Esa noche, y por culpa de su enfado, estaba más decidido que nunca. Comió rápidamente y en silencio. Luego, viendo que Monica apenas probaba bocado, se sintió ofendido.
—Creo que no estás bien, querida. Hace días que no tienes apetito.
—El mismo de siempre —replicó ella, ausente.
A continuación, como todas las noches, pasaron a la biblioteca. Widdowson tenía en su haber cientos de volúmenes de literatura inglesa; se trataba, en su mayoría, de obras supuestamente indispensables para todo hombre cultivado, aunque eran pocos los que alguna vez pretendían haberlas leído. Autodidacta, Widdowson consideraba su deber conocer el trabajo de los grandes autores ya consolidados. El interés que mostraba por ellos no era en absoluto afectado. No sentía demasiada simpatía por los poetas; en cuanto a los novelistas, le parecían merecedores de consideración sólo para ratos de descanso entre otras lecturas más serias; pero la historia, la economía política e incluso la metafísica, le interesaban de verdad. Siempre llevaba dos o tres volúmenes en la mano, cada uno con su marcapáginas. Los estudiaba a determinadas horas, sentado a la mesa y con una libreta abierta a su lado. Uno de esos libros, una pequeña obra antaño muy conocida, el
Student’s Manual
de Todd, le había ayudado a forjar su metodología, inspirándole con sus principios.
Así que esa noche de domingo sacó de la biblioteca uno de los volúmenes de los
Sermons
de Barrows. Aunque no era estrictamente ortodoxo en su fe religiosa, se avenía a las prácticas de la Iglesia de Inglaterra, y desde su boda se había vuelto más escrupuloso en este punto. Aborrecía cualquier muestra de falta de ortodoxia en una mujer y por ningún motivo estaba dispuesto a consentir que Monica atisbara que él tenía sus dudas sobre algún artículo de la fe cristiana. Como muchos de los hombres de su clase, veía la religión como un instrumento precioso y poderoso para dirigir la conciencia de la mujer. Con frecuencia le leía a su esposa, pero esa noche no mostró intención de hacerlo. Sin embargo Monica se había quedado sentada sin hacer nada. Después de mirarla un par de veces, Widdowson le dijo, reprobatorio:
—¿Has terminado tu libro de los domingos?
—Todavía no. Pero ahora no me apetece leer.
El silencio que siguió fue interrumpido por Monica.
—¿Has aceptado la invitación de la señora Luke a cenar? —preguntó.
—La he rechazado —fue la respuesta, en tono despreocupado.
Monica se mordió el labio.
—Pero ¿por qué?
—No creo que tengamos que volver a hablar de eso, Monica.
No había apartado los ojos del libro y se removió en su sillón, impaciente.
—Pero —insistió su esposa— ¿has decidido romper con ella definitivamente? Si es así creo que estás cometiendo un error, Edmund. Vaya opinión debes de tener de mí si me crees incapaz de apreciar los errores de los demás. Ya sé que es cierto lo que dices de ella. Pero sólo desea ser amable con nosotros, estoy segura, y me gustaría conocer un poco una vida tan diferente de la nuestra.
Widdowson golpeó repetidamente con el pie en el suelo. Momentos después, pasando por alto los comentarios de Monica, se acarició la barba y preguntó, con una expresión que revelaba interés casual:
—¿De qué conoces al señor Barfoot?
—Nos habíamos visto antes, cuando estuve allí el sábado.
Widdowson bajó la mirada; tenía fruncido el ceño.
—¿Suele estar allí?
—No lo sé. Puede que sí. Es el primo de la señorita Barfoot.
—¿Os habíais visto antes?
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Oh, es sólo que parecía hablar contigo como si fuerais viejos amigos.
—Supongo que él es así.
Monica ya había aprendido que los celos que tan a menudo traicionaban a Widdowson antes de su boda todavía bullían en su cerebro. Adivinando el porqué de sus preguntas, no podía fingir despreocupación, y la sensación de estar vigilada la irritó.
—Hablaste con él, ¿verdad? —dijo, cambiando de postura en el sillón.
—Tuvimos el tipo de conversación que puede darse con un completo desconocido. ¿A qué se dedica?
—No lo sé. ¿Qué pasa, Edmund? ¿Tanto te interesa?
—No, es sólo que a uno le gusta informarse sobre la gente que le presentan a su esposa —respondió Widdowson con acritud.
Se acostaban a las diez y media. Justo a esa hora Widdowson cerró el libro que tenía en las manos, feliz de poder dejar de fingir que leía, y bajó a la planta baja para cerciorarse de que todo estaba en su sitio. Le apasionaba la rutina. Todas las noches, antes de subir, hacía una serie de cosas siguiendo una secuencia invariable: cambiaba el día en el calendario, ordenaba al detalle su escritorio, le daba cuerda a su reloj, etc. Con frecuencia, el hecho de que Monica fuera incapaz de dirigir sus hábitos con esa exactitud le desesperaba; si por casualidad ella se olvidaba del detalle más trivial de su rutina diaria él se volvía muy solemne y le rogaba que estuviera más atenta.
