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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (28 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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—Bueno, supongo que Bill y yo ya nos vamos —dije, como si no fuera posible otra cosa—. He cumplido mi palabra, Eric; y ahora tenemos que irnos. Nada de represalias contra Ginger, Belinda y Bruce, ¿vale? Eso es lo acordado —comencé a dirigirme hacia la puerta con una seguridad que estaba lejos de sentir—. Supongo que tendrás que echarle un vistazo al bar, ¿no? ¿Quién está sirviendo las copas esta noche?

—Tenemos un sustituto —dijo Eric, con aire distraído, sin apartar la mirada de mi cuello—. Hueles diferente, Sookie —murmuró, acercándose un paso.

—Bueno, recuerda que tenemos un trato, Eric —le dije, forzando una amplia sonrisa y un tono animoso—. Bill y yo nos vamos a casa, ¿verdad? —aventuré una mirada atrás, hacia Bill. Se me cayó el alma a los pies. Tenía los ojos abiertos de par en par y los labios extendidos hacia atrás en una especie de sonrisa que dejaba a la vista sus colmillos desplegados. Parecía emitir un silencioso gruñido. Sus pupilas estaban muy dilatadas... y miraba a Eric sin parpadear.

—Pam, déjanos pasar —dije con suavidad pero con tono firme. Cuando Pam se distrajo de su propia sed de sangre, evaluó la situación con un solo vistazo. Abrió de par en par la puerta del despacho y empujó a Belinda a través de ella. Luego, se echó a un lado para dejarnos salir—. Llama a Ginger —sugerí. El sentido de mis palabras penetró su mente, cegada por el deseo.

—Ginger —llamó con voz ronca. La camarera apareció corriendo desde otra de las puertas del pasillo—. Eric te desea —le explicó.

El rostro de Ginger se iluminó como si fuera a tener una cita con el mismísimo David Duchovny. Se plantó en la sala y comenzó a frotarse contra Eric casi con la misma velocidad con la que lo hubiera hecho un vampiro. Como si se hubiera despertado de un hechizo, Eric bajó la mirada hacia Ginger mientras ella recorría su pecho con las manos. Mientras se inclinaba para besar a la camarera, me miró por encima de ella.

—Ya nos veremos —dijo, y yo tiré de Bill para salir de allí cuanto antes. El no quería irse, era como empujar un tronco. Cuando alcanzamos el pasillo, pareció ser más consciente de la necesidad de largarnos de allí, y llegamos a toda velocidad hasta su coche.

Me miré. Estaba manchada de sangre y con la ropa arrugada. Además, olía raro. «¡Menudo asco!» Me volví hacia Bill para compartir mi repugnancia, pero él me miraba con un ansia inconfundible.

—Ni lo sueñes —dije, enérgica—. Arranca el coche y sácame de aquí antes de que suceda nada más, Bill Compton. Te lo digo así de claro. No estoy de humor.

Se inclinó sobre el asiento y empezó a manosearme antes de que pudiera decir nada más. Apretó su boca contra la mía, y en apenas un segundo comenzó a lamer la sangre de mi cara.

Estaba muy asustada, y también muy furiosa. Lo agarré de las orejas y alejé su cabeza de la mía recurriendo hasta al último gramo de fuerza que me quedaba en el cuerpo, que resultó ser más de lo que yo pensaba.

Sus ojos seguían siendo como cavernas con fantasmas acechando en sus profundidades.

—¡Bill! —le grité. Lo sacudí—. ¡Espabila! —poco a poco, el Bill que yo conocía volvió a asomarse a aquellos ojos. Se estremeció y soltó un suspiro. Con suavidad, me besó en los labios.

—Vale, ¿podemos irnos ya a casa? —pregunté, avergonzada de que me temblara la voz.

—Claro —dijo. El tampoco tenía un tono muy firme.

—¿Ha sido como cuando los tiburones huelen la sangre? —le pregunté, tras quince minutos de trayecto silencioso, ya casi fuera de Shreveport.

