—Venga a verme, ¿lo hará? —dijo, dándole su dirección—. No hay mucho que hacer por la noche. Me quedaré siempre en casa después de cenar y podemos escuchar música… la que sea.
Monica aceptó la invitación inmediatamente y dijo que estaría encantada de visitarla. A continuación la señora Cosgrove se despidió de ellos y se alejó tierra adentro con sus acompañantes.
Widdowson se quedó mirando el mar. La expresión de su rostro no daba lugar a engaño. Cuando Monica la vio, apretó los labios y esperó a ver lo que hacía o decía. No dijo nada, pero de repente dio la espalda a las olas y empezó a caminar. No hablaron hasta que se hallaron al amparo de las calles. Entonces Widdowson preguntó de pronto:
—¿Quién es esa mujer?
—Sólo sé su nombre y que visita a la señorita Barfoot.
—Me parece increíble —exclamó, visiblemente irritado— que no haya forma de librarse de esa gente.
Monica también estaba enfadada. Sentía cómo las mejillas, enrojecidas por el viento, se le encendían.
—Es más extraordinario aún que las aborrezcas de ese modo.
—Sea o no extraordinario, sí, las aborrezco, y preferiría que no fueras a visitar a esa mujer.
—No digas insensateces —respondió Monica con aspereza—. Por supuesto que iré a visitarla.
—¡Te lo prohibo! Si vas estarás desafiando mi voluntad.
—Entonces no me queda otro remedio que desafiar tu voluntad. Por supuesto que iré.
El rostro de Widdowson se distorsionó de forma exagerada. Si hubieran estado a solas, Monica habría sentido miedo de él. Se dirigió a toda prisa hacia la casa y durante unos instantes él la siguió; entonces se detuvo, se dio la vuelta y partió en dirección contraria.
Avanzó por el muelle sumido en arranques de furia; pasó frente a los hoteles y las casitas y llegó hasta St. Sampson. El viento, que de nuevo anunciaba una noche de tormenta, arreciaba y en algunos momentos llegó a impedirle avanzar; apretó los dientes como un loco y siguió adelante. Dejó atrás las canteras de Bordeaux Harbour y siguió hacia el extremo norte de la isla, las arenosas llanuras de L'Ancresse. Cuando empezó a caer la noche no había ningún ser humano a la vista. Se quedó quieto durante un cuarto de hora contemplando, o fingiendo contemplar, las nubes negras y bajas.
Cenaban a las siete. Poco antes de esa hora Widdowson apareció en casa y fue directo al salón, pero Monica no estaba. La encontró en el dormitorio, mirándose al espejo. Al ver reflejado en él el rostro de su marido se dio la vuelta al instante.
—¡Monica! —puso las manos sobre sus hombros y le susurró con voz ronca—: Monica, ¿ya no me amas?
Ella apartó la mirada sin responder.
—¡Monica!
Y de pronto se arrodilló delante de ella, la abrazó por la cintura y rompió a llorar.
—¿No es amor lo que sientes por mí? ¡Querida! ¡Querida y bella esposa! ¿Has empezado a odiarme?
A Monica se le llenaron los ojos de lágrimas. Le rogó que se levantara y que se calmara.
—¡He sido tan violento contigo, tan bruto! Hablaba sin pensar…
—Pero ¿por qué tienes que hablar así? ¿Por qué pierdes la razón de esta manera? Si me prohibes hacer pequeñas cosas que no suponen la más mínima amenaza, no puedes esperar que me lo tome a la ligera. Me resisto, no puedo evitarlo.
Él se había levantado y la estaba estrechando entre sus brazos. Monica sintió el calor de su aliento en la nuca cuando él empezó a susurrar:
—Te quiero toda para mí. No me gusta esa gente; piensan de forma demasiado diferente y te meten ideas odiosas en la cabeza. No son la clase de amigos que te conviene.
—No les comprendes y menos aún me comprendes a mí. ¡Oh, me haces daño, Edmund!
