Muerto hasta el anochecer (2 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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Me acerqué a la mesa, mirando fijamente a Mack. Incapaz de controlarme durante un segundo más, bajé la guardia y escuché: Mack y Denise habían estado en la cárcel por «drenaje» de vampiros.

Aunque horrorizada, conseguí llevar, como un autómata, una jarra de cerveza y unos vasos hasta una ruidosa mesa de cuatro. Se decía que la sangre de vampiro genuina y sin diluir aliviaba de forma temporal los síntomas de cualquier enfermedad y aumentaba la potencia sexual —como un todo en uno de cortisona y Viagra—, por lo que se había desarrollado un inmenso mercado negro en torno a ella. Y donde hay mercado, siempre hay proveedores; en este caso, la repugnante pareja formada por los Ratas. Según pude averiguar, ya habían atrapado y drenado vampiros en el pasado para vender pequeños viales de sangre a doscientos dólares la unidad. Llevaba un par de años siendo la droga de moda, y a pesar de que algunos consumidores habían perdido la razón tras beber la sangre en estado puro, nada frenaba el mercado.

Un vampiro drenado no duraba mucho por término medio. Empalados o abandonados al aire libre, a los vampiros sólo les quedaba esperar a que amaneciera para convertirse en inopinados protagonistas de
Se ha escrito un crimen.
De vez en cuando, los periódicos mencionaban casos en que se habían vuelto las tornas y eran los drenadores los que acababan desangrados.

Mi vampiro se levantó y caminó hacia la salida en compañía de los Ratas. Mack reparó en mi expresión y, tras mirarme con aire perplejo, se encogió de hombros y me dio la espalda; lo mismo que todo el mundo.

Esto me enfureció. Estaba fuera de mí.

¿Qué podía hacer? Allí estaba yo, luchando conmigo misma y ellos ya habían salido. ¿Me creería el vampiro si corriera tras él y se lo dijese? Nadie lo hacía. Y de hacerlo, enseguida les inspiraba odio y temor por ser capaz de leer lo que ocultaban sus mentes. Una noche en que su cuarto marido vino a recogerla, Arlene me suplicó que comprobara si él pensaba abandonarla, pero no lo hice porque quería conservar a la única amiga que tenía. Y ni siquiera ella se había atrevido a pedírmelo directamente porque eso supondría admitir que tengo este don, o mejor dicho, esta maldición. La gente no puede asumirlo; necesitan pensar que estoy loca. ¡Y a veces no les falta razón!

Me debatía entre confusa, asustada y molesta. Pero esa mirada de Mack —como si yo fuera una criatura insignificante— me hizo reaccionar. Sabía que tenía que hacer algo.

Crucé el bar hasta donde Jason tenía a DeeAnne completamente entregada. No es que eso sea muy difícil, según dicen por ahí. El camionero de Hammond estaba que echaba chispas justo al lado.

—Jason —llamé, apremiante. Se volvió con una mirada de advertencia—. Oye, ¿sigues teniendo aquella cadena en la caja de la camioneta?

—Nunca salgo de casa sin ella —contestó sin muchas ganas. Escrutó mi rostro detenidamente— ¿Te vas a pelear, Sookie?

Forcé una sonrisa. Estaba tan acostumbrada a hacerlo que resultó fácil.

—Pues espero que no —dije, intentando parecer despreocupada.

—Eh, ¿necesitas ayuda? —al fin y al cabo, era mi hermano.

—No, gracias —contesté, con tono tranquilizador. Y luego me dirigí a Arlene—. Oye, tengo que salir un poco antes, ¿te importa sustituirme? No hay mucho jaleo —nunca pensé que llegaría a pedirle tal cosa, y eso que yo había cubierto su turno muchas veces. Ella también me ofreció ayuda—. No pasa nada —le dije—, volveré antes de cerrar, si puedo. Si haces mi zona, te limpio la caravana.

