Read Muerto hasta el anochecer Online
Authors: Charlaine Harris
Estaba claro que Bill corría algún tipo de peligro; y, si eso era así, yo también.
—Tienes una sonrisa muy rara —dijo el vampiro alto, pensativo. Me gustaba más cuando se reía.
—Vamos, Malcolm —dijo Diane—. A ti todas las humanas te parecen raras.
Malcolm atrajo al humano hacia sí y le estampó un largo beso. Estaba empezando a encontrarme mal. Ese tipo de cosas son íntimas.
—Eso es cierto —contestó Malcolm, retirándose un poco, para disgusto del joven—. Pero ésta tiene algo raro. Puede que su sangre esté rica.
—¡Bah! —dijo la mujer rubia, con una voz tan ácida como para agrietar la pintura de las paredes—. No es más que la loca de Sookie Stackhouse.
Miré a la mujer con más atención. Tras eliminar mentalmente unos cuantos años de mala vida y la mitad del maquillaje, la reconocí finalmente: Janella Lennox. Había sido camarera del Merlotte's. Sam había tardado en echarla dos semanas. Arlene me contó que se había mudado a Monroe.
El vampiro de los tatuajes rodeó a Janella con el brazo y empezó a sobarle el pecho. Palidecí. Estaba asqueada. Pero la cosa fue a peor cuando ella, con la misma indecencia, le puso la mano en la entrepierna y comenzó a frotar.
Por lo menos estaba claro que los vampiros sí que pueden mantener relaciones sexuales. En ese momento, no me pareció muy excitante saberlo.
Malcolm me había seguido mirando, y yo le había seguido mostrando mi desagrado.
—Sigue pura —le dijo a Bill, con una sonrisa llena de expectativas.
—Es mía —repitió Bill; ahora con mayor intensidad. La advertencia no habría podido ser más clara si hubiera venido de una serpiente de cascabel.
—Venga, Bill, no me irás a decir que esta cosita puede darte todo lo que tú necesitas —dijo Diane—. Se te ve mustio y con mal color. No te ha estado cuidando bien —me acerqué un par de centímetros más a Bill—. Vamos —le apremió Diane, a la que estaba empezando a odiar—. Prueba un sorbo de la que está con Liam o de Jerry, el precioso muchachito de Malcolm.
Janella ni se inmutó por que la ofreciesen por ahí —quizá porque estaba demasiado ocupada bajando la cremallera de los vaqueros de Liam— pero Jerry se deslizó encantado hacia Bill. Sonreí como si se me fueran a partir las mandíbulas mientras aquel crío lo abrazaba, le besaba el cuello y frotaba el pecho contra su camisa.
La tensión del rostro de mi vampiro resultaba terrible de contemplar. Desplegó sus colmillos. Era la primera vez que los veía completamente extendidos. Estaba claro, la sangre sintética no estaba cubriendo todas las necesidades de Bill.
Jerry comenzó a lamerle un lunar del cuello. Mantener la guardia en esta situación estaba empezando a resultarme imposible. Como tres de los presentes eran vampiros —cuyos pensamientos no podía oír—y Janella estaba completamente entregada a su tarea, sólo quedaba Jerry. «Escuché», y sentí arcadas.
Bill, temblando ante la tentación, ya se acercaba para hundir sus colmillos en el cuello de Jerry cuando grité:
—¡Para! ¡Tiene el sinovirus!
Como liberado de un hechizo, Bill me miró por encima del hombro de Jerry. Respiraba con pesadez pero sus colmillos se habían retraído. Aproveché la situación para avanzar unos pasos más. Ahora estaba a unos treinta centímetros de él.
—Sino-sida —dije.
La sangre de las personas alcohólicas o bajo la influencia de grandes dosis de drogas afectaba a los vampiros temporalmente, y se decía que algunos de ellos hasta disfrutaban con los efectos; pero jamás contraían sida, enfermedades de transmisión sexual o cualquier otra plaga que asolara a la humanidad.