La soltó y tomó su cabeza entre las manos.
—Preferiría verte muerta antes de que dejaras de amarme. Puedes ir a ver a esa mujer. No diré nada en contra. Pero, Monica, tienes que serme fiel. ¡Tienes que serme fiel!
—¿Serte fiel? —repitió atónita—. ¿Qué he dicho o hecho para que te pongas así? Sólo porque quiero hacer amigos como hacen todas las mujeres…
—Es porque he vivido demasiado tiempo solo. Nunca he tenido más de uno o dos amigos y me pongo ridículamente celoso cuando quieres alejarte de mí y divertirte con desconocidos. Si no te hubiera conocido en esas extrañas circunstancias, casi milagrosas, nunca habría podido casarme. Si dejo que tengas esos amigos…
—No me gusta esa palabra. ¿Cómo que «me dejas»? ¿Acaso me consideras tu criada, Edmund?
—Sabes cómo te considero. Soy yo tu criado, tu esclavo.
—¡Oh, no me lo puedo creer! —se llevó el pañuelo a las mejillas y soltó una risa artificial—. Esas palabras no tienen ningún sentido. Eres tú quien prohibe, permite y ordena, y…
—No volveré a usar jamás esas palabras. Sólo convénceme de que me amas como antes.
—Me hace tan desgraciada tener que discutir contigo.
—¡Nunca más! ¡Dime que me amas! Rodéame con tus brazos, apriétame fuerte…
Monica le besó en la mejilla pero no dijo nada.
—¿No puedes decirme que me amas?
—Creo que te lo demuestro continuamente. Prepárate para cenar, son más de las siete. ¡Oh, has sido un estúpido!
Naturalmente siguieron hablando durante toda la noche. Monica se aferraba con admirable convicción a la postura que había adoptado; una mujer de más edad habría envidiado su seguridad inquebrantable aunque auténticamente racional respecto al derecho de vivir una vida propia, aparte de la que le imponían los deberes del matrimonio. Gran parte de esa fortaleza y de su expresión estaba evidentemente vinculada a las mujeres que tan sospechosas le parecían a Widdowson; antes de su estancia en Rutland Street ni siquiera habría podido formular ante sí misma las exigencias que ahora formulaba con tanta claridad. A pesar de pensar que no había aprendido nada de ellas y de que hasta hacía muy poco se oponía instintivamente a las doctrinas defendidas por la señorita Barfoot y Rhoda Nunn, lo cierto era que Monica debía la ínfima parte de educación que jamás había recibido a esas pocas semanas en Great Portland Street. Las circunstancias estaban dejando pruebas evidentes de lo apta que había sido como alumna, incluso contra su voluntad. El matrimonio, como ocurre siempre con las mujeres capaces de evolucionar, fue para ella un nuevo cielo y una nueva tierra; puede que ni siquiera hubiera pensado nunca en ningún asunto como pensaba ahora en la mañana del día de su boda.
—O confías plenamente en mí —dijo—, o no confías en absoluto. Si no puedes hacerlo, ¿cómo puedo amarte?
—¿Acaso no puedo aconsejarte? —preguntó su marido, desconcertado, e incluso atónito, ante esa extraordinaria revelación de una mujer que suponía conocer profundamente.
—¡Oh, existe una gran diferencia entre aconsejar y ordenar! —contestó Monica, echándose a reír—. Por ejemplo, lo de la novela de esta mañana. Claro que sé tan bien como tú que
Guy
Manne
ring es mejor, pero eso no impide que quiera formarme mi opinión sobre otros libros. No te tiene que dar miedo darme la misma libertad que te das a ti mismo.
El resultado fue que Widdowson vio cómo su amor se encendía con un fuego nuevo. Por un momento se consideró capaz de aceptar este cambio en la relación. La maravillosa idea de igualdad entre marido y mujer, ese evangelio que en días todavía muy lejanos iba a cambiar el mundo, avivó su imaginación por un instante y le exaltó de manera poco habitual en él.
