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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (21 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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—Bill —dijo en tono desenfadado, como si no estuviera forzando cada tendón de su cuerpo para sujetar a Diane—, he oído que este pueblo está perdiendo a sus trabajadoras no cualificadas a una velocidad terrorífica. Y un pajarito de Shreveport me ha dicho que tú y tu amiguita estuvisteis en el Fangtasia interesándoos por cierto vampiro con el que podrían haber estado las «colmilleras» asesinadas.

»Ya sabes que esas cosas se quedan entre nosotros, y no se dicen a nadie más —prosiguió Malcolm. De repente su rostro se tornó tan serio que inspiraba un pánico aterrador—. A algunos de nosotros no nos gustan los... partidos de béisbol ni... —era evidente que estaba intentando dar con algo que le resultara repugnantemente humano— ¡las barbacoas! ¡Somos «vampiros»! —imbuyó la palabra de tal majestuosidad y glamour que muchos de los clientes del bar estaban cayendo bajo el influjo de su hechizo. Malcolm era lo bastante inteligente como para intentar corregir la mala impresión que Diane había causado, sin por ello renunciar a derramar su desdén por encima de todos nosotros.

Le pisoteé el empeine con toda la fuerza que conseguí reunir. Él me obsequió con una panorámica de sus colmillos. La gente del bar parpadeaba y sacudía la cabeza.

—¿Por qué no se larga de aquí, caballero? —dijo Rene. Estaba inclinado sobre la barra, con una cerveza entre los codos.

En ese momento todo pendía de un hilo. El bar podría haberse convertido en un baño de sangre. Ninguno de mis congéneres humanos parecía ser consciente de la magnitud de la fuerza y la crueldad que los vampiros podían llegar a desplegar. Bill se puso delante de mí, hecho del que fueron testigos todos los clientes del Merlotte's congregados allí.

—Bien, si no se nos quiere por aquí... —dijo Malcolm. Su viril aspecto chocaba a todas luces con el tono aflautado que afectó—. Diane, esta buena gente querrá comer carne y hacer cosas humanas. Solos... o con nuestro antiguo amigo Bill.

—Me da que a la pequeña camarera le encantaría hacer cosas muy humanas con Bill —comenzó a decir Diane, pero entonces Malcolm la agarró del brazo y la arrastró fuera del local antes de que pudiera causar más daño.

Todo el bar pareció estremecerse al unísono en cuanto cruzaron la puerta. Pensé que lo mejor sería irme ya, aunque Susie aún no hubiera aparecido. Bill me estaba esperando fuera; cuando le pregunté por qué, me contestó que quería asegurarse de que se habían marchado de verdad.

Seguí a Bill hasta su casa, pensando que habíamos salido relativamente indemnes de la visita de los vampiros. Me preguntaba con qué propósito habrían venido Diane y Malcolm; me parecía mucha casualidad que estuvieran tan lejos de su hogar y hubiesen decidido, por puro capricho, pasarse por el Merlotte's. Como no estaban haciendo ningún esfuerzo por integrarse, quizá sólo quisieran echar por tierra los avances de Bill.

Resultaba evidente que en la casa Compton se habían operado ciertos cambios desde la última vez que había estado allí, aquella escalofriante noche en la que conocí a los otros vampiros.

Los contratistas estaban trabajando a destajo, no sé si porque le tenían miedo a Bill o porque les pagaba bien. Seguramente, por ambas cosas. En el salón, estaban acabando de retocar el techo y habían empapelado la pared con un elegante diseño floreado sobre fondo blanco. Habían pulido los suelos de madera noble, y ahora relucían como debieron de hacerlo antaño. Bill me condujo a la cocina. El mobiliario era escaso, como es natural, pero brillante y alegre. Además, había un frigorífico recién estrenado repleto de botellas de sangre sintética (puaggg).

El baño de la planta baja era opulento.

Por lo que yo sabía, Bill nunca usaba el baño, al menos no para las funciones primarias de un ser humano. Miré alrededor con asombro.

Habían conseguido que el baño fuera más espacioso al anexionar lo que había sido la despensa y aproximadamente la mitad de la antigua cocina.

—Me encanta ducharme —me dijo, apuntando hacia una transparente cabina de ducha que había en una esquina. Era lo bastante grande como para contener a un par de adultos y puede que a un enano o dos, en total—. Y me gusta sumergirme en un buen baño de agua caliente —me señaló la pieza central de la habitación, una especie de enorme bañera incrustada en una plataforma de cedro con escalones a ambos lados. Había multitud de macetas dispuestas alrededor. Aquel cuarto de baño era el lugar más parecido a una lujuriosa y exuberante selva que se podía encontrar en todo el norte de Luisiana.

—¿Y eso qué es? —le pregunté, extrañada.

—Un balneario portátil —contestó, orgulloso—. Tiene chorros ajustables para regular la presión del agua a voluntad. Un jacuzzi —resumió.

—Tiene asientos —dije, asomándome al interior. Estaba decorado con una cenefa de baldosas azules y verdes. Por fuera, destacaban unos botones de diseño muy vanguardista.

Bill los toqueteó y comenzó a brotar el agua.