Con excepción del sino-sida. Este virus no acababa con la vida de los vampiros con la misma certeza con que el del sida mataba a los humanos, pero los debilitaba enormemente durante aproximadamente un mes, período en el que resultaba relativamente fácil capturarlos y clavarles una estaca. Además, de vez en cuando sucedía que algún vampiro moría definitivamente —¿«remoría»?— sin necesidad de una estaca tras haberse estado alimentando en más de una ocasión con la sangre de un humano infectado. Aunque aún era poco frecuente en los Estados Unidos, el sino-sida estaba ganando terreno a pasos agigantados en ciudades portuarias como Nueva Orleans, en las que marineros y viajeros de muy diversa procedencia se mezclaban en un ambiente festivo.
Todos los vampiros estaban paralizados mirando a Jerry como a la misma muerte, algo que, quizá, para ellos, fuera precisamente a suponer.
El bello muchacho me cogió completamente desprevenida. Se giró y saltó sobre mí. No era un vampiro, pero era fuerte; estaba claro que la enfermedad se encontraba en una primera fase. Me empujó contra la pared que estaba a mi izquierda. Con una mano, me agarró del cuello y alzó la otra para golpearme en la cara. Aún estaba subiendo los brazos para defenderme cuando alguien asió la mano de Jerry. Se quedó completamente inmóvil.
—Suéltale la garganta —dijo Bill con una voz tan aterradora que yo misma me asusté. A estas alturas, dudaba de que volviera a sentirme a salvo alguna vez. Los dedos de Jerry no se aflojaban y emití una especie de lloriqueo sin pretenderlo en absoluto. Miré de reojo a ambos lados. Entonces me di cuenta de que Bill le estaba agarrando la mano y Malcolm lo había cogido por las piernas. Jerry, completamente lívido, estaba demasiado aterrado para comprender lo que se esperaba de él.
Todo se volvió muy confuso, un enjambre de voces zumbaba a mi alrededor. La mente de Jerry luchaba contra la mía. Era incapaz de mantenerle apartado. La imagen del amante que lo había contagiado nublaba su cerebro; un amante que le había abandonado por un vampiro; un amante al que el propio Jerry había asesinado en un virulento ataque de celos. Jerry sabía que iba a morir a manos de los vampiros que había querido matar, y su ansia de venganza no quedaba satisfecha con haberlos infectado.
Vi la cara de Diane por encima del hombro de Jerry. Estaba sonriendo.
Bill le rompió la muñeca.
Jerry gritó y cayó al suelo. El riego volvió a llegarme a la cabeza y estuve a punto de desmayarme. Malcolm recogió a Jerry y lo llevó al sofá, con la misma naturalidad que si fuera una alfombra enrollada, pero su rostro no tenía nada de natural; supe que Jerry tendría suerte si moría pronto.
Bill se colocó ante mí, ocupando el lugar en el que había estado Jerry. Con los dedos, los mismos que le habían fracturado la muñeca a Jerry, me acarició el cuello tan dulcemente como lo habría hecho mi abuela. Posó un dedo en mis labios para indicarme que debía guardar silencio.
Después, pasándome un brazo alrededor, se volvió a los vampiros.
—Todo esto ha sido muy entretenido —dijo Liam. Su voz sonaba tan serena como si Janella no estuviese allí mismo dándole un masaje íntimo sobre el sofá. No se había molestado en mover ni un dedo durante todo el incidente. Ahora tenía a la vista tatuajes que por nada del mundo hubiera podido imaginar. Me revolvían el estómago—. Pero creo que deberíamos ir pensando en regresar a Monroe. Habrá que tener una pequeña charla con Jerry cuando se despierte, ¿verdad, Malcolm?
Malcolm se echó al hombro a Jerry, que estaba inconsciente. Diane parecía decepcionada.
—Oye, tíos —protestó—. No nos hemos enterado de por qué lo sabía ésta.
