Muerte y vida de Bobby Z (27 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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—No sé...

—Y la mataste.

Tim no entiende nada.

—Y sí —prosigue Don Huertero—. Pagarás tu deuda.

Y se lanza a contarle la historia de Angelica Huertero de Montezón.

72

El tesoro de su padre, su única hija.

Ningún varón que continúe la estirpe, la única tristeza de Huertero, pero entonces llegó Angelica, su ángel, nacida para casarse con algún joven hidalgo y perpetuar la sangre, ya que no el apellido.

Una hermosa niña, su ángel, con el pelo tan suave y negro como una noche de Sonora y ojos con el más puro brillo de las estrellas. Una sonrisa que era como el sol, y una risa que hacía cantar al aire.

Una hermosa niña.

A medida que crecía, su Angelica iba desarrollando la empecinada voluntad de su padre en lugar de la dócil conformidad de su madre. Lo enfurecía, pero también se sentía orgulloso de su fuerte y testaruda voluntad, y tenía que admitir que no podía negarle nada. Ni juguetes ni muñecas, ni joyas ni amigos, ni caballos peligrosos ni hombres peligrosos.

Intentó mantenerla alejada de sus negocios, pero ¿cómo darle las riquezas que ganaba sin exponerla a las sórdidas sombras? De haber sido más conformista, menos enérgica, tal vez habría logrado mantenerla encerrada en la hacienda, para que aprendiera las artes domésticas. Pero Angelica tenía carácter. Había heredado el espíritu orgulloso de un hidalgo, de incontables generaciones de conquistadores, y había nacido para cabalgar y deambular, y él era consciente de ello.

Al igual que con un caballo fogoso, uno intenta guiar. Deja que corra, pero le elige los campos por los que hacerlo, lo mismo que intentaba elegirle los amigos. Le gustaban Elizabeth y Olivia, aunque procedían del submundo de la droga. Al fin y al cabo eran cortesanas, ¿no? Sofisticadas chicas universitarias, lo bastante listas para llevarse bien con Angelica, lo bastante leales para protegerla.

¿Acaso no había él catado a Elizabeth? Se había acostado con ella y había sentido su energía. La había recompensado con un generoso estipendio y una misión secreta. Los días de las carabinas ancianas y vestidas de negro habían pasado a la historia, lo sabía, pero quizá Elizabeth pudiese vigilar a Angelica. Ser la carabina de aquella chica moderna en aquellos tiempos modernos.

Las tres deambularon por el mundo. Tres enérgicas señoritas ricas y de buena familia, pero aquella época era diferente, más libre, y habría que ser imbécil para no reconocer esa realidad.

Y Huertero le había dicho, a su ángel, a su niña revoltosa, que podía disfrutar de unos años desenfrenados. Sus fiestas, sus bailes, sus incursiones en las tiendas. Podía embarcarse en cruceros, comprar en París, bailar en Río, flirtear de club en club en Cap Ferrat, Cannes, Manhattan, Los Ángeles.

Podía jugar a ser una princesa anglosajona, pero en el fondo tenía que seguir siendo latina. Debía permanecer virgen hasta el matrimonio, hicieran lo que hiciesen sus disolutas amigas anglosajonas.

Y el hombre que se casara con ella había de ser mexicano. Un mexicano, no un odiado yanqui.

Y entonces Angelica conoció a Bobby Z.

Nunca le perdonó eso a Elizabeth. Nunca más volvió a aceptarla del todo, porque ella tendría que haberlo impedido. O al menos acudir a él para que lo impidiera.

Habría perdonado a su hija. Habría recogido a su ángel caído, pese a haber sido mancillada, y se la habría llevado a casa. Sus esperanzas de un buen matrimonio hechas añicos por la caída de su niña voladora, pero aun así la habría acogido y habrían podido pasar el resto de sus vidas juntos, como los últimos miembros de su familia.

Supo que las tres chicas constituían el harén de Bobby Z. Elizabeth, la pobre e imbécil drogadicta de Olivia, y sí, Angelica.

Pero, de las tres, solo su hija se enamoró. Solo Angelica tuvo la trágica pureza de corazón de enamorarse perdidamente. Fue la única que no pudo entregarse a un hombre sin entregarse realmente a un hombre.

—Tú la destruiste —le dijo a Tim.

Él negó con la cabeza.

—La utilizaste como un hombre utiliza a una puta, y después la abandonaste —prosiguió Huertero—. Su corazón se rompió, su espíritu se rompió, su alma se rompió. Intenté llegar a ella, pero Angelica sabía que no era la chica que yo había criado. No podía mirarme a la cara porque había sido humillada por ti. No podía mirarme a los ojos.

»Y después desapareció. Se alejó de mí. Seguí su rastro hasta Los Ángeles, hasta Nueva York, hasta Europa. Durante meses. Pero había desaparecido.

»¿Por qué?, me preguntaba. ¿Por qué? Llamé a Elizabeth y por fin supe la verdad de lo que habías hecho. Supe que la habías poseído. Utilizado, jugado con ella, convencido de que la amabas, y que después la abandonaste. La dejaste tirada como si fuera basura, y así se sentía ella. No me extraña que no fuera capaz de mirarme a la cara. ¿Y tú me hablas de dinero?