—Buena analogía.

No sentía ninguna necesidad de disculparse; había hecho lo que dictaba la naturaleza, al menos la de los vampiros; y no iba a molestarse en ello. Pero a mí sí que me habría gustado oír una disculpa.

—Entonces, ¿estoy metida en un lío? —pregunté, al final. Eran las dos de la mañana y descubrí que el tema no me preocupaba tanto como debería.

—Eric te tomará la palabra —respondió Bill—. En cuanto a si te dejará en paz en el sentido personal, no lo sé. Sólo quisiera... —pero su voz se desvaneció. Era la primera vez que oía a Bill expresar un deseo.

—Sesenta mil dólares no debe de ser mucho dinero para un vampiro, me imagino —observé—. Parece que estáis todos forrados.

—Pero es que los vampiros roban a sus víctimas —dijo Bill con tono práctico—. Al principio, cogemos el dinero del cadáver. Después, cuando tenemos más experiencia, podemos ejercer el control suficiente como para persuadir a un humano de que nos ceda amablemente su dinero, y después olvide que lo ha hecho. Algunos contratan administradores, otros se meten en el mercado inmobiliario y los hay que viven de los intereses de sus inversiones. Eric y Pam montaron juntos el Fangtasia. El aportó la mayoría del capital, y Pam puso el resto. Conocían a Sombra Larga desde hace cien años, y lo contrataron para que fuera el camarero. El los ha traicionado.

—¿Y para qué iba a robarles?

—Alguna iniciativa empresarial para la que necesitara el capital... —explicó Bill, distraído—. Estaba bastante integrado; por lo que no podía recurrir a matar al director de un banco después de haberlo hipnotizado y persuadido para que le entregara el dinero. Así que lo cogió de Eric.

—Pero ¿Eric no se lo habría prestado?

—Si Sombra Larga no hubiera sido demasiado orgulloso para pedírselo, sí —respondió Bill.

Nos quedamos un buen rato en silencio. Por último, dije:

—Siempre había pensado que los vampiros eran más listos que los humanos... pero no es así, ¿eh?

—No siempre —matizó.

Cuando alcanzamos las afueras de Bon Temps, le pedí a Bill que me dejara en casa. Me miró de reojo, pero no dijo nada. Puede que, después de todo, los vampiros sí fueran más listos que los humanos.

10

Al día siguiente, mientras me preparaba para ir al trabajo, decidí que no quería volver a saber nada más de vampiros en una buena temporada. Bill incluido.

Ya me iba tocando recordar que era humana.

El problema es que no podía pasar por alto que era una humana modificada.

No era nada serio. Después de la primera dosis de sangre de Bill, la noche en que los Ratas me habían golpeado, me sentí curada, saludable, fuerte... Pero no era una diferencia marcada. Bueno, puede que me encontrara también algo más... sexy.

Tras el segundo trago de sangre, me noté realmente fuerte, y había actuado con mayor valor porque me sentía más segura de mí misma. Tenía más confianza en mi propia sexualidad y en su poder. Era evidente que podía manejar mi tara con mayor aplomo y aptitud que nunca.

Entonces, ingerí por accidente la sangre de Sombra Larga. A la mañana siguiente, cuando me miré en el espejo, me noté los dientes más blancos y afilados; el pelo, más claro y lustroso, y los ojos, más brillantes. Parecía la imagen de un anuncio de algún producto de higiene o de alguna campaña de salud para promocionar la ingesta de vitaminas o de leche. El salvaje mordisco de mi brazo —la marca postuma del desaparecido, y nunca mejor dicho, Sombra Larga— no estaba curado del todo, pero presentaba bastante mejor aspecto.

En ese momento, se me volcó el bolso al ir a cogerlo, y las monedas rodaron por debajo del sofá. Levanté el extremo del pesado mueble con una mano mientras, con la otra, iba recogiendo las monedas.

«¡Un momento...!»