Monica pagó por la energía empleada con un día de indisposición; tenía un insoportable dolor de cabeza, síntomas de fiebre y apenas pudo levantarse de la cama. Pero se recuperó y de nuevo tuvo ganas de salir a disfrutar del cielo azul que sigue a la tormenta.
—¿Me acompañarás a casa de la señora Cosgrove esta noche? —le preguntó a su marido.
Éste accedió y después de cenar fueron en busca del hotel donde se alojaba su conocida. Widdowson se sentía extremadamente incómodo, en parte porque no tenía nada que ponerse para la ocasión. Lejos de anticipar o desear que llevaría algún tipo de vida social en Guernsey, no se le había ocurrido llevarse un traje de etiqueta. Si hubiera conocido a la señora Cosgrove se habría ahorrado esa sensación de incomodidad. La señora en cuestión estaba en contra de instituciones mucho más importantes que los trajes de etiqueta y no le preocupaba lo más mínimo cómo vistieran sus invitados. Widdowson se horrorizó al ser recibido en una sala llena de mujeres. Junto a la anfitriona se encontraba la joven que habían visto en el muelle, la hermana soltera de la señora Cosgrove. La salud de la señorita Knott la había llevado a buscar ese retiro para pasar el invierno. Cuatro eran las invitadas; una tal señora Bevis y sus tres hijas, todas ellas mujeres rayanas en una dolencia u otra. La madre parecía ser una mujer algo retrasada y las hijas tenían aspecto de solteronas contra su voluntad.
Monica, que destacaba entre las invitadas por su belleza resplandeciente y dulce y por la calidad de su vestido, pronto se sintió como en casa; conversaba animadamente con las chicas, asombrada de su propia madurez, que percibió por primera vez. La señora Cosgrove, una mujer de mundo cuando las circunstancias así lo requerían, hizo lo que pudo por atender a Widdowson, que terminó por relajarse un poco.
Luego la señorita Knott se sentó al piano y tocó a un nivel más que aceptable, y la más joven de las hermanas Bevis cantó una pieza de Schubert con voz pasable aunque en un alemán desastroso, pero la única persona que lo notó fue la anfitriona.
Mientras tanto Monica había sido acaparada por la señora Bevis, que le hablaba de un asunto dolorosamente familiar para todos los amigos de la vieja señora.
—¿Conoce usted a mi hijo, señora Widdowson? Oh, pensaba que quizá le conociera. Espero que lo haga usted esta noche. Está aquí pasando dos semanas de vacaciones.
—¿Vive usted en Guernsey? —preguntó Monica.
—Prácticamente, y una de mis hijas está siempre conmigo. Las otras dos viven con su hermano en un piso en Bayswater. ¿Le gustan los pisos, señora Widdowson?
Monica habría mentido de haber confesado que no tenía experiencia al respecto.
—Para mí son toda una bendición —continuó la señora Bevis—. Son caros pero tienen muchísimas ventajas y comodidades. Mi hijo no dejaría su piso por nada del mundo. Como les decía, tiene siempre con él a sus dos hermanas para que se ocupen de la casa. Es un hombre muy joven, todavía no ha cumplido los treinta, pero aunque cueste creerlo todas nosotras dependemos de él. Mi hijo ha mantenido a toda la familia los últimos seis o siete años con su trabajo. Parece increíble, ¿verdad? Si no fuera por él no podríamos vivir. Mis queridas niñas están muy delicadas de salud y para ellas es imposible trabajar. Mi hijo ha hecho sacrificios extraordinarios por nosotras. Quería ser músico y todo el mundo cree que habría sido una eminencia; yo estoy convencida, aunque quizá sea lógico siendo su madre. Pero cuando nuestra situación empezó a ser dudosa y no sabíamos lo que nos esperaba, mi hijo aceptó meterse en el mundo de los negocios, más concretamente en el ramo de los vinos, con el que su padre estaba relacionado. Y se dedicó a ello con tanta nobleza y dio prueba de una habilidad tal que muy pronto todos nuestros temores se disiparon. Ahora, sin haber cumplido los treinta, goza de una situación bastante segura. Ya no necesitamos preocuparnos. Yo vivo aquí con poco en una casa ideal que está de camino a St. Martin's. Espero que vengan a verme. Las chicas, por su parte, van y vienen. Como pueden ver, ahora estamos todos aquí. Cuando mi hijo vuelva a Londres se llevará con él a la mayor y a la más pequeña. La mediana, mi querida Grace, está considerada una gran artista con las acuarelas y estoy segura de que, si lo necesitara, podría hacer de ello su profesión.