Tim se preparó para la patada, que no llegó. Se dio cuenta de que Huertero estaba demasiado ensimismado para pegarle. Eso llegaría después.

—Cuando la encontraron estaba en Creta —dijo el hombre en voz baja—. Murió de una sobredosis de heroína. ¿Te imaginas una forma mejor de castigar a su padre que morir de una sobredosis de caballo mexicano? Aún puedo verla tendida en aquel frío suelo de piedra. Rodeada por su propio vómito, por su propia mierda. Veo eso cada vez que cierro los ojos, desde hace seis interminables años. Durante todo ese tiempo me he preguntado por qué. Entonces descubrí que habías sido tú.

Saca una pistola de la chaqueta de seda.

Tim se encoge cuando el frío metal toca la parte delantera de su cráneo.

—Mírame —dice Huertero.

Tim levanta la vista. Intenta reprimir los temblores, pero no lo consigue.

Da un respingo al oír el sonido del percutor al amartillarse.

—Nos veremos en el infierno, Bobby Z —dice Huertero.

Tim ve cómo el dedo del hombre empieza a apretar el gatillo.

Hazlo, piensa.

Hora Cero.

Se acabó.

Hazlo.

Oye los suaves sollozos de Elizabeth.

Espera el último big bang.

Cierra los ojos y ve la sonrisa de Kit.

73

La vida no ha sido buena para el capullo de Wayne LaPerriere.

Como si tuviera un saldo deudor en el banco del karma, pero nunca pensó que acabaría así.

Como un puto camarero del servicio de habitaciones en el puto Ritz-Carlton.

La idea era controlar a aquellos imbéciles demasiado estúpidos como para dejar sus objetos de valor en la caja fuerte de recepción. Es humillante eso de llevar tortillas a las finas hierbas y fetuccine con salmón ahumado a capullos ricos, que a veces ni siquiera se toman la molestia de parar de follar cuando él entra a dejar la bandeja en la sala, pero remunerativo cuando cae una buena propina. Y a veces consigue ver alguna teta o un coño, y en una ocasión hasta pensó que iba a echar un polvo, pero el pichafloja del marido entró en la habitación resollando.

Así que no le iba tan mal, pero esa mañana en concreto el capullo de Wayne LaPerriere casi se ha quedado de pasta de boniato cuando ha ido a llevar un café y un cruasán matutinos y ha visto a Tim Kearney.

La última vez que Wayne lo había visto fue cuando lo recogió a la salida del talego y asaltaron un Gas n’Grub de camino a un bar, donde se emborracharon y los detuvieron. Y lo que hizo Wayne entonces fue subirse al carro que el detective le ofrecía, decir que era Tim quien llevaba la pistola y escapar con una condena de nueve meses.

La última persona a la que Wayne desea ver en el puto mundo es a Tim Kearney, de quien ha oído decir que está hundido en la mierda hasta el cuello, después de haberse cargado a un enorme Ángel del Infierno llamado Stinkdog en el patio. Pero en cambio ahí está, en el puto Ritz-Carlton, real como la vida misma.

Con el pelo más largo y unos cuantos kilos de más, pero es Kearney, y Wayne desliza la mano bajo la servilleta de hilo en busca del cuchillo.

Pero Tim no lo reconoce.

El capullo de Wayne LaPerriere no puede creerlo, pero aquel arrogante hijo de puta no reconoce a su mejor amigo. Se limita a proyectar la barbilla hacia delante y decir: «Déjala ahí», para luego continuar afeitándose.

Y entonces un tío le grita en el cuarto de baño que tiene que comerse el puto cruasán a toda leche porque han de ir al puto puerto, y Tim lo manda a tomar por culo.

Y sigue afeitándose como si Wayne fuera invisible. Presuntuoso hijo de puta. Si Kearney, el mayor perdedor que ha conocido jamás el mundo, solicita el servicio de habitaciones en el jodido Ritz-Carlton, quiere decir que debe de estar montado en el dólar, y lo menos que podría hacer es compartirlo con su viejo amigo, piensa. ¿Quién coño lo acompañó a casa desde el trullo? Los padres de Kearney no fueron a recogerlo, pero allí estaba el bueno de Wayne, ¿y cómo lo trata Kearney ahora?

Como a un perdedor, así lo trata.

Ahora el puto Kearney es demasiado bueno para él.

De modo que el capullo de Wayne LaPerriere está que echa humo cuando vuelve a la cocina. Está cabreado, tira su chaquetita de camarero al suelo y dice que deja ese trabajo de capullos.

Y lo que hace luego es irse directamente a una cabina telefónica y llamar a un colega de los Ángeles del Infierno que le vende cristal de vez en cuando.

—¿No tenéis una cuenta pendiente con Tim Kearney? —pregunta.

—Sí, ¿qué pasa?

—Está en el Ritz-Carlton.

—El cabrón de Kearney no está en el puto Ritz-Carlton —resopla el Ángel.

Y se ríe, cosa que desquicia todavía más a Wayne.