La mirada de los dos vampiros se fijó al mismo tiempo en mí. Casualmente, Liam eligió ese preciso instante para correrse. Vale, sí que podían hacerlo. Tras un breve suspiro de culminación, dijo:
—Gracias, Janella. Buena pregunta. Malcolm, nuestra querida Diane ha vuelto a ir directa a la yugular —y los tres vampiros rieron como si aquel chiste tuviera mucha gracia, aunque a mí me parecía espantoso.
—Todavía no puedes hablar, ¿verdad, cariño? —Bill me apretó el hombro mientras preguntaba, como si no fuera a pillar la indirecta.
Sacudí la cabeza.
—Creo que yo podría hacerla hablar —se ofreció Diane.
—Diane, te olvidas de que... —dijo Bill con suavidad.
—Ah, sí. Que es tuya —le interrumpió Diane. Pero no parecía que estuviera ni amedrentada ni muy convencida.
—Ya iremos a veros en alguna otra ocasión —dijo Bill con un tono que dejaba claro que tendrían que irse o luchar con él.
Liam se puso en pie, se subió la bragueta y le hizo un gesto a su hembra humana.
—Vamos, Janella. Nos están desalojando —los tatuajes de sus musculosos brazos se tensaron mientras se estiraba. Janella pasó las manos por su costado como si no pudiera tener bastante de él. Liam la apartó sin ninguna delicadeza, como si fuera una mosca. Ella pareció irritada; a mí me habría mortificado, pero Janella parecía estar acostumbrada a esa clase de tratamiento.
Malcolm cogió a Jerry y lo sacó por la puerta principal sin mediar palabra. Si beber la sangre de Jerry le había transmitido el virus, desde luego éste aún no le había debilitado lo más mínimo. Diane salió la última. Se echó el bolso al hombro y lanzó una ávida mirada hacia atrás.
—Bueno, tortolitos, entonces os dejaré a solas. Ha estado muy bien, cielo —dijo frivolamente, y salió dando un portazo.
En cuanto escuché arrancar el coche, me desmayé; algo que nunca jamás había hecho, y que espero no volver a hacer, aunque en esta ocasión me pareció más que justificado.
Daba la impresión de que pasaba bastante tiempo inconsciente cerca de Bill. Sabía que tenía que considerar esta cuestión, de vital importancia, pero aquél no era el momento. Cuando volví en mí, todo lo que había visto y oído se agolpó en mi mente y sentí náuseas de verdad.
Inmediatamente, Bill me inclinó sobre el borde del sofá aunque conseguí reprimir el vómito, quizá porque no tenía casi nada en el estómago.
—¿Todos los vampiros se comportan así? —susurré. Tenía la garganta magullada y dolorida—. Son horribles.
—Intenté localizarte en el bar cuando me enteré de que no estabas en casa —dijo Bill con tono neutro—, pero ya te habías ido.
Aunque sabía que no valía para nada, empecé a llorar. Para entonces, Jerry debía de estar muerto y sentí que debería haber hecho algo para evitarlo. Por otra parte, no podía callarme cuando estaba a punto de infectar a Bill. Había tantas cosas de aquel breve episodio que me habían afectado profundamente que no sabía por dónde empezar a asimilarlas. En no más de quince minutos había temido por mi vida, por la de Bill —bueno, más bien, por su existencia—; había sido testigo de actos sexuales que deberían ser estrictamente privados; había visto a mi posible amorcito en las garras de una sangrienta lujuria —y hago énfasis en «lujuria»— y un chapero había estado a punto de asfixiarme.
Tras pensarlo dos veces, me concedí permiso absoluto para desahogarme. Me senté, me puse a llorar y luego me sequé las lágrimas con un pañuelo que Bill me había dejado. Dediqué unos instantes a preguntarme para qué necesitaría un pañuelo un vampiro, lo que constituyó un pequeño remanso de normalidad ahogado en un mar de lágrimas y nervios.