El señor Bevis entró en la sala y Monica reconoció al joven enérgico que había visto en el muelle. La anfitriona hizo las presentaciones y él empezó a conversar con el señor Widdowson. Cuando la concurrencia le pidió que cantara, les deleitó con una alegre pieza que a Monica le pareció una de las canciones más hermosas que jamás había escuchado.
—La ha compuesto él —susurró la señorita Grace Bevis, sentada en ese momento junto a la señora Widdowson.
Eso no hizo sino aumentar su deleite. A pesar de lo torpe que parecía la señora Bevis, sin duda no había exagerado al elogiar los méritos de su hijo. Éste parecía un muy buen tipo: amable, alegre y enérgico, además de un hombre realmente capaz. A Monica le pareció muy duro que tuviera que cargar con el destino de toda esa familia. ¡Lo que le debía costar mantener a todas esas mujeres! Seguramente no podía pensar en casarse por culpa de ellas.
El señor Bevis se acercó y se sentó a su lado.
—Muchas gracias —le dijo Monica— por esa hermosa canción. ¿Está publicada?
—¡Oh, no! —contestó, echándose a reír a la vez que agitaba su espeso cabello—. Es una de las dos o tres que conseguí componer cuando estudiaba en Alemania, hace años. ¿Toca usted?
Monica respondió con una triste negativa.
—Bueno, ¿qué importa? Hay mucha gente que siempre está encantada de poder tocar cuando se le pide que lo haga. Lo ideal sería que sólo se permitiera aprender a tocar un instrumento a los niños que de verdad demuestran un talento genuino para la música.
—En ese caso —dijo Monica— no creo que hubiera miles de personas dispuestas a tocar para mí.
—No —volvió a soltar su risa alegre—. No haga caso de mis contradicciones. Es una de mis costumbres. ¿Se va a quedar aquí todo el invierno?
—Desgraciadamente sólo unas semanas.
—¿Y no le asusta el viaje de vuelta?
—Para serle sincera sí. El viaje hasta aquí no fue nada fácil.
—En cuanto a mí, cómo soporto el viaje una y otra vez es algo que no me explico. Moriré en uno de ellos, no me cabe la menor duda. Las chicas tienen siempre que llevarme a tierra, una cogiéndome de los pelos y la otra de los pies. Felizmente estoy tan delgado que no tienen que esforzarse demasiado a la hora de cargar conmigo. Suelo recuperar mi peso en uno o dos días y a partir de ese momento mi salud es estupenda, como ahora. Ya ve usted lo maravillosamente en forma que estoy.
—Sí, tiene usted muy buen aspecto —replicó Monica, mirando su rostro bello y atractivo.
—Es realmente frustrante. En nuestra familia todos son de constitución enfermiza. Si trabajo durante dos meses sin descanso caigo en la más absoluta decrepitud. Han tenido que hacerme una silla de oficina especialmente para mí, para que pueda trabajar en mi escritorio. Le ruego que me disculpe si la abrumo con tantas payasadas, señora Widdowson —añadió de repente, cambiando de voz—. Es este aire, que me pone de un humor excelente. ¡Qué maravilla de aire! Hablando en serio, mi madre encontró su salvación cuando vino a vivir aquí. Creíamos que se moría y ahora tengo la esperanza de que va a vivir muchísimos años.