Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (29 page)

BOOK: Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.
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Eduardo sí estaba de acuerdo con Mark en una cosa: ya no era una cuestión de amistad. Era una cuestión de negocios. Simples negocios.

Eduardo no dejaría de defender lo que consideraba sus derechos. Llevaría a Mark ante los tribunales. Le obligaría a dar explicaciones. Le obligaría a cumplir con lo acordado.

Mientras observaba a las chicas girando al son de la música, con el pelo rubio flotando y ondeando como una tormenta dorada, Eduardo se preguntó si Mark se acordaba de cómo había empezado todo, de que al comienzo eran sólo dos colgados que querían hacer algo especial, llamar la atención: en realidad, dos colgados que querían acostarse con alguna tía. Se preguntó si Mark se daba cuenta de lo mucho que habían cambiado las cosas.

Aunque tal vez Mark no hubiera cambiado en absoluto. Tal vez Eduardo le hubiera entendido mal desde el principio. Tal vez había proyectado sus propios pensamientos sobre aquel vacío, igual que habían hecho los gemelos Winklevoss, y sólo había visto lo que quería ver.

Tal vez no hubiera conocido nunca a Mark Zuckerberg.

Eduardo se preguntó si en el fondo el propio Mark Zuckerberg se conocía a sí mismo.

¿Y Sean Parker? Probablemente también creía conocer a Mark Zuckerberg. Pero Eduardo estaba bastante seguro de que la suya también sería una relación corta.

Para Eduardo, Sean Parker era como un pequeño y nervioso cometa cruzando la atmósfera; ya había quemado dos
start-ups.
La cuestión no era
si
quemaría también Facebook, sino
cuándo
lo haría.

CAPÍTULO 32:
Tres meses después

Lo extraño fue que nadie oyó las sirenas.

Antes de eso todo iba fantásticamente. La fiesta estaba a tope, una casa suburbana entera llena de gente guapa y feliz. Universitarias y posgraduados, modernos urbanos y veinteañeros con estilo, chicos con mochila y gorra de béisbol mezclados con profesionales vestidos con tejanos ajustados y camisa. El lugar parecía una extensión de un club nocturno cosmopolita, pero en un entorno controlado y universitario: una especie de fiesta de fraternidad para unos chicos que no supieran nada de fraternidades. La bebida corría, la música retumbaba por las puertas de madera y reverberaba por las paredes desnudas de yeso.

Y de repente,
bam,
todo se torció.

Hubo un grito y luego la puerta delantera se vino abajo. Unos focos iluminaron la oscura y atestada pista de baile, saltando de un sitio a otro y bailando sobre las paredes de yeso como unos platillos volantes asaltando una llanura estéril. Y luego entraron ellos, como un montón de putos matones de la gestapo, entre gritos, ladridos y empujones, blandiendo esos focos como si fueran unos malditos sables láser.

Uniformes azul oscuro. Porras en la mano, insignias, incluso unas cuantas esposas. No se veían armas, pero las fundas eran claramente visibles y bajo la goma oscura se adivinaban las crueles formas metálicas.

Con sirenas o sin sirenas, esta fiesta había
terminado.

Podemos imaginar que el primer pensamiento de Sean Parker fue que alguien había cometido un error. Esto no era más que una jodida fiesta, justo al lado de un campus universitario. Era algo totalmente inocuo. Había ido con uno de los muchos empleados universitarios de Facebook, una guapa joven amiga suya: pura e inocente diversión. Sólo una fiesta, como miles de otras fiestas a las que había ido antes. Totalmente inofensiva, sin ningún desmadre.

Bueno, de acuerdo, tal vez
hubiera
alcohol en la casa. Y tal vez la música estuviera demasiado alta. Y seguro que alguien habría esnifado coca, o fumado un porro. Sean no lo sabía: no se había entretenido demasiado en el baño desde que llegó a la casa, estaba ocupado en la pista de baile. Aparte del inhalador en el bolsillo de sus pantalones y del EpiPen lleno de epinefrina en su camisa, estaba tan limpio como el Papa. Su asma crónica y sus ridiculas alergias se aseguraban de eso.

¿Y a quién le importaba nada de eso? Era una
fiesta.
Había un montón de universitarios. ¿No se suponía que en la universidad se debía experimentar?

¿Revolución?

¿Libertad?

¿No deberían ser un poco más indulgentes los polis, teniendo en cuenta el local donde se encontraban?

Pero la cara que ponían los policías era todo menos indulgente. Estaba claro: Batman tenía para toda la puta noche.

De repente Sean se dio cuenta de que tal vez no fuera un asunto de mala suerte, de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado; tal vez se tratara de ser Sean Parker en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Tal vez, sólo tal vez, esto no fuera simplemente una fiesta que se había desmadrado. Tal vez volviera a estar en el punto de mira.

