Muerto hasta el anochecer (26 page)

Read Muerto hasta el anochecer Online

Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto hasta el anochecer
12.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues del vivero. Iré a por él esta semana.

—Tardan mucho en crecer.

—¿Y a ti que más te da? —le espeté. Volví a dejar la pala en el cobertizo y me apoyé en la pared, completamente exhausta.

Bill hizo amago de recogerme.

—¡Soy una
mujer adulta\
—rugí—. ¡Y puedo entrar en casa yo sólita!

—¿Te he hecho algo? —preguntó Bill. Su voz no resultó nada tierna y eso me devolvió a la realidad. Ya me había recreado bastante en mis miserias.

—Lo siento —le dije—, otra vez.

—¿Se puede saber qué te ha enfurecido tanto?

No podía contarle lo de Arlene.

—Bill, ¿tú qué haces cuando estás furioso?

—Hago astillas un árbol —contestó—.Aveces hiero a alguien.

Al lado de eso, cavar un agujero parecía bastante inofensivo; hasta podía considerarse algo constructivo. Todavía estaba tensa. Ya no sentía la pulsión de la furia haciendo que la sangre me ardiera en las venas; sólo era una especie de zumbido apagado que, de todas formas, necesitaba descargar. Miré a mi alrededor en busca de una víctima propiciatoria. Bill demostró tener ojo clínico para interpretar correctamente los síntomas.

—Haz el amor —sugirió—. Haz el amor conmigo.

—No estoy de humor para eso.

—Deja que intente persuadirte.

Y resulta que lo consiguió.

Al menos sirvió para deshacerme del exceso de energía que me invadía, pero aún sentía un residuo de tristeza que el sexo no podía curar. Arlene había herido mis sentimientos. Miré al vacío mientras Bill me trenzaba el pelo, pasatiempo que al parecer encontraba arrobador.

De vez en cuando me sentía como si fuera su muñeca.

—Jason ha estado esta noche en el bar —le dije.

—¿Y qué quería?

Aveces Bill se pasaba de listo. Aunque siempre acertaba.

—Solicitar que ponga en práctica mis poderes mentales. Quiere que me meta en las mentes de los hombres que vienen al bar hasta encontrar al asesino.

—Salvo por una docena de inconveniencias, no es tan mala idea.

—¿Tú crees?

—Tanto tu hermano como yo quedaríamos libres de toda sospecha si el asesino estuviera entre rejas. Y ya no correrías peligro.

—Tienes razón, pero no sé cómo enfrentarme a ello. Sería duro, doloroso y aburrido tener que vadear toneladas de información tratando de encontrar un minúsculo detalle, una ráfaga de pensamiento.

—No más doloroso ni más duro que ser sospechoso de asesinato. Lo que pasa es que te has acostumbrado a bloquear tu don.

—¿Eso crees? —comencé a volverme para mirarle a la cara, pero Bill me retuvo para poder acabar la trenza. Jamás había pensado que mantenerme fuera de la mente de los demás pudiera considerarse un acto egoísta, pero en esta ocasión tal vez lo fuera. Tendría que invadir parcelas muy íntimas—. Como un detective —murmuré, tratando de reflejarme en un espejo más amable que el de una simple entrometida.

—Sookie —dijo Bill, y su tono apremiante me obligó a prestar atención—, Eric me ha pedido que vuelva a llevarte a Shreveport.

Me llevó un par de segundos recordar quién era Eric.

—Ah, ¿Eric el vampiro vikingo?

—El vampiro venerable —corrigió Bill.

—¿Quieres decir que te ha ordenado que me lleves? —no me gustaba nada cómo sonaba aquello. Había permanecido sentada al borde de la cama, con Bill detrás, todo ese tiempo, pero ahora me giré para mirarlo a la cara. Esta vez no hizo nada por impedirlo. Lo observé detenidamente, encontrando en su expresión algo que jamás había visto—.
Tienes
que hacerlo —solté, horrorizada. No podía imaginarme a nadie dándole a Bill una orden—. Pero cariño, yo no quiero ir a verlo.