—¿Te apetece probarla? —sugirió Bill. Sentí que me ardían las mejillas y el corazón me latía más deprisa—. ¿Ahora? —sus dedos comenzaron a tirar de mi polo hacia arriba.

—Pues, bueno... tal vez —no conseguía mirarle de frente. Aquel..., bueno, digamos que había visto más de mi cuerpo de lo que le había permitido a ninguna otra persona, incluyendo a mi médico.

—¿Me has echado de menos? —me preguntó, mientras sus manos me desabrochaban el short.

—Sí —dije enseguida, porque era la pura verdad. El se rió mientras se arrodillaba para desatarme las Nike.

—¿Y qué es lo que más has echado de menos, Sookie?

—Tu silencio —dije sin pensarlo ni un segundo.

Miró hacia arriba. Sus dedos se detuvieron en el momento justo de tirar del extremo del cordón para desatarlo.

—Mi silencio —repitió.

—Sí, no ser capaz de escuchar lo que piensas, Bill. No tienes ni idea de lo maravilloso que es eso.

—Pensaba que dirías otra cosa.

—Bueno, también he echado eso de menos.

—Cuéntamelo —me pidió, quitándome los calcetines y recorriendo mis muslos con sus dedos para bajarme el short y las braguitas de un solo tirón.

—¡Bill, que me da mucho corte! —protesté.

—Sookie, no sientas vergüenza conmigo. Conmigo menos que con nadie —se había puesto de pie y, tras dejarme sin el polo, comenzó a pasar las manos por mi espalda para desabrocharme el sujetador. Sus dedos fueron recorriendo las marcas que los tirantes me habían dejado en la piel hasta llegar a mis pechos. En un determinado momento, se deshizo de sus sandalias.

—Lo intentaré —le dije, aún sin poder levantar la cabeza.

—Desnúdame.

Eso sí que podía hacerlo. Le desabotoné la camisa con rapidez y tiré de ella hasta sacársela de los pantalones y deslizaría por sus brazos. Luego, le solté el cinturón y comencé a desabrocharle los pantalones. La tenía dura, así que no era tarea fácil.

Pensé que me iba a echar a llorar si el botón no se decidía a cooperar un poco más. Me sentí torpe e inepta.

Me cogió las manos y las llevó al torso.

—Despacio, Sookie, despacio —dijo, con voz suave y trémula. Me fui relajando muy poco a poco, y comencé a acariciarle el pecho mientras él acariciaba el mío; pasé los dedos por entre su pelo ensortijado y le pellizqué un pezón con suavidad. Me pasó la mano por detrás de la cabeza y apretó hacia abajo con delicadeza. No sabía que a los hombres les gustara eso, pero a Bill parecía encantarle, así que le lamí los dos mientras, con las manos, retomaba la tarea de desabrochar aquel maldito botón. Esta vez se soltó sin problemas. Comencé a bajarle los pantalones, deslizando las manos por dentro de sus calzoncillos.

Me llevó hasta el jacuzzi, donde la espumosa agua se arremolinaba junto a nuestras piernas.

—¿Te baño yo primero? —preguntó.

—No —dije sin aliento—, pásame el jabón.

7

Al día siguiente por la noche, Bill y yo mantuvimos una conversación muy inquietante. Tumbados en su cama, de enormes dimensiones y cabecera tallada, descansábamos sobre un flamante colchón de látex recién estrenado. Las sábanas tenían un estampado floral, como el papel que recubría las paredes, y recuerdo haberme preguntado si le gustaría tener flores impresas por todas partes porque no podía verlas al natural, por lo menos del único modo en que los colores pueden apreciarse... A la luz del sol.

Bill yacía de costado, mirándome. Habíamos ido al cine; a él le chiflaban las películas de alienígenas, quizá porque se identificaba con aquellas criaturas de otros planetas. La que habíamos visto esa noche resultó ser un auténtico bodrio de disparos y efectos especiales, en el que se presentaba a casi todos los extraterrestres como bestias horrendas, espeluznantes y sedientas de sangre. Bill se había pasado toda la cena y todo el trayecto de vuelta a casa echando pestes al respecto, así que me alegré cuando me invitó a probar la nueva cama.

Era la primera en dormir allí con él.

Me estaba mirando como le gustaba hacerlo, por lo que parecía. A lo mejor me estaba escuchando los latidos del corazón, ya que él podía oír sonidos que yo no distinguía; o tal vez estuviera contemplando la palpitación de mis venas, porque también podía ver cosas que el ojo humano no captaba. Nuestra conversación había ido derivando del comentario sobre la película que acabábamos de ver a las cercanas elecciones a los órganos de gobierno de la parroquia —Bill iba a tratar de registrarse en el censo electoral solicitando el voto por correo— para terminar finalmente en nuestras infancias. Me di cuenta de que Bill estaba haciendo verdaderos esfuerzos por recordar cómo era ser una persona normal.

—Jugaste alguna vez a «los médicos» con tu hermano? —inquirió—. Ahora dicen que es normal, pero nunca me olvidaré de la paliza que mi madre le dio a mi hermano Robert cuando lo encontró entre unos arbustos con Sarah.