Facebook ya no era ninguna aventura de dormitorio universitario: Sean se había encargado personalmente de eso. Ahora era una gran empresa, camino de alcanzar una valoración de mil millones de dólares. Y Sean y Mark tampoco eran dos chicos jugando con un programa informático, eran ejecutivos dirigiendo una empresa que ninguno de los dos tenía intención de vender, y que ambos creían que algún día valdría mucho más de mil millones de dólares.

El crecimiento que había experimentado Facebook en los últimos meses era literalmente espectacular. Desde el punto de vista de Sean, lo que estaba ocurriendo era realmente transformador, la culminación de unas cuantas ideas brillantes desplegadas en una red extraordinariamente exitosa llena de participantes entusiastas.

El primer y más reciente desarrollo de transformación tenía que ser la aplicación para compartir imágenes, la idea de que Facebook era ahora un lugar para compartir y visionar las imágenes que formaran parte de tu vida social. Era una auténtica digitalización de la vida real: ya no ibas simplemente a una fiesta, ibas a una fiesta con tu cámara digital para que tú y tus amigos pudierais revivir la fiesta al día siguiente —o a las dos de la mañana— a través de Facebook. Y el etiquetado, la idea de que pudieras etiquetar a cualquier persona en esas imágenes, de modo que las personas en cuestión pudieran encontrarse, ver quién más había, literalmente ver tu red social en formato digital: eso era puro genio. Y había llevado a una explosión en el número de usuarios: ahora tal vez fueran ocho millones, diez millones. Dios, Facebook crecía a toda pastilla.

Y estaban lejos de quedarse sin ideas: el próximo paso de transformación comparable a lo de las imágenes sería la actualización de estado, una idea a la que Sean y Mark fueron a parar independientemente. La actualización de estado sería una actualización constante de la información entre personas de una misma red social que enlazaría aún más a las personas a través de sus páginas de Facebook: un registro vivo y digital de todos los cambios que se produjeran en el perfil de una persona, retransmitido instantáneamente a todos sus amigos. Cuando lo tuvieran terminado sería toda una hazaña de ingeniería informática por parte de Dustin y Mark, de una complejidad exponencial, una especie de canal de retransmisión limitado a grupos de amigos que tenía que actualizarse de manera constante, al instante. En el caso de Sean la idea surgió al cabo de unas horas de observar lo que hacía la gente después de conectarse a Facebook: la gente comprobaba siempre las actualizaciones que se hubieran producido en el estatus de sus amigos, si habían cambiado sus perfiles, sus fotos… La idea de introducir una actualización de estatus surgió como un relámpago en su mente: si había un modo de lograr que eso ocurriera automáticamente, pensó Sean, la experiencia de Facebook se vería tan potenciada como con la introducción de las fotos y del etiquetado.

Todo eso eran más que simples aplicaciones: con el tiempo llegarían a ser hitos, y a través de ellos lo que había nacido como una idea de dormitorio universitario se convertiría en una empresa capaz de cambiar la vida de las personas, en una empresa de mil millones de dólares. ¿Construir la página más grande y más exitosa de intercambio de imágenes de Internet
asociada a
la red social más exitosa? ¿Incorporar a todo eso una innovación como la actualización de estado?

Facebook iba a ser más grande que todo lo que había actualmente en Internet, Sean estaba seguro de eso. Pronto lo abrirían al público en general —ese sería el siguiente gran paso transformador, el siguiente hito— y luego lo lanzarían a nivel internacional. Y después de eso, bueno, ya nada podría acercarse a Facebook. Sean no estaba pensando en Friendster o siquiera en MySpace: estaba pensando en Google y en Microsoft.

Facebook sería
así
de grande.

Y cuando las cosas adquirían cierto tamaño, bueno, Sean Parker sabía mejor que nadie lo que podía ocurrir. La gente comenzaba a actuar de forma distinta. Las amistades se rompían. Surgían problemas aparentemente de la nada.

Tal vez, sólo tal vez, ahora que Facebook no paraba de crecer y el dinero entraba a espuertas y los CR comenzaban a pensar en términos de miles de millones, tal vez hubiera gente que no estuviera interesada en que hubiera un Sean Parker metido en el asunto.

Ya había ocurrido antes: dos veces. ¿Podía estar ocurriendo otra vez?

¿O era simple paranoia? Tal vez las cosas fueran exactamente lo que parecían. Tal vez estuvieran haciendo una redada en una fiesta, y él estuviera justo en medio.

Mala suerte.

Momento inoportuno.

El siguiente pensamiento de Sean mientras le arrestaban fue que tenía que hacer una llamada telefónica. La especulación era una bestia que podía causar mucho más daño que una porra o unas manillas. Fuera o no inocente, no daba exactamente la mejor imagen que el presidente de una empresa transformadora, revolucionaria y valorada en mil millones de dólares fuera detenido junto a una empleada en edad universitaria en una fiesta doméstica. No creía que fuera a terminar en prisión, pero estaba seguro de una cosa:

Fuera o no inocente, fuera o no un montaje, Mark Zuckerberg iba a pillar un buen cabreo.