Estaba claro que mi opinión no suponía diferencia alguna.

—Pero ¿quién se supone que es, «el Padrino» de los vampiros? —pregunté furiosa e incrédula—. ¿Es que te ha hecho una oferta que no has podido rechazar?

—Es mayor que yo. Y siendo objetivos, bastante más fuerte.

—Nadie es más fuerte que tú —afirmé, categórica.

—Ojalá fuera así.

—¿Así que es una especie de Capitán General de la Décima Región Vampírica o algo así?

—Sí, más o menos.

Bill nunca había soltado prenda sobre cómo organizaban los vampiros sus asuntos. Hasta el momento, eso no había supuesto ningún problema para mí.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Qué pasa si no voy?

Bill esquivó la primera pregunta.

—Enviará a alguien, a unos cuantos, a buscarte.

—Otros vampiros.

—Sí—los ojos de Bill se tornaron opacos. Pude apreciar su brillante iris castaño.

Traté de pensar en ello con detenimiento. No estaba acostumbrada a que me dieran órdenes, ni a no tener ninguna elección. A mi torpe mente le llevó varios minutos evaluar la situación.

—Entonces, ¿te sentirías obligado a luchar contra ellos?

—Por supuesto. Eres mía.

Ahí estaba el «mía» otra vez. Parecía que lo decía en serio. Me dieron ganas de ponerme a protestar, pero sabía que no iba a servirme de nada.

—Supongo que no me queda otra —dije, tratando de no sonar cortante—. Pero es un chantaje en toda regla.

—Sookie, los vampiros no son como los humanos. Eric se limita a emplear el mejor medio de conseguir su objetivo, que es llevarte a Shreveport. No ha necesitado explicarme las posibles consecuencias de negarme, se da todo por sobreentendido.

—Bueno, yo ahora también lo entiendo, pero lo detesto. ¡Estoy entre la espada y la pared! Además, ¿qué quiere de mí? —acudió a mi mente una respuesta obvia, y miré a Bill, aterrada—. ¡No, eso sí que no!

—No va a acostarse contigo ni a morderte; no sin antes matarme a mí —el luminoso rostro de Bill perdió todo vestigio de familiaridad para tornarse completamente ajeno.

—Y él lo sabe —aventuré—, así que debe de haber algún otro motivo para que me quiera en Shreveport.

—Sí —convino Bill—, pero no sé cuál.

—Bueno, si no tiene que ver con mi irresistible presencia o con la rara exquisitez de mi sangre, debe de tratarse de mi... pequeña rareza.

—Tu don.

—Claro —repuse, sarcástica—. Mi precioso don —toda la furia que pensé que ya me había quitado de encima regresó para aplastarme con la fuerza de un gorila macho de unos doscientos kilos, bastante cabreado. Y además, estaba muerta de miedo. Me pregunté cómo se sentiría Bill; pero me daba pánico preguntárselo.

—¿Cuándo? —pregunté en su lugar.

—Mañana por la noche.

—Supongo que éstos son los inconvenientes de tener una relación tan poco convencional —por encima de su hombro podía ver el diseño que mi abuela había escogido diez años atrás para recubrir las paredes de la estancia. Me prometí que si salía viva de aquélla, volvería a empapelar la casa.

—Te quiero —su voz no era más que un susurro.

Aquello no era culpa suya.

—Yo también —le dije. Tuve que contenerme para no rogarle: «Por favor, no dejes que el vampiro malo me haga daño; no dejes que me viole». Si mi situación era comprometida, la de Bill lo era el doble. No podía ni empezar a imaginarme el autocontrol que debía de estar empleando. A no ser que de verdad estuviera tranquilo. ¿Podía un vampiro enfrentarse al dolor y a ese tipo de impotencia sin sufrir ningún tipo de cataclismo interior?

Escudriñé su rostro de líneas puras y piel blanca, que me era ya tan familiar; los oscuros arcos de sus cejas y el soberbio perfil de su nariz. Me fijé en que sus colmillos asomaban levemente; yo sabía que la rabia y la lujuria hacían que se desplegaran por completo.