A la mañana siguiente, después del desayuno, mientras Monica estaba de pie junto a la ventana del comedor mirando apagada un cielo gris, Widdowson se acercó a ella como si tuviera intención de decirle algo. Ella se dio la vuelta y pudo ver que el rostro de su marido ya no revelaba la expresión austera que tanto le había dolido la noche anterior, e incluso durante el desayuno.
—¿Amigos? —dijo él, con ese intento de parecer juguetón que siempre le daba ese aire tan raro.
—Claro que sí —respondió Monica con una sonrisa, aunque sin mirarle.
—¿Fue muy brusco el viejo lobo anoche con su pequeña?
—Un poco.
—¿Y qué puede hacer para demostrar que lo siente?
—No volver a ser tan brusco.
—El viejo lobo es a veces un viejo tonto y se tortura de la manera más estúpida. Díselo si empieza a portarse mal. ¿No toca repasar las cuentas esta mañana?
—Sí. Iré a verte a las once.
—Y si pasamos una semana tranquila y confortable, te llevaré al concierto del Crystal Palace el sábado.
Monica asintió alegremente y fue a dedicarse a las tareas de la casa.
La semana transcurrió exactamente según los deseos de Widdowson. Nadie fue a visitarles y Monica no fue a ver a nadie. Llovió, granizó, heló y hubo niebla todos los días excepto dos. Esas dos tardes dieron paseos de una hora. El sábado no mejoró el tiempo, pero Widdowson estaba de un humor excelente; mantuvo su promesa del concierto. De noche, sentados juntos, su satisfacción se veía envuelta por la misma ternura de los primeros días de casado.
—¿Por qué no podemos vivir siempre así? ¿Para qué necesitamos a los demás? Seámoslo todo el uno para el otro y olvidemos que el resto del mundo existe.
—No puedo evitar pensar que eso es un error —se aventuró a replicar Monica—. Para empezar, si viéramos a más gente tendríamos mucho más de que hablar cuando estuviéramos a solas.
—Mejor hablar de nosotros. No me importaría no volver a ver a nadie excepto a ti. Ya ves, el viejo lobo quiere más a su pequeña de lo que ella le quiere a él.
Monica guardó silencio.
—¿No es cierto? ¿No crees que tendrías suficiente con mi compañía?
—¿Tú crees que estaría bien dejar de pensar en los demás? Están mis hermanas. Debería haberle dicho a Virginia que viniera mañana. Estoy segura de que cree que no me ocupo de ella, y tiene que ser terrible vivir sola en esas condiciones.
—¿Todavía no se han decidido sobre la escuela? Estoy convencido de que es lo mejor que pueden hacer. Si la aventura fracasara y perdieran su dinero ya nos ocuparíamos nosotros de que no pasaran necesidades.
—Son demasiado tímidas. Y no estaría bien hacer que se sintieran dependientes de nosotros para el resto de sus vidas. Mañana por la mañana iré a ver a Virginia y volveré con ella para cenar.
—Si es tu deseo —asintió Widdowson lentamente—. Pero ¿por qué no le envías un mensaje y le pides que venga?
—Prefiero ir yo. Así cambio un poco de aires.
Ésa era una palabra que Widdowson detestaba. «Cambio», en boca de Monica, parecía siempre estar conectado al propósito de librarse de su compañía. Pero se tragó su insatisfacción y finalmente accedió a los planes de su esposa.
Virginia fue a cenar y se quedó hasta la noche. Gracias a la bondad de su hermana, vestía mucho mejor que antes, pero en su rostro no se apreciaba ninguna mejoría de salud. El entusiasmo que Rhoda Nunn le había contagiado aparecía sólo en puntuales afectaciones de interés cuando Monica la apremiaba sobre el proyecto de Somerset. En líneas generales su aspecto era el de una mujer reticente y soñadora, y parecía sentirse muy incómoda cuando alguien la miraba con atención. Hablaba de temas insignificantes; esa tarde se pasó casi media hora describiendo un gatito que le había regalado la señora Conisbee; el cuidado del animalito parecía haber absorbido toda su atención durante los últimos días.
La otra visita del día fue la del señor Newdick, el oficinista de la City que había asistido a la boda de Monica. La señora Luke Widdowson y él eran los únicos amigos de su marido que Monica había conocido. Siempre lúgubre al principio, iba animándose poco a poco hasta que, llegado el momento de despedirse, se mostraba muy locuaz. Pero sus temas de conversación rara vez eran apropiados para un salón. De habérselo permitido, le habría estado hablando a Monica durante horas de la historia de la empresa para la que llevaba trabajando un cuarto de siglo. Era el único tema que le animaba. Sus anécdotas eran la mayoría de las veces ininteligibles, excepto para la gente de la City. Era un buen tipo, simple y generoso, que mostraba por ella un respeto exagerado.