—No —contesté, intentando sonar natural, pero contraje el rostro y sentí que se me hacía un nudo en el estómago.

—No estás diciendo la verdad.

—Claro que sí —le miré fijamente a la barbilla, tratando de hallar alguna forma de cambiar de tema, pero Bill podía llegar a ser muy persistente.

—Entonces no fue con tu hermano. ¿Con quién?

—No quiero hablar de eso —cerré los puños. Empezaba a sentirme bloqueada.

Bill no soportaba que le dieran largas. Estaba acostumbrado a que la gente le dijera todo lo que quería saber, porque siempre se valía de su glamour para salirse con la suya.

—Dímelo, Sookie —su voz era muy persuasiva; sus ojos, enormes pozos de curiosidad. Me pasó el pulgar por la línea del vientre y sentí un escalofrío.

—Tenía un tío... demasiado cariñoso —dije al fin, sintiendo cómo se me dibujaba en la cara mi perenne sonrisa tirante.

El alzó sus oscuras y arqueadas cejas. No entendía la expresión. Se la expliqué procurando ser lo más objetiva posible.

—Un hombre adulto que abusa de sus..., de los niños de su familia.

Sus ojos comenzaron a echar chispas. Tragó saliva y contemplé el movimiento de su nuez. Le sonreí con tirantez. Me aparté repetidamente el pelo de la cara con las manos. No podía dejarlas quietas.

—¿Alguien te hizo algo así? ¿Cuántos años tenías?

—Pues, empezó cuando yo era muy pequeña —mi respiración comenzó a acelerarse y mi corazón latía cada vez más rápido: las mismas señales de pánico que siempre se apoderaban de mí al recordar aquello. Subí las rodillas y las apreté muy juntas—. Tendría unos cinco años —balbucí, hablando cada vez más aprisa—. Como ya te habrás imaginado nunca llegó a, eh..., follarme, pero hacía otras cosas —mis manos temblaban ante mis ojos, allí situadas para protegerme de la mirada de Bill—. ¡Y lo peor, Bill, lo peor —proseguí, incapaz de detenerme— era que cada vez que venía a visitarnos, yo sabía lo que se proponía porque podía leer su mente! ¡Y no podía hacer nada para evitarlo! —me llevé las manos a la boca para forzarme a callar. No debía hablar más de ello. Me puse boca abajo para guarecerme, y me quedé así, absolutamente rígida.

Bastante rato después, noté la fría mano de Bill sobre el hombro. La dejó reposar allí, reconfortándome.

—¿Fue antes de que murieran tus padres? —preguntó con su habitual tono calmado. Aún no podía mirarlo.

—Sí.

—¿Se lo dijiste a tu madre? ¿No hizo nada?

—No. Creyó que yo tenía pensamientos sucios, o que habría encontrado algún libro en la biblioteca que enseñaba cosas que, según ella, aún no estaba preparada para saber —aún recordaba su cara, enmarcada por una melena dos tonos más oscura que la mía. Tenía el rostro contraído en una mueca de repugnancia. Provenía de una familia muy conservadora, y rechazaba frontalmente cualquier muestra pública de afecto o la mención de cualquier tema que ella considerase indecente—. Siempre me ha extrañado que mi padre y ella parecieran ser una pareja tan feliz —le comenté a mi vampiro—. Eran tan distintos... —entonces comprendí lo absurdo que resultaba lo que acababa de decir. Me volví de lado—. Como si nosotros no lo fuésemos —le dije, y traté de sonreír. Su rostro seguía inmutable, pero vi cómo se agitaba un músculo en su cuello.

—¿Se enteró tu padre?

—Sí, se lo dije justo antes de que muriera. Siendo más niña, me daba mucha vergüenza hablarle de eso. Además, mi madre no me había creído. Pero ya no lo soportaba más, sabía que tendría que ver a mi tío abuelo Bartlett al menos dos fines de semana al mes, que era la frecuencia con la que venía de visita.

—¿Vive todavía?

—¿El tío Bartlett? Claro. Era el único hermano de mi abuela, y la abuela era la madre de mi padre. El tío vive en Shreveport. Después de la muerte de mis padres, Jason y yo nos mudamos a casa de la abuela, y la primera vez que vino el tío Bartlett, me escondí. Cuando la abuela me encontró y me preguntó por qué lo había hecho, se lo conté. Y me creyó —volví a sentir el alivio de aquel día al escuchar el hermoso sonido de la voz de mi abuela prometiéndome que no tendría que ver nunca más a su hermano porque jamás volvería a poner un pie en su casa.

Y así fue. Cortó las relaciones con su propio hermano para protegerme. El tío Bartlett ya lo había intentado con la hija de la abuela, mi tía Linda, cuando era muy pequeña, pero mi abuela había desterrado el incidente de su memoria, tomándolo por un malentendido. Me contó que después de aquello nunca había dejado que el tío se quedara a solas con Linda, y casi no había vuelto a invitarlo a casa, aunque en el fondo algo dentro de ella le impedía creer que su hermano hubiera sido capaz de hacer tal cosa.

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