—Esta noche —dijo—, Sookie... —con las manos me indicó que me tumbara junto a él.

—¿Qué?

—Creo que esta noche deberías beber de mí.

Puse cara de asco.

—¡Uggh! ¿No necesitas reservar todas tus fuerzas para mañana por la noche? Ahora no estoy herida.

—¿Cómo te has sentido desde que bebiste de mí, desde que puse mi sangre en tu interior?

Reflexioné antes de contestar.

—Bien —admití.

—¿Has estado enferma?

—No, pero es que casi nunca lo estoy.

—¿Has notado algún aumento de energía?

—¡Sólo cuando no me la chupas tú! —dije con acidez, pero noté que mis labios se curvaban hacia arriba dibujando una incipiente sonrisa.

—¿Te sientes más fuerte?

—Pues... supongo que sí —por primera vez caí en la cuenta de lo extraordinario que resultaba haber cargado yo sola con una butaca nueva la semana anterior.

—¿Te ha sido más fácil controlar tu poder?

—Sí, eso sí que lo he notado —lo había achacado a una mayor relajación.

—Si bebes de mí esta noche, mañana tendrás más recursos.

—Pero tú estarás más débil.

—Si no tomas mucho, podré recuperarme durante el día mientras duermo. Y puede que mañana tenga que buscar a alguien más de quien beber, antes de que salgamos para allá.

Mi rostro reflejó dolor. Sospechar que lo hacía y saberlo eran dos cosas muy diferentes.

—Sookie, es por nosotros. Nada de sexo con otras personas, te lo prometo.

—¿De verdad crees que todo esto es necesario?

—Puede que lo sea. Como mínimo es útil, y eso ya es mucho.

—Venga, vale. ¿Qué hay que hacer? —sólo conservaba recuerdos muy difusos de la noche de la paliza, de lo cual me alegraba mucho.

Me miraba con curiosidad. Tuve la vaga impresión de que la situación le hacía gracia.

—¿No te excita, Sookie?

—¿El qué? ¿Beber tu sangre? Discúlpame, pero no me pone nada.

Sacudió la cabeza como si no pudiera entenderlo.

—Me había olvidado —se limitó a decir—, me olvido a veces de que no somos iguales. ¿Qué será: cuello, muñeca o ingle?

—Ingle no —me apresuré a decir—. No sé, Bill, ¡qué asco! Lo que sea.

—Cuello —dijo él—. Ponte encima de mí, Sookie.

—Eso es como el sexo.

—Es la forma más fácil.

Me puse a horcajadas sobre él y fui acercándome poco a poco. Resultaba muy extraño; era una postura que tan sólo usábamos para hacer el amor.

—Muerde, Sookie —susurró.

—¡No puedo! —exclamé.

—Muerde o tendré que coger un cuchillo.

—Mis dientes no son tan afilados como los tuyos.

—Créeme, lo serán más que suficiente.

—Te voy a hacer daño.

Se rió en silencio; sentí que su pecho se agitaba debajo de mí.

—Maldita sea —respiré muy hondo, me armé de valor y le mordí el cuello. Apreté con todas mis fuerzas porque no tenía sentido alargar aquello. Saboreé el gusto metálico de la sangre. Bill gimió suavemente y sus manos acariciaron mi espalda y se deslizaron más abajo. Sus dedos me encontraron.

Di un respingo de sorpresa.

—Bebe —dijo con la voz ronca, y yo aspiré con fuerza. Volvió a gemir, más alto, más profundo; y sentí que se apretaba contra mí. Me invadió una suerte de locura y me aferré a él como una lapa. Me penetró y comenzó a moverse. Sus manos se clavaron en mis caderas. Bebí y tuve visiones; visiones de cuerpos blancos sobre fondo negro. Figuras que se elevaban del suelo con un solo anhelo; la emoción de la persecución a través del bosque, los jadeos de la presa, su excitante miedo... La caza, el resonar de las atropelladas pisadas, el febril palpitar de la sangre en las venas del fugitivo...