Me enderecé y respiré hondo. Al menos, el sol no me hacía daño a los ojos y no tenía ganas de morder al primero que me encontrara. Disfruté de la tostada del desayuno, en lugar de estar pensando en salsa de tomate. No me estaba convirtiendo en una vampira. A lo mejor sólo era una especie de humana «mejorada».

Desde luego, mi vida era mucho más sencilla cuando no salía con nadie.

Cuando llegué al Merlotte's ya estaba todo preparado, menos las rodajas de limón y lima. Se utilizaba la fruta al servir los cócteles y el té, así que cogí la tabla de cortar y un cuchillo afilado. Mientras iba a por los limones de la cámara me encontré con Lafayette, que estaba abrochándose el delantal.

—¿Te has aclarado el pelo, Sookie?

Negué con la cabeza. Bajo la discreta apariencia del delantal blanco, Lafayette era una auténtica sinfonía de color. Llevaba una camiseta fucsia de tirantes finos, vaqueros de color púrpura oscuro, chancletas rojas y una sombra de ojos de un tono frambuesa.

—Pues parece más claro —repuso con escepticismo, arqueando sus depiladas cejas.

—Es que he estado mucho al sol —le aseguré.

Dawn nunca se había llevado bien con Lafayette; quizá porque era negro o tal vez porque era gay, no lo sé... Puede que por ambas cosas. Arlene y Charlsie se limitaban a aceptarlo, pero no se esforzaban por ser especialmente amables con él. Pero a mí siempre me había caído bien, porque debía de tener una vida dura y, sin embargo, la llevaba con entusiasmo y dignidad.

Miré la tabla. Todos los limones estaban en cuartos, todas las limas en rodajas. Mi mano sostenía el cuchillo, impregnada con el jugo; lo había hecho sin darme cuenta. En unos treinta segundos. Cerré los ojos. Dios mío.

Cuando volví a abrirlos, Lafayette se debatía entre mirarme a la cara o a las manos.

—Dime que no he visto eso, corazón —exclamó.

—No lo has visto —dije. Me sorprendió comprobar que mi voz resultaba serena y uniforme—. Discúlpame, tengo que llevarme esto —deposité la fruta en contenedores separados dentro de la nevera portátil que había detrás de la barra, donde Sam guardaba la cerveza. Cuando cerré la puerta, descubrí que Sam estaba junto a mí, cruzado de brazos. No parecía muy contento.

—¿Estás bien? —preguntó. Sus brillantes ojos azules me recorrieron de arriba abajo—. ¿Te has hecho algo en el pelo? —preguntó, no muy convencido.

Me eché a reír. Me di cuenta de que mi protección mental se había activado sin dificultad, que no tenía por qué ser un proceso doloroso.

—Es del sol —contesté.

—¿Y qué te ha pasado en el brazo?

Me miré el antebrazo derecho. Había tapado la herida con una venda.

—Me ha mordido un perro.

—Lo habrán sacrificado, ¿no?

—Claro.

Miré a Sam —desde bastante cerca— y me dio la impresión de que su áspero y rojizo pelo se erizaba con energía. Me pareció como si pudiera oír el latido de su corazón. Percibía su inseguridad, su deseo. Mi cuerpo respondió de inmediato. Me concentré en sus finos labios, y el agradable olor de su loción para después del afeitado invadió mis pulmones. Se acercó un par de centímetros. Podía notar cómo el aire entraba y salía de sus pulmones. Sabía que se le estaba poniendo dura.

En ese momento, Charlsie Tooten entró por la puerta principal, y la cerró de un portazo. Sam y yo nos alejamos el uno del otro. Gracias a Dios que había llegado, pensé. Rolliza, cándida, bonachona y esforzada trabajadora, Charlsie era la personificación de la empleada ideal. Casada con Ralph, su novio del instituto, que trabajaba en una de las plantas de procesado de pollos, tenía una hija en secundaria y otra ya casada. A Charlsie le encantaba trabajar en el bar, porque así salía, y conocía gente; además, tenía maña para tratar con los borrachos y largarlos del bar sin armar bronca.

