Mujeres sin pareja (31 page)

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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

BOOK: Mujeres sin pareja
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Desde aquella conversación en que explicó con franqueza su postura, y en la que estuvo a punto de declararle su amor, no había vuelto a ver a Rhoda en privado. No había duda de que le evitaba a propósito. ¿Acaso no indicaba eso que le temía a causa de sus inclinaciones? La prórroga de lo que necesariamente debía ocurrir entre ellos empezó no sólo a minarle la paciencia, sino también a inflamar su pasión. En caso de no haber otra opción, se vería obligado a hacer cómplice a su prima pidiéndole de antemano que le dejara a solas con Rhoda alguna de las noches en que las visitara.

Pero ya era hora de que la fortuna le sonriera, y su entrevista con la señorita Nunn tuvo lugar de un modo que jamás podría haber previsto.

Al final de la primera semana de enero recibió una invitación a cenar en casa de la señorita Barfoot. Durante la tarde la niebla había cubierto la ciudad, y cuando ya se disponía a partir una especie de plaga de oscuridad asfixiante amenazaba con poner en peligro la fluidez del tráfico. Como siempre fue en tren hasta Sloane Square, con la intención (puesto que la acera estaba seca y había que reparar en gastos) de recorrer a pie el corto tramo hasta Queen's Road. Al salir de la estación, la niebla era tan densa que dudó incluso si llegaría al final de su viaje. Era imposible coger un taxi; no tenía otra opción que explorar en la oscuridad, arriesgándose a no llegar a ninguna parte, o darse por vencido y coger el tren de vuelta a casa. Pero ansiaba demasiado volver a ver a Rhoda para dar la noche por perdida sin un último esfuerzo. Después de llegar, tras mucho esfuerzo, a King's Road, le resultó más fácil seguir adelante guiándose por las luces de las tiendas; sin embargo la niebla era cada vez más temible y cuando por fin tuvo que salir de la calle principal se vio en una situación desesperada. Avanzaba literalmente a tientas, apoyándose con las manos en las fachadas de las casas. Como en circunstancias normales habría tenido sólo el tiempo justo para satisfacer la puntualidad de su prima, a buen seguro llegaba con mucho retraso. Quizá ellas hubieran decidido que no se había atrevido a salir a la calle en una noche así y ya estuvieran cenando sin él. Daba igual; ya no era momento de dar marcha atrás. Tras abandonar toda esperanza de encontrar el camino varias veces, y casi asfixiado, averiguó gracias a un hombre con el que se dio de bruces que estaba a sólo unas casas de su destino final. Un último esfuerzo y tocó el timbre con un ademán feliz.

Error. Se había equivocado de casa y tuvo que volver a salir a la calle y repetir la escena dos casas más adelante.

Esta vez consiguió ser admitido en el pequeño vestíbulo que tan familiar le resultaba. La criada le sonrió pero no dijo nada. Le condujo al salón y allí se encontró con Rhoda Nunn a solas. El hecho en sí no le sorprendió tanto como el aspecto de Rhoda. Por primera vez desde que la conocía no iba vestida totalmente de negro. Llevaba una blusa de seda roja y una falda negra, y el efecto de esa combinación era tan admirable que Everard apenas pudo reprimir su admiración.

El rostro de Rhoda denotaba preocupación.

—Siento decir —fueron sus primeras palabras— que la señorita Barfoot no llegará a tiempo para cenar. Se ha ido a Faversham esta mañana y tenía que estar de vuelta a las siete y media. Pero hace un rato ha llegado un telegrama. Ha perdido el tren por culpa de la espesa niebla y el siguiente no llega a la estación Victoria hasta las diez y diez.

Eran las ocho y media. La cena estaba servida. Barfoot explicó la razón de su tardanza.

—¿Tan mal está el tiempo? No lo sabía.

La situación violentaba a ambos. Barfoot sospechaba que la señorita Nunn esperaba librarse de su compañía, pero, aunque no hubiera existido ningún impedimento externo, no habría podido desaprovechar la feliz situación. Lo mejor era ser franco.

