo aleje del ángulo de tiro, en caso de que el Monje le haya tendido una trampa.
Ha sido muy mala idea citarnos en esa cueva, piensa ahora. No puedo culpar a Elizabeth, porque ella no tiene experiencia en estas cosas, pero, sea como sea, las rutas de acceso al lugar del encuentro son demasiado peligrosas, demasiado expuestas. Ha sido una idea mala de cojones.
Pero ya es demasiado tarde.
Sigue el sendero hasta que termina en una diminuta franja de arena. Tiene la cueva delante.
Es más grande de lo que pensaba, tiene el ancho de unos diez hombres uno al lado de otro y al menos tres metros de altura en el punto más elevado, parece un cuenco grande. Ve el tenue destello de una linterna y la sombra de una persona. Tim saca el arma, la sujeta al costado y entra. Sus pisadas hacen crujir las pequeñas piedras que constituyen el suelo de la caverna.
—¿Bobby?
Es la voz del Monje.
Tim no contesta. No quiere que su «sí» sea respondido con una bala en el pecho.
—¿Bobby? ¿Eres tú?
Tim espera a que sus ojos se adapten a la tenue luz del interior de la cueva. Espera hasta distinguir con claridad al Monje, y, por lo que puede ver, está solo. De pie en la cueva, con una linterna en una mano y una bolsa de gimnasio a los pies.
—Hola, Monje.
—Me alegro de verte, Bobby —dice el otro, y se adelanta con los brazos abiertos para darle uno de esos abrazos de machotes.
Tim levanta el arma.
—Ni hablar —dice, y niega con la cabeza.
—Oh, Bobby —dice el Monje, ofendido y decepcionado—. Te has vuelto paranoico, viejo amigo.
—¿Cuál es el problema con Don Huertero?
—No sé nada de eso. Pregunté, investigué, hablé con todos nuestros distribuidores.
Nada
.
—Di buenas noches, Monje.
Tim le apunta con el cañón entre los ojos.
Las rodillas del otro empiezan a entrechocar, y Tim piensa que es una suerte para el Monje no haber estado nunca en el trullo, porque se habría convertido en la puta de todos, tío. Es la novia de todos, y Tim se da cuenta de que, si sabe la verdad, va a escupirla.
—Me jodiste, Monje —dice—. Me jodiste con Huertero.
—Eso no fue así, Bobby.
Pero lo dice con voz queda y frágil.
—¿También me la pegaste con los tais? ¿Para que me empapelaran en Bangkok?
—Bobby...
—¿Has visto alguna vez una cárcel tai por dentro, viejo amigo? —insiste él—. No es como estar en la playa.
—Bobby, yo...
—Será mejor que hagas las paces con Dios —lo interrumpe Tim, mientras empieza a apretar el gatillo—, porque esto se acabó, Monje.
El tipo se acojona. Cae de rodillas y empieza a rezar.
—Oh, Dios mío, lamento de todo corazón haberte ofendido, y me arrepiento de todos mis pecados, no por temor al fuego del infierno, sino porque...
Esta no es la confesión en la que Tim estaba pensando, de modo que apoya la pistola contra la frente de Monje.
—Habla conmigo.
El Monje levanta la vista con los ojos abiertos de par en par.
—Yo cogí el dinero, Bobby. Cogí el dinero de Huertero y pacté con la policía de Tailandia para que detuvieran a sus hombres después de que recogieran la droga. Me repartí el botín con los tais, pero no te delaté, Bobby, lo juro.
—¿Por qué, tío? ¿Por qué? —le pregunta Tim. Como si de repente creyera de verdad que es Bobby y se sintiera herido. ¿Por qué el Monje tuvo que cagarla?—. ¿No tenías bastante, tío?
—Codicia, Bobby —contesta el Monje con tristeza—. El peor de los siete pecados capitales.
—Al menos podrías haberlo repartido conmigo.
—Quería que pudieras alegar denegación.
A saber qué coño significa eso, piensa Tim. Bueno, al menos ahora sabe cuál es el problema, y tal vez pueda solucionarlo.
—¿Cuánto le debemos a Huertero? —pregunta.
—Tres millones.
—¿Los tenemos?
El Monje aún sigue sorbiendo por la nariz, pero se encoge de hombros y dice:
—Por supuesto.
—¿Podemos disponer de tres millones en metálico?
A Tim le tiembla la voz, porque eso es muy diferente de robar televisores y licores.
—Sí —contesta el Monje.
—¿Dónde?
—En el barco.