CAPÍTULO 33:
CEO

En algún momento de aquella noche, o tal vez al día siguiente, es probable que Mark Zuckerberg recibiera una llamada telefónica: tal vez de los abogados de la empresa, tal vez del propio Sean. Es posible que Mark estuviera en las oficinas de Facebook en aquel momento, pues estaba casi siempre en aquellas oficinas. Podemos imaginarlo allí, solo, con la cara iluminada por el resplandor verdeazulado de la pantalla del ordenador. Tal vez fuera a altas horas de la noche, o tal vez por la mañana. El tiempo nunca había sido un concepto demasiado útil para Mark: sólo unos tics en un reloj que no tenían ningún sentido real, ninguna pretensión o valor propio. La información era mucho más importante, y la información que Mark acababa de recibir ciertamente requería una respuesta rápida, y totalmente eficiente.

Sean Parker era un genio y había sido una pieza clave para llevar a Facebook hasta donde estaba ahora. Sean Parker era uno de los héroes de Mark, y siempre sería un mentor, un consejero y tal vez incluso un amigo para él.

Pero podemos imaginarnos lo que pensó Mark después de escuchar los detalles de la fiesta doméstica donde la policía acababa de hacer una redada: Sean Parker tenía que irse.

Fuera cual fuera el motivo, aunque no fueran a presentar cargos contra Sean por nada que hubiera hecho, a ojos de algunas personas la situación actual convertía a Sean en un peligro para Facebook. Para sus detractores, siempre había sido una persona salvaje e impredecible. La gente no siempre le comprendía, y para algunos su nivel de energía resultaba aterrador. Pero esto era distinto. No tenía vuelta de hoja. No importaba por qué había ocurrido —mala suerte o lo que fuera— el resultado era tan claro como input, output.

Sean Parker tenía que irse.

Igual que Eduardo, igual que los Winklevoss, cualquiera que se convirtiera en una amenaza para Facebook —fuera cual fuera su intención— debía ser neutralizado, pues en último término aquello era lo único que importaba. Facebook era la creación de Mark Zuckerberg, su bebé, y se había convertido en el centro de su vida. Al principio tal vez fuera simplemente una cosa divertida, una cosa interesante. Otro juguete, como la versión del Risk que creó cuando estaba en el instituto, o como Facemash, la gamberrada que casi consigue que le expulsen de Harvard.

Pero podemos sospechar que ahora Facebook era una extensión del único amor verdadero de Mark en el mundo: el ordenador, esa pantalla luminosa que tenía frente a su rostro. Igual que Bill Gates —el ídolo de Mark— había impuesto el ordenador personal a la humanidad con su revolucionario software, Facebook era también una revolución que podía cambiar el mundo: el intercambio libre de información entre redes sociales podía contribuir a digitalizarlo como nada más podía hacerlo.

Mark no dejaría que nada ni nadie se interpusiera en el camino de Facebook.

Podríamos ilustrar muy bien aquello en lo que se había convertido Mark Zuckerberg con una tarjeta comercial, una tarjeta simple y elegante con una única frase impresa en el centro que Mark probablemente había escrito en su ordenador, mientras la pantalla le iluminaba la cara: una tarjeta comercial que luego habría impreso y que llevaba consigo a todas partes.

En cierto sentido, la tarjeta no representaba otra cosa que el sentido del humor personal de Mark Zuckerberg. Pero en otro sentido, la tarjeta era algo más que un juego, porque lo que decía era verdad. No importa lo que nadie quisiera creer, no importa lo que nadie intentara hacer, la idea implícita en la tarjeta siempre sería cierta.

Inevitablemente, indeleblemente cierta.

Podemos imaginarnos a Mark leyendo las palabras de la tarjeta en voz alta para sí mismo, con una levísima sombra de sonrisa cruzando su rostro usualmente impasible.

«Yo soy el CEO, capullo.»

CAPÍTULO 34:
Mayo de 2008

Mierda, esta iba a ser una de esas noches.

Eduardo no estaba seguro de cómo se llamaba el club, ni siquiera de cómo exactamente había ido a parar allí. Sabía que estaba en Nueva York, y que estaba en el Meatpacking District. Sabía que había un taxi implicado en el asunto y al menos dos amigos de la universidad, y en algún punto de la historia una chica… ¡Dios, siempre parecía haber una chica implicada! Y estaba bastante seguro de que estaba buena, de que seguramente era asiática y de que tal vez le hubiera besado.

Pero en algún punto entre el taxi y el club la chica había desaparecido, de modo que ahora estaba solo, tirado sobre una banqueta de cuero azul brillante y contemplando su propio reflejo en un vaso de whisky escocés, viendo cómo su propia cara se fundía sobre los bordes curvados de los cubitos de su interior, como una imagen reflejada en una casa de espejos, o tal vez como en uno de esos cuadros de Salvador Dalí de los que hablaron en clase de Básico: Manchas y Puntos creía que se llamaba el curso, arte moderno para chicos a los que el arte moderno se la traía floja.

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