—Ni que decir tiene que no puedo irme con este tiempo —dijo mirándola a los ojos con una sonrisa—. Espero que no sea usted dura con un pobre hombre hambriento.

Inmediatamente Rhoda fingió no haberlo dudado ni un solo instante.

—Oh, cenaremos ahora mismo —hizo sonar la campanilla—. La señorita Barfoot da por hecho que yo la representaría. Mire, la niebla esta entrando por la chimenea.

—Qué agradable. ¿Qué hace Mary en Faversham?

—Alguien con quien se ha estado escribiendo desde hace tiempo le rogó que fuera a dar consejo a un grupo de señoras sobre… sobre cierto asunto.

—Ah, Mary está en camino de convertirse en toda una celebridad.

—Contra su voluntad, como bien sabe.

Pasaron a cenar y Barfoot, disfrutando intensamente de lo anormal de la situación, siguió hablando de su prima.

—Me parece que no sería lógico que se negara a seguir adelante. El trabajo al que se dedica no puede hacerse desde una esquina. No se trata de «enseñar a coser a la pequeña huerfanita».

—Eso mismo le he dicho yo —dijo Rhoda.

Verla sentada a la cabecera de la mesa produjo en la imaginación de Everard una fuerte impresión. ¿Por qué reprimirse por una decisión basada en motivos que de ningún modo aceptaba? ¿Por qué simplemente no le pedía que fuera su esposa y eliminaba de una vez un elemento de dificultad en la persecución? Cierto, era un hombre pobre. Si se casaba con tan magros ingresos, pronto vería su libertad restringida en todos los sentidos. Pero con toda probabilidad Rhoda estaba terminantemente en contra del matrimonio y nunca había pensado en él, sobre todo en él, como posible marido. Bueno, eso era lo que quería averiguar.

Siguieron conversando relajadamente hasta que hubieron terminado de cenar. Luego volvieron a sentirse violentos, aunque esta vez fue Rhoda quien tomó la iniciativa.

—¿Desea usted que le deje a solas? —preguntó, alejándose un poco de la mesa.

—Prefiero mil veces más su compañía, si me hace usted el honor de honrarme con ella.

Sin una palabra, Rhoda se levantó y se dirigió al salón. Sentados a prudente distancia el uno del otro, hablaron de la niebla. ¿Podría la señorita Barfoot volver a casa?


Á propos
—dijo Everard—, ¿ha leído
The City of Dreadful Night
[13]
?

—Sí, lo he leído.

—Y por supuesto no le ha gustado.

—¿Por qué? ¿Acaso le parezco una de esas optimistas superficiales?

—No. Una optimista racional y enérgica… como a mí me gustaría ser.

—¿Ah sí? Pero ese tipo de optimismo tiene que probarse mediante algún esfuerzo en favor de la sociedad.

—Precisamente el esfuerzo que yo estoy haciendo. Si un hombre se esfuerza por desarrollar y fortalecer lo mejor de su carácter, a buen seguro está sirviendo a la sociedad.

Rhoda sonrió, escéptica.

—Sí, sin duda. Pero ¿qué hace usted para mejorar y fortalecer su carácter?

Rhoda se estaba acercando a él, pensó Everard. En previsión de lo inevitable, quería terminar con aquello lo antes posible. De no ser así…

—Llevo una vida muy tranquila —fue su respuesta—, y dedico la mayor parte de mi tiempo a pensar en cosas serias. Ya sabe que paso mucho tiempo solo.

—Naturalmente.

—No, todo menos naturalmente.

Rhoda no dijo nada. Él esperó un momento y luego pasó a tomar asiento mucho más cerca de ella. A Rhoda se le crispó el rostro y Everard pudo ver cómo entrelazaba los dedos.

—Cuando un hombre está enamorado, la soledad le parece la condición menos natural.