Arlene asintió encantada. Yo señalé la puerta de servicio a mí misma e hice un gesto de caminar con los dedos, para que Sam supiera adonde iba. No parecía muy contento.

Salí por la puerta de atrás y anduve con cuidado para no hacer ruido al pisar la gravilla. El aparcamiento de los empleados estaba detrás del bar y se llegaba a él por una puerta que salía del almacén. Ahí estaban los coches de Arlene, de Dawn, del cocinero, y el mío. A mi derecha, que quedaba al este, estaba la camioneta de Sam, justo delante de su caravana.

Pasé a la superficie asfaltada donde estaba el aparcamiento —bastante más grande— reservado a los clientes, al oeste del bar. El Merlotte's se encontraba en un claro completamente rodeado de bosque y las lindes de la explanada eran de grava. Sam mantenía el lugar bien iluminado por medio de altas farolas, lo que provocaba un extraño efecto algo surrealista.

Descubrí el abollado deportivo de los Ratas, no podían estar muy lejos. Al fin encontré la camioneta de Jason: negra, con remolinos rosa y turquesa pintados a cada lado. Desde luego, le encantaba llamar la atención. Me metí por la puerta trasera y rebusqué hasta encontrar la cadena, una serie de eslabones gruesos que llevaba por si había pelea. La enrollé y me la pegué al cuerpo para evitar el tintineo.

Me paré un instante a pensar. El único sitio un poco apartado al que los Rattray podían haber atraído al vampiro era el margen del aparcamiento; allí los árboles casi cubrían los coches. Me arrastré en esa dirección, tratando de moverme con rapidez y sin que me vieran.

Paraba cada poco a escuchar. Pronto oí un gemido y un débil murmullo. Me deslicé entre los coches y los avisté justo donde pensaba que estarían. El vampiro yacía boca arriba, con el rostro contraído de dolor. Un brillo de cadenas cruzaba sus muñecas y se extendía hasta sus tobillos. Plata. En el suelo ya había dos frasquitos de sangre junto a los pies de Denise y, mientras yo miraba, ella ajustó un nuevo tubo a la aguja. Sobre el codo del vampiro habían colocado un torniquete que se hundía salvajemente en su piel.

Estaban de espaldas a mí y el vampiro aún no me había visto. Aflojé la cadena hasta soltar un metro y medio.

¿A quién atacar primero? Los dos eran pequeños y peligrosos.

Recordé los desprecios a que me sometía Mack, y el hecho de que nunca dejaba propina. El primero.

Nunca antes me había visto metida en una verdadera pelea. De alguna manera, estaba deseando hacerlo.

Salté desde detrás de una camioneta blandiendo la cadena. Mack cayó de rodillas tras recibir un fuerte golpe en la espalda. Lanzó un grito y se incorporó de un salto. Denise me miró de reojo y se dispuso a insertar el tercer tubo de extracción. Mack llevó la mano a su bota y sacó algo brillante. Tragué saliva. Era una navaja.

—Oh, oh —dije, sarcástica.

—¡Loca de mierda! —rugió. Parecía tener muchas ganas de usar la navaja. Yo estaba demasiado involucrada como para mantener mi barrera mental, así que tuve una imagen bastante clara de lo que se proponía hacer conmigo. Me sacó de mis casillas. Fui hacia él con el firme propósito de hacerle tanto daño como pudiera. Pero él ya estaba preparado para atacar y se abalanzó sobre mí mientras yo hacía girar la cadena. Intentó clavarme la navaja en el brazo y falló por los pelos. La cadena, al retroceder, se enredó en su fino cuello con la voluptuosidad de una amante. El grito triunfal de Mack se convirtió en un ahogado jadeo. Soltó la navaja y aferró los eslabones con ambas manos. Al quedarse sin aire, se tiró sobre el duro pavimento, arrancándome la cadena de las manos.