—Sí, vale, he visto a un puto fantasma —contesta—. De todos modos, por si estáis interesados, va a ir al puerto.

—No has visto a un fantasma, has visto a un puto muerto.

Al cabo de unos minutos, un ejército de moteros se dirige al puerto de Dana Point, y el capullo de Wayne LaPerriere está contento y aliviado de que Tim Kearney esté a punto de ser un cabrón muerto, porque eso le quita un peso de la mente.

74

La mano de Huertero tiembla.

Entonces retira el dedo del gatillo.

Luego niega con la cabeza.

—No es suficiente —dice con aire lastimoso. Y Tim supone que va a dispararle en el vientre y dejarlo allí tirado, o que le prenderá fuego o algo por el estilo. Se está preparando para ello, cuando lo oye que ordena—: Traed al chico.

—¡No! —grita Elizabeth.

Pero uno de los hombres de Huertero la agarra y le tapa la boca con la mano.

Huertero levanta la barbilla y mira a Tim a los ojos.

—Hijo por hijo. Mirarás, y después tal vez te conceda la clemencia de la muerte.

Tim se lanza hacia él, pero los chicos del mexicano son demasiado rápidos, demasiado buenos.

Cuando lo sueltan, ve a Kit delante de él.

Con aspecto de estar muy asustado.

—No lo hagas —le dice Tim a Huertero.

—Es horrible, ¿verdad? Hasta la propia idea es terrible.

—He conocido a muchos cabronazos ruines en mi vida...

Con un ademán, Huertero les indica a sus hombres que lleven al niño hasta el borde del barranco.

Tim imagina el tiro en la nuca y el cuerpo de Kit precipitándose al abismo.

—No es mi hijo —dice entonces.

—¡Sí que lo soy! —grita Kit.

Huertero se arrodilla a su lado.

—Hijo —susurra, con palabras que son como una caricia paternal—, si me dices la verdad, le perdonaré la vida a este hombre: ¿quién es tu padre?

—Kit... —le advierte Tim, pero un hombre del mexicano le tapa la boca.

El niño mira a Huertero a los ojos.

—Bobby Z es mi padre —contesta con orgullo.

—¿Este hombre?

Y Kit le dirige a Tim una mirada que este reconoce como de puro amor, tío.

—Sí —dice.

Huertero mira a Tim.

—¿Serías capaz de negar a un hijo tan valiente?

Rodea con un brazo al niño y lo conduce hacia el puente.

Kit se revuelve. Se libera de los brazos de Huertero y ataca al hombre que sujeta a Tim. Lo golpea e intenta apartarlo de su padre. Muerde, araña, propina patadas y puñetazos.

—¡Suelta a mi papá! —grita.

Tim intenta sujetarle los brazos, abrazarlo para que se vean obligados a acabar con los dos a la vez, así tal vez pueda tapar los ojos de Kit con una mano mientras caen, ser los X-Men o algo por el estilo, de modo que no sea real hasta que el chico despierte en el cielo.

Pero no puede sujetarlo y nota que lo alejan de él. Kit está cansado, y cuando Tim puede volver la cabeza para mirar, ve cómo uno de los hombres de Huertero retiene a Kit en un abrazo de oso. Los pies del crío no tocan el suelo y patalea.

Como los pies de un ahorcado.

—Me verás en el infierno —le dice Tim a Huertero—. Iré a buscarte.

—Tú aún no sabes lo que es el infierno.

—¡Ayúdame, papá! —grita Kit, y Huertero sonríe a Tim como diciéndole: «Esto es el infierno».

Entonces Tim se abalanza hacia él, pero no puede alcanzarlo. Mientras arrastran al niño hacia el borde, a él le levantan la cabeza para que mire.

—No le harás daño a ese niño —le dice Elizabeth a Huertero.

—Subestimas mi dolor.

—Es tu nieto.

Todo se detiene.

75

Escobar lo tiene todo controlado.

Ha arrojado una red alrededor del Bluffside Walk, y nadie, ni siquiera el legendario fantasma de Bobby Z, va a salir de ahí.

Escobar está de pie sobre una loma con DFN Cruz, que está comprobando todos los ángulos de tiro posibles; el francotirador está extasiado. Escobar mira el puerto. Lo abarca en su totalidad y, como de costumbre, se adelanta a los acontecimientos.

Lo que está pensando es que Bobby Z es un contrabandista de droga que ha estado entrando el producto por mar. Y lo que entra, sale, así que Escobar decide dejar que Bobby termine el negocio y suba luego a bordo de su barco.

Apunta esa posibilidad a DFN Cruz, y lo comentan como dos profesionales. Cómo podrá disparar con garantías contra cualquiera de los muchos muelles que Bobby tenga que recorrer para subir al barco, dice Cruz. Si falla, contesta Escobar para refutar sus objeciones, el barco todavía tendrá que recorrer un largo trecho para poder escapar.

El barco deberá navegar con lentitud por el interior del largo espigón de piedra que describe un círculo ovalado alrededor del puerto. Tendrá que pasar mucho rato en esa tranquila franja de agua, y después pasar bajo un puente hasta salir al mar.

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