—¿En el barco? —repite Tim. Pero no quiere preguntar qué barco, porque al parecer debería saberlo—. ¿Dónde está el barco ahora?
—En el puerto de Dana Point.
El Monje se pone a rezar de nuevo, pero Tim no le escucha. Está pensando en si podrá apoderarse del dinero, ponerse en contacto con Huertero, devolverle lo que le debe y poner punto final a todo aquello. Con pasta suficiente para empezar otra puta vida en otro sitio.
Es decir, si podrá solucionar el asunto sin cagarla.
Intenta pensar en cómo hacerlo, cuando el Monje termina de rezar.
—¿Qué vas a hacer, Bobby? —pregunta.
—¿Tú qué coño crees? —replica Tim, irritado—. Voy a intentar hacer las paces con Don Huertero.
—Me refiero a mí.
Buena pregunta, piensa Tim. Sabe que debería preguntarle el nombre del barco y después liquidarlo. O sea, si aquello fuera el trullo y no liquidara a un tipo que había hecho lo que el Monje, perdería el respeto de los demás para siempre.
—Di la verdad, Monje. ¿Fuiste tú el que me tendió la trampa en el zoo?
—Sí —grazna el otro.
—¿Por voluntad propia u obedeciendo órdenes? La verdad.
—Por voluntad propia —contesta el Monje en voz baja.
Tim nota que el cuerpo se le tensa a la espera de lo inevitable.
—Joder, tío.
—Lo sé —susurra el Monje—. Tengo el alma de un Judas. Dios existe, ¿verdad, Bobby?
—Supongo.
—Estoy preparado, Bobby. Gracias por concederme tiempo para poner en orden mis asuntos espirituales.
—Claro.
Tim baja la pistola.
—Recoge la bolsa y camina —le ordena—. Vamos, levántate.
—¿En serio, Bobby?
—Llévame al barco. Venga, Monje, muévete.
—¿Quieres que pase yo delante?
—No te ofendas, pero no me siento cómodo contigo detrás.
Le indica que se adelante, y el larguirucho hombre recoge la bolsa de gimnasia y echa a andar.
Lo curioso es que las rodillas le empiezan a entrechocar de nuevo.
A Tim le extraña, pero lo atribuye al alivio que siente, hasta que una ráfaga de balas alcanza al Monje de lleno y el tipo cae de bruces en la arena.
Tim ni siquiera piensa en recoger la bolsa de gimnasia, se tira al suelo y vuelve a entrar arrastrándose en la cueva cagando hostias.
Al instante sabe por qué entrechocaban las rodillas del Monje. Esperaba que fuera él quien saliera primero de la cueva. Con la bolsa de gimnasia.
El alma de un Judas.
Tim pierde unos segundos preguntándose cuál de sus enemigos está ahí fuera, y después decide que da igual, porque dentro de unos segundos vendrán a recoger el trofeo, comprobarán que se han equivocado y entrarán en la cueva.
Citarse allí, vuelve a pensar Tim, fue una idea de mierda.
¿Cómo coño escapar?, se pregunta. Siempre el mismo dilema. En parte, tiene ganas de salir disparando a todo bicho viviente. Está cabreado, porque ya tenía lo que quería, pero si va a salir quiere hacerlo como Butch y Sundance, tío. A pecho descubierto y lanzando una andanada de fuego.
Eso es lo que siente acumulándose en su interior, pero entonces recuerda que le dijo a Kit que volvería, así que aparca toda su rabia y empieza a abrirse paso a tientas hacia el fondo de la cueva para comprobar si hay otra salida.
Se siente como un gallina cuando se arrastra hacia la parte posterior de la cueva, que parece muy sólida, y le da la impresión de que al final la cosa sí va a acabar como lo de Butch y Sundance. Pero entonces distingue una rendija de luz de luna.
En la pared de la cueva hay una grieta, pero no lo bastante ancha para pasar. Se mete de costado y nota agua fría y salada cubriéndole los zapatos, y entonces se queda atascado.
Cojonudo, piensa. Bien podría ser la cagada más humillante de todas las cagadas de Tim Kearney. Toca el lado de la pared con un zapato y encuentra un punto de apoyo. Se mete la pistola en los pantalones, adelanta el otro pie, extiende los brazos y descubre que la pared de la cueva se inclina hacia delante y que puede avanzar haciendo presión en ella con las manos, al tiempo que arrastra los pies hacia delante.
No obstante, le lleva tiempo y no sabe si le queda mucho, porque oye una voz furiosa en la playa.