Unos días más tarde Monica cayó enferma. Su boda, y las largas vacaciones al aire libre, le habían dado un aspecto mucho más saludable que el que tenía cuando estaba en la tienda, pero este ataque era muy semejante al que había sufrido en Rutland Street. Widdowson esperaba que fuera una muestra de un estado que esperaba con ansia. Pero desgraciadamente ése no parecía ser el caso. El médico hizo algunas preguntas sobre el tipo de vida de la paciente. ¿Hacía ejercicio? ¿Tenía ocupaciones varias? Ante estas preguntas Widdowson rabiaba por dentro. Le atormentaba la sospecha de que eran el resultado de algo que su mujer le había dicho al médico.
Monica se quedó en cama tres o cuatro días y cuando se levantó no pudo hacer más que sentarse junto al fuego en silencio, melancólica. Widdowson seguía todavía fiel a sus esperanzas, aunque ella se reía cuando él las mencionaba e incluso se mostraba irritada cuando le oía insistir. Estaba de un humor incierto; una palabra cualquiera en una conversación podía irritarla sin medida, y tras un ataque de petulante disgusto se encerraba en un obstinado silencio. Otras veces se comportaba con una docilidad y una dulzura tan exquisitas que Widdowson irradiaba felicidad.
Una mañana, tras una semana de convalecencia, Monica dijo:
—¿No podríamos irnos a algún lado? No creo que aquí pueda llegar a recuperarme.
—Hace un tiempo espantoso —replicó su marido.
—Oh, pero hay sitios con un clima totalmente diferente. No te importa el gasto, ¿verdad, Edmund?
—¿El gasto? ¡Por supuesto que no! Pero ¿estabas pensando en el extranjero?
Le miró con ojos repentinamente brillantes.
—Oh, ¿de verdad sería posible? La gente sale de Inglaterra en invierno.
Widdowson se acarició la barba entrecana y jugueteó con la cadena del reloj. Era muy tentador. ¿Por qué no llevársela a algún sitio donde sólo hubiera extranjeros y desconocidos? Pero la aventura le alarmaba.
—Nunca he salido de Inglaterra —dijo receloso.
—Con más razón. Creo que la señorita Barfoot nos podría aconsejar. Sé que ha estado en el extranjero y tiene muchos amigos.
—No veo la necesidad de consultarlo con la señorita Barfoot —replicó con sequedad—. No soy hombre de tan pocos recursos. —Aunque cuanto más lo pensaba más crecía en él la sensación de no ser capaz de emprender algo semejante. Como era de esperar, ocupó su pensamiento con la vaga idea que tenía de esos lugares del sur de Francia a los que solían ir los ricos ingleses para escapar de las inclemencias de su clima: Niza y Cannes. No conseguía verse viajando a esas regiones. Claro que podía ir y vivir allí sin hablar francés, pero se imaginó todo tipo de situaciones humillantes derivadas de su ignorancia. Sobre todo temía ser humillado delante de Monica. Sería intolerable que le comparara con hombres que hablaban idiomas extranjeros y que se encontraban a sus anchas en el continente.
No obstante, escribió a su amigo Newdick y le invitó a cenar sólo con el propósito de hablar con él del asunto en privado. Después de cenar abordó el tema. Para su sorpresa, Newdick tenía sus propias ideas respecto a Niza, Cannes y esos sitios. Había oído hablar de ellos al socio más joven de su empresa, un joven caballero que a menudo relataba sus experiencias en el extranjero.
—Lugares repletos de gente poco recomendable —dijo, sonriendo y agitando la cabeza—. Gente de lo mas rara.
—Oh, pero se refiere sólo a los extranjeros, ¿no?
Y entonces el señor Newdick desveló su gran conocimiento de la literatura inglesa.
—¿Has leído alguna novela de Ouida
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?
—No, nunca.
—Te aconsejo que lo hagas antes de llevar allí a tu esposa. Ouida habla mucho de esos sitios. La gente se relaciona muchísimo. Es imposible mantenerse al margen. Hay que salir a comer y habrá mucha gente que querrá conocer a la señora Widdowson. Creo que son gente muy rara.
Desestimó la idea definitivamente. Cuando Monica se enteró (sólo le dio razones vagas y poco convincentes) volvió a caer en el desánimo. Apenas pronunció palabra durante todo el día.
Al día siguiente, durante la insípida tarde, fueron sorprendidos por la visita de la señora Luke. La viuda, que por su aspecto parecía menos que nunca una viuda, entró exultante y empezó a regañar a la triste pareja como una madre afectuosa.
—¿Cuándo vais a dejar de comportaros como un par de tontos y poner fin a vuestra luna de miel? ¿Os quedáis ahí todo el día haciéndoos arrumacos? Es cierto que en cierto modo es encantador. No he visto nunca un caso así. Monica, belleza de ojos negros, cámbiate de vestido y acompáñame a visitar a los Hodgson Bull. Son tan horribles que no puedo soportarlos sola; pero estoy condenada a no librarme de ellos. Venga, sube a cambiarte y deja que aleccione a tu joven marido por haber rechazado mi invitación a cenar. ¿No sabes, señor mío, que mis invitaciones son como las de la casa real, órdenes educadas?