Bueno, hasta aquí llegó la cadena de Jason. Me agaché para coger la navaja de Mack, y la agarré como si supiera lo que estaba haciendo. Denise había avanzado hacia mí.

Bajo las sombras proyectadas por las luces de seguridad, parecía una hechicera sureña.

Se detuvo en seco cuando vio que yo tenía la navaja. Maldijo, completamente trastornada, y de su boca salió una letanía de palabras terribles. Esperé a que terminara y entonces dije:

—Largaos. Ya.

Denise me lanzó una mirada cargada de odio. Intentó hacerse con los frascos de sangre, pero se lo impedí, así que ayudó a Mack a ponerse en pie. El aún respiraba con dificultad y seguía agarrado a la cadena. Denise prácticamente lo arrastró hasta el coche y lo metió a empujones en el asiento del copiloto. Luego, sacó unas llaves del bolsillo y ocupó el asiento del conductor.

Mientras escuchaba el sonido del motor, me di cuenta de que los Ratas ahora tenían otra arma. Más rápido de lo que me he movido en toda mi vida, corrí hasta el vampiro y le dije casi sin aliento:

—¡Impúlsate con los pies!

Lo cogí por debajo de los brazos y tiré de él con todas mis fuerzas. Entre los dos, conseguimos llegar a la linde del bosque, justo cuando el coche se abalanzaba rugiendo hacia nosotros. Denise no nos alcanzó por algo menos de un metro, y eso porque tuvo que girar para no chocar con un pino. Poco a poco, el sonido del potente motor se fue perdiendo en la distancia.

—¡Puff! —exclamé, y me arrodillé junto al vampiro porque mis piernas no me sostenían más. Respiré profundamente durante un minuto, tratando de recuperarme. El vampiro se agitó levemente y me volví para mirarlo. Descubrí horrorizada que le salían pequeñas columnas de humo de las muñecas, justo donde la plata rozaba su piel.

—Pobrecillo —dije, furiosa por no haberle prestado atención enseguida. Aún sin aliento, comencé a desatar las finas hebras de plata que parecían formar parte de una larguísima cadena—. Mi pobre niño —susurré, sin reparar hasta más tarde en lo incongruente que aquello sonaba. Tengo manos ágiles y fui capaz de liberarle con bastante rapidez. Me preguntaba cómo habrían sido capaces de distraerlo para poder atarlo, y noté que me sonrojaba al imaginármelo.

El vampiro cobijó las manos en su pecho mientras yo intentaba desatarle las piernas. Sus tobillos se encontraban en mejor estado porque los drenadores no habían conseguido subirle las patas del pantalón, y la plata no había entrado en contacto directo con la piel.

—Siento no haber llegado antes —me disculpé—. Te encontrarás mejor enseguida, ¿verdad? ¿Quieres que me marche?

—No —eso me hizo sentir genial; hasta que añadió—: Podrían volver, y aún no puedo defenderme —su respiración era irregular pero no se puede decir que estuviera extenuado.

Puse cara de pocos amigos y, mientras se recuperaba, decidí extremar las precauciones. Me senté de espaldas a él para proporcionarle cierta intimidad. Sé lo desagradable que es que te miren cuando lo estás pasando mal. Me agaché buscando un ángulo para poder vigilar el aparcamiento. Varios coches se fueron y otros llegaron, pero ninguno se acercó al lugar en que estábamos. Una ligera corriente de aire fue suficiente para saber que el vampiro se había incorporado.

No dijo nada. Volví la cabeza para mirarlo. Estaba más cerca de lo que había pensado. Sus enormes ojos oscuros estaban clavados en los míos. Los colmillos se habían retraído; eso me decepcionó un poco.

—Gracias —dijo con frialdad.

Conque no le hacía mucha ilusión que una mujer lo hubiera rescatado. Típico en un hombre.

Como estaba siendo tan desagradable me entraron ganas de corresponderle, así que dejé que mi mente escuchara con total libertad. Y lo que oí fue nada.