Bill mostró tener sentido común al no abrazarme. Se sentó en el suelo y tuvo la delicadeza de apartar la mirada mientras me enjugaba el llanto.
—Cuando los vampiros viven en nidos —dijo de repente— suelen hacerse más crueles porque se incitan a ello entre sí. Se ven reflejados en los otros constantemente y eso les hace recordar lo mucho que distan de ser humanos. Dictan sus propias leyes. Los vampiros como yo, que vivimos solos, tenemos más facilidad para acordarnos de nuestra antigua condición de humanos —escuché su suave voz reproducir lentamente sus pensamientos, mientras Bill intentaba explicarme lo inexplicable—. Sookie, nuestra vida consiste, y durante siglos ha consistido, en seducir y tomar. La sangre sintética y la reacia aceptación de los humanos no va a cambiar ese hecho de la noche a la mañana; ni siquiera en una década. Diane, Liam y Malcolm llevan cincuenta años juntos.
—¡Qué romántico! —dije, y en mi voz escuché algo que nunca antes había mostrado: mordacidad—. Son sus bodas de oro.
—¿Podrías olvidarte de todo esto? —me preguntó. Sus enormes ojos oscuros estaban cada vez más cerca. Su boca sólo estaba a cinco centímetros de la mía.
—No lo sé —contesté, y, sin pensarlo, añadí—: ¿Sabes? No sabía si podrías hacerlo.
—¿Hacer qué? —preguntó, arqueando las cejas inquisitivamente.
—Tener... —y me detuve, pensando en un modo amable de expresarlo. Aquella tarde había presenciado más ordinariez que en toda mi vida y no quería añadir ninguna más—... una erección —dije, eludiendo su mirada.
—Pues ahora ya lo sabes —sonaba como si estuviera intentando no encontrarlo gracioso—. Podemos mantener relaciones sexuales, pero no tener hijos o dejar embarazada a una mujer. ¿No te sientes mejor al saber que Diane no puede tener niños?
Me estaba sacando de quicio. Abrí mucho los ojos y le miré fijamente. Luego, marcando mucho cada palabra, le dije:
—No te rías de mí.
—Venga, Sookie —dijo, y acercó la mano para acariciarme.
Esquivé su mano y me puse en pie con dificultad. Afortunadamente, no intentó ayudarme. Se quedó mirándome con la cara inmóvil, completamente indescifrable. Sus colmillos estaban replegados, pero sabía que aún sentía hambre. Peor para él.
Mi bolso estaba en el suelo, junto a la puerta de entrada. Con pasos inseguros, empecé a caminar. Saqué la lista de electricistas del bolsillo y la dejé en la mesa.
—Me tengo que ir.
De repente estaba delante de mí. Había vuelto a hacer uno de esos trucos de vampiros.
—¿Puedo darte un beso de despedida? —me preguntó con los brazos en los costados, dejando muy claro que no me tocaría hasta que yo se lo permitiera.
—No —dije con vehemencia—. No lo soportaría después de todo esto.
—Iré a verte.
—Vale. Como quieras.
Se adelantó para abrirme la puerta, pero pensé que iba a agarrarme y me estremecí. Me giré bruscamente y casi corrí hasta el coche, con los ojos empañados en lágrimas de nuevo. Me alegré de que el camino a Casa fuera tan corto.
El teléfono llevaba un rato sonando. Me tapé la cabeza con la almohada; seguro que la abuela podía cogerlo. Como aquel irritante sonido persistía, me imaginé que la abuela debía de haber salido a hacer la compra o que estaría fuera, trabajando en el jardín. Comencé a arrastrarme hasta la mesilla, no muy feliz, aunque resignada. Con el dolor de cabeza y los remordimientos de quien tiene una resaca de espanto —aunque la mía era más de tipo emocional que alcohólico—, extendí una temblorosa mano para coger el auricular.