Bill emitió un sonido estrangulado y se descargó en mi interior. Aparté la cabeza de su cuello y una corriente de voluptuosidad me arrastró hasta el océano.

Para estarle ocurriendo a una camarera telépata del norte de Luisiana, no estaba nada mal.

9

Al día siguiente, a la caída del sol, me estaba terminando de arreglar. Bill me había avisado de que iría a alguna parte a alimentarse y, por poco que me gustase la idea, tuve que reconocer que aquello era lo más sensato que podía hacer. También había acertado al describir los efectos que produciría en mí el improvisado complemento vitamínico de la noche anterior. Me encontraba genial; rebosante de fuerza, en constante alerta, aguda e ingeniosa y, por extraño que parezca, preciosa.

¿Qué ropa podía ponerme para mantener mi propia entrevista con el vampiro? No quería que pareciera que intentaba resultar sexy, pero tampoco quería hacer el ridículo llevando un «saco de patatas» por atuendo. Como casi siempre, la mejor solución la ofrecían unos buenos vaqueros de color azul. Me puse unas sandalias blancas y una camiseta clara de cuello redondo. No había vuelto a usarla desde que empecé a salir con Bill porque dejaba al descubierto las marcas de los mordiscos, pero pensé que aquella noche no había mejor forma de reafirmar su «propiedad» sobre mí. Al recordar que la otra vez la policía me había revisado el cuello, decidí meter un pañuelo en el bolso. Y considerando la noche que tenía por delante, añadí también una gargantilla de plata. Me cepillé el pelo, que parecía al menos tres tonos más rubio de lo habitual, y lo dejé caer suelto sobre mi espalda.

Justo cuando ya no podía quitarme de la cabeza la imagen de Bill con otra persona, mi vampiro llamó a la puerta. Abrí, y nos quedamos mirándonos fijamente el uno al otro durante un largo minuto. Su boca tenía un color más intenso que de costumbre. Entonces, lo había hecho. Me mordí los labios para no decir nada.

—Sí que estás distinta.

—¿Crees que alguien más se dará cuenta? —esperaba que no.

—No lo sé —me ofreció su mano y caminamos hasta su coche. Me abrió la puerta y pasé bruscamente a su lado. Erguí la cabeza—. ¿Qué te pasa? —preguntó al advertir mi reacción.

—Nada —respondí, tratando de no elevar el tono. Me instalé en el asiento del copiloto y dirigí la mirada al frente.

Me dije que era como enfadarse con las vacas cada vez que él comiera una hamburguesa, lo que, por cierto, no era muy probable. Pero, por lo que fuera, el símil no acabó de tranquilizarme.

—Hueles diferente —le dije, cuando ya llevábamos varios minutos circulando por la carretera. Seguimos sin cruzar palabra un rato más.

—Ahora ya sabes lo que sentiré si Eric te toca —confesó, de repente—, aunque, en mi caso, será peor porque Eric disfrutará haciéndolo y yo no he disfrutado mucho de mi cena.

A mi humilde entender, aquello no era completamente cierto: yo siempre disfruto comiendo; cualquier cosa, aunque no se trate de mi plato favorito... Pero le agradecía la buena intención.

No hablamos mucho; los dos estábamos preocupados por lo que nos aguardaba. El camino hasta Shreveport no pudo hacérsenos más corto. Aparcamos en la parte trasera del bar. En cuanto Bill me abrió la puerta del coche tuve que reprimir el impulso de aferrarme al asiento y negarme a salir. Una vez conseguí ponerme en pie, tuve que combatir el intenso deseo de esconderme detrás de él. Ahogué un suspiro, me cogí de su brazo y caminamos juntos hacia la puerta, como una pareja que acude ilusionada a una fiesta. Bill me contempló con aprobación.

Other books

Homecoming by Denise Grover Swank
Two Short Novels by Mulk Raj Anand
You Can't Hurry Love by Beth K. Vogt
The Fallen Angel by David Hewson
Envy by Olsen, Gregg
Generosity: An Enhancement by Richard Powers
The Dressmaker by Kate Alcott
Evening in Byzantium by Irwin Shaw