—Oh —dije, notando el tono de sorpresa en mi voz, casi sin saber lo que decía—. No puedo «oírte».

—Gracias —repitió el vampiro silabeando.

—No, no... Puedo oírte hablar, pero... —completamente aturdida, hice algo que de otro modo jamás habría hecho porque resulta agresivo, no está bien, y además pone al descubierto mi tara. Me volví por completo hacia él, puse las manos a ambos lados de su cara y le miré fijamente. Me concentré todo lo que pude.
Nada.
Era como estar condenada a escuchar la radio todo el rato, emisoras que jamás sintonizaría, y de repente dar con una frecuencia que no se recibe.

Estaba en el cielo.

Me miraba con ojos cada vez más abiertos, cada vez más oscuros, pero seguía muy quieto.

—Oh, perdona —dije, avergonzada. Retiré las manos y volví la vista al aparcamiento. Empecé a balbucear algo sobre Mack y Denise, sin dejar de pensar ni por un instante en lo maravilloso que sería pasar el tiempo con alguien a quien no pudiera oír a menos que decidiera hablar en alto. ¡Qué hermoso era su silencio!—... Así que pensé que debía salir a ver qué tal estabas —concluí; no tenía ni idea de qué había estado diciendo.

—Saliste a rescatarme. Has sido muy valiente —dijo, con una voz tan seductora que hubiera hecho que a DeeAnne se le cayeran las bragas de puro placer.

—Déjalo —le corté, volviendo a la realidad bruscamente.

Se quedó atónito durante todo un segundo. Luego su cara recuperó su delicada blancura.

—¿No te da miedo estar aquí sola con un vampiro hambriento? —preguntó. Había algo paternalista, y a la vez peligroso, en el tono de sus palabras.

—No.

—¿Piensas que por haberme ayudado estás completamente a salvo a mi lado? ¿Que después de todos estos años aún albergo un resquicio de humanidad? Los vampiros suelen volverse contra las personas que confían en ellos. No tenemos sentimientos, ya lo sabes.

—Muchos humanos se vuelven contra la gente que los quiere —señalé. Suelo ser práctica—: No soy imbécil —estiré el brazo y le mostré el cuello. Mientras él se recuperaba, había enrollado las tiras de plata alrededor.

Se estremeció.

—Pero tienes una apetitosa arteria en la ingle —dijo tras una pausa, con una voz sinuosa como la de una serpiente.

—No digas guarradas —contesté—, por ahí no paso.

Una vez más nos miramos en silencio. Tenía miedo de no volverle a ver; al fin y al cabo, su primera visita al Merlotte's no había sido lo que se dice un éxito. Intenté retener cada detalle, sabía que iba a atesorar este momento para revivirlo durante mucho, mucho tiempo. Era algo singular, una especie de premio. Quería rozarle la piel de nuevo. Ya no recordaba su tacto. Pero eso suponía traspasar cualquier norma de educación elemental, además de hacer que él volviese a la carga con todo ese rollo en plan seductor.

—¿Te apetece probar la sangre que me sacaron? —preguntó de improviso—. Sería una forma de mostrarte mi gratitud —señaló los viales desparramados por el suelo—. Se supone que si la bebes, mejorarán tu vida sexual y tu salud.

—Estoy más sana que una manzana —le respondí con sinceridad—, y no tengo vida sexual que mejorar. Haz lo que quieras con ellos.

—Podrías venderlos —sugirió, pero creo que sólo quería ver mi reacción.

—Ni siquiera los tocaría —dije, ofendida.

—Tú eres diferente —dijo—. ¿Qué eres? —por la forma en que me miraba, parecía estar analizando distintas posibilidades. Comprobé con alivio que no podía oír ni una sola.

—Bueno, me llamo Sookie Stackhouse, y soy camarera —le respondí—. Tú, ¿cómo te llamas? —pensé que al menos eso podía preguntárselo sin parecer atrevida.

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