—Le ruego que no haga de mí su confidente, señor Barfoot —replicó Rhoda en un tono de broma completamente consciente—. Es algo que no me gusta.

—Pero si no puedo evitarlo. Es usted de quien estoy enamorado.

—Lamento mucho oír eso. Afortunadamente, no creo que ese sentimiento se prolongue durante mucho tiempo.

Everard leyó en sus ojos y en sus labios un gran nerviosismo. Recorrió la habitación con la mirada y antes de que él pudiera decir nada ya se había levantado para tocar la campanilla.

—¿Siempre toma café, verdad?

Sin molestarse en asentir, se alejó un poco de ella y empezó a hojear algunos libros que había encima de la mesa. Se hizo el silencio durante cinco minutos. Llegó el café. Everard dio un sorbo y dejo la taza sobre el plato. Viendo que Rhoda se había atrincherado tras su bebida y que pretendía seguir sorbiendo su café todo el tiempo que fuera necesario, se levantó y se plantó delante de ella.

—Señorita Nunn, soy mucho más serio de lo que usted cree y ese sentimiento, como usted lo llama, lleva ya tiempo conmigo, y no desaparecerá.

A Rhoda se le cayó la coraza. La taza empezó a temblarle en las manos.

—Por favor, permítame que deje su taza sobre la mesa.

Rhoda se lo permitió y volvió a entrelazar los dedos.

—Estoy tan enamorado de usted que no puedo estar lejos de esta casa más de dos días. Sin duda usted lo ha sabido desde el principio. Nunca he intentado ocultar por qué vengo a visitarlas tan a menudo. Y es tan difícil verla a solas; ahora que la fortuna me sonríe tengo que hablar lo mejor que pueda. No quiero parecerle ridículo… si puedo evitarlo. Desprecia usted las galanterías de los salones de baile y de las fiestas al aire libre. Yo también, con toda mi alma. Deje que le hable como un hombre al que le quedan pocas ilusiones. Quiero que sea usted mi compañera de por vida; no llego a imaginarme cómo voy a vivir sin usted. Usted sabe, creo, que sólo dispongo de ingresos moderados, suficientes para vivir sin estrecheces, eso es lo único que puedo decir. Probablemente nunca llegue a ser más rico, porque no puedo prometer que me vaya a dedicar a ganar dinero; deseo vivir para otras cosas. Puede imaginarse entonces el tipo de vida que quiero compartir con usted. Me conoce lo suficiente para comprender que mi esposa, si tengo que utilizar el viejo término, será tan libre como yo para vivir como quiera. De todos modos, es amor lo que pido. A pesar de lo que piense usted sobre los hombres y las mujeres, sabe que existe algo entre ellos llamado amor, y que el amor entre un hombre y una mujer capaces de pensar de forma inteligente puede ser lo mejor que la vida les ofrezca.

Everard no alcanzaba a verle los ojos, pero en los labios apretados de Rhoda se dibujaba una sonrisa forzada.

—Puesto que se ha empeñado usted en hablar —dijo por fin—, no he podido hacer otra cosa que escuchar. Creo que es habitual, si hacemos caso de lo que hemos leído en las novelas, que una mujer dé las gracias cuando recibe una oferta de esa clase. Así que… muchas gracias señor Barfoot.

Everard cogió una sillita que tenía al lado, la plantó junto a Rhoda, se sentó en ella y tomó una de sus manos entre las suyas. Lo hizo tan rápido y con tanta vehemencia que Rhoda dio un pequeño salto hacia atrás; su expresión, mientras tanto, pasaba de la burla relajada a la alarma.