—¡Eh, hola, a los dos! —saludó, alegre. Su pelo, castaño oscuro (cortesía de L'Oreal, según Lafayette), le caía teatralmente desde la coronilla en una cascada de tirabuzones. Llevaba una blusa inmaculada y los bolsillos del short se le entreabrían porque le tiraba un poco el pantalón. Se había puesto unos calcetines y bambas negras y unas uñas postizas de color burdeos—. Mi hija está embarazada. ¡Ya podéis llamarme abuela! —anunció. Estaba más contenta que unas castañuelas. Le di el abrazo de rigor y Sam le dio unas palmaditas en la espalda. Los dos nos alegrábamos de verla.

—¿Cuándo nacerá el niño? —pregunté, y Charlsie empezó a informarnos con pelos y señales. No necesité decir ni media palabra durante los siguientes cinco minutos. Entonces, Arlene se acercó, con el cuello lleno de chupetones mal disimulados con capas de maquillaje, y hubo que explicarlo todo de nuevo. En un momento dado, mis ojos se encontraron con los de Sam, y, tras un breve instante, los dos apartamos a la vez la mirada.

Entonces comenzamos a atender a la gente que venía a comer, y el incidente quedó olvidado.

La mayor parte de la gente no bebía gran cosa en el almuerzo; como mucho, una cerveza o un vaso de vino. Y un buen número sólo tomaba té helado o agua. La clientela del mediodía se componía de personas que estaban cerca del bar cuando llegaba el momento del almuerzo; de otras que eran asiduas y se pasaban por allí por costumbre; y, por último, de los alcohólicos del pueblo, para los que la copa de las comidas era la tercera o la cuarta del día. Mientras comenzaba a apuntar los pedidos, me acordé de la petición de mi hermano.

«Escuché» durante todo el día, y fue agotador. Nunca me había pasado tantas horas «escuchando»; jamás había conseguido bajar la guardia durante tanto tiempo. Puede que ya no me resultara tan doloroso como antes; a lo mejor, ahora sabía distanciarme más de lo que «oía». Bud Dearborn, el sheriff, estaba sentado en una mesa con el alcalde, Sterling Norris, el amigo de mi abuela. El señor Norris se levantó al verme y me dio una palmadita en el hombro, y recordé que era la primera vez que lo veía desde el funeral.

—¿Cómo va todo, Sookie? —preguntó, compasivo. Parecía muy decaído.

—Pues divinamente, señor Norris. ¿Y a usted?

—Ya soy un anciano, Sookie —contestó, con una tímida sonrisa. Ni siquiera esperó a que le llevara la contraria—. Estos crímenes están acabando conmigo. No habíamos tenido un asesinato en Bon Temps desde que Darryl Mayhew le pegó un tiro a Sue Mayhew. Y ahí no hubo ningún misterio.

—¿Cuánto hará ya de eso? ¿Unos seis años? —le pregunté al sheriff, sólo para seguir allí. El señor Norris se sentía así de triste porque pensaba que mi hermano iba a ser arrestado por el asesinato de Maudette Pickens; y consideraba que, según eso, también era probable que hubiese matado a la abuela. Agaché la cabeza para esconder la mirada.

—Me parece que sí. Vamos a ver, recuerdo que nos estábamos arreglando para el recital de baile de Jean-Anne... Entonces, fue..., sí, estás en lo cierto, Sookie. Hace seis años —el sheriff asintió con aprobación—. ¿Ha estado Jason hoy por aquí? —preguntó con indiferencia, como si se le acabara de pasar por la cabeza.

—No, hoy no lo he visto —respondí. El sheriff pidió un té helado y una hamburguesa. Se estaba acordando del día en que había pillado a Jason con su Jean-Anne, follando como locos en la camioneta de mi hermano.

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