—No le permito que me dé las gracias —expresó en voz baja, tremendamente conmovido y con una sonrisa que le daba un aspecto extrañamente sombrío—. Tiene usted que entender lo que significa que un hombre le diga que la ama. Su rostro me parece tan hermoso que me atormenta el deseo de juntar mis labios con los suyos. No me considere tan torpe como para hacerlo sin su permiso; el respeto que le profeso es mucho más fuerte que mi pasión. La primera vez que la vi me pareció interesante por su evidente inteligencia, nada más. No la vi como a una mujer. Ahora es usted para mí la única mujer en el mundo, ninguna otra puede hacer que aparte los ojos de usted. Si me toca con los dedos me echaré a temblar. Así es el amor.

Rhoda se había quedado blanca; sus labios entreabiertos temblaban cada vez que el aliento pasaba entre ellos. No intentaba retirar la mano.

—¿Puede amarme usted? —continuó Everard, acercando aún más su rostro al de ella—. ¿Me ve usted así? Tenga el valor de decirlo. Hábleme de ser humano a ser humano y sea directa y sincera.

—No le amo en absoluto, y si así fuera jamás compartiría mi vida con usted.

Su voz sonó extraña, totalmente diferente de la voz que Everard conocía. Daba la sensación de que hablar le resultaba doloroso.

—¿Es porque no confía en mí?

—No sé si confío en usted o no. No sé nada de su vida, pero yo tengo mi trabajo y nadie va a convencerme de que lo deje.

—¿Su trabajo? ¿Y qué tiene que ver su trabajo? ¿Por qué es tan importante para usted?

—Oh, ¿y dice usted conocerme tan bien que quiere que sea su compañera para siempre?

Rhoda se echó a reír, burlona, e intentó retirar la mano, que le quemaba entre el calor de las de Everard. Barfoot la asió con firmeza.

—¿Qué es su trabajo? Copiar documentos a máquina y enseñar a otras mujeres a hacer lo mismo, ¿no es así?

—Ése es el trabajo con el que gano dinero. Pero si no fuera más que eso…

—Explíquese entonces.

La pasión se estaba adueñando de él mientras leía el sutil desprecio en los ojos de Rhoda. Se llevó la mano de ella a los labios.

—¡No! —exclamó Rhoda, presa de una ira repentina—. Su respeto… Oh, de verdad aprecio su respeto.

Se deshizo de las manos de Everard y se separó de él. Barfoot se levantó, mirándola fijamente, lleno de admiración.

—Será mejor que me mantenga apartado de usted —dijo—. Deseo saber lo que piensa y no quiero actuar como un insensato.

—¿No cree que sería mejor dejarme en paz? —sugirió Rhoda, de nuevo dueña de sí misma.

—Si de verdad lo desea —recordó las circunstancias que les rodeaban y volvió a hablar, sumiso—, aunque la niebla es una excusa más que perfecta para apelar a su indulgencia. Con toda probabilidad acabaría perdido en un
inferno.

—¿No es capaz de ver que se está usted aprovechando de mí, como ya lo hizo una vez? No pretendo equipararme a usted en fuerza muscular, aunque está usted intentando retenerme aquí a la fuerza.

Barfoot adivinó en ella un placer igual al suyo, el placer que produce el conflicto. De otro modo ella jamás habría dicho algo así.

—Sí, es cierto. El amor hace que salga el bárbaro que llevo dentro; no sería amor si no lo hiciera. En ese sentido supongo que ningún hombre, independientemente de lo civilizado que sea, desearía que la mujer a la que ama fuera su igual. Es imposible que un matrimonio a la fuerza salga adelante. Dice usted que no me ama en absoluto; si lo hiciera, ¿debería desear que lo confesara al instante? Un hombre tiene que rogar y cortejar, pero hay diferentes formas de hacerlo. No puedo ponerme de rodillas y clamar lo desgraciadamente indigno que soy de usted, porque no lo soy. Nunca la llamaré reina ni diosa, a no ser que caiga en el delirio, y creo que me cansaría muy pronto de una mujer que se mostrara sumisa conmigo. Precisamente porque soy más fuerte que usted, y mis pasiones mucho más fuertes, aprovecho mi ventaja para vencer, en la medida de lo posible, esa resistencia femenina que es uno de sus encantos.

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