Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (27 page)

BOOK: Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición.
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Por supuesto, todo podía cambiar en un instante: mañana esas nubes grises podían volver y Harvard Yard podía convertirse otra vez en un paisaje inhóspito y lunar. Pero mañana Eduardo ya no estaría en Nueva Inglaterra. Estaría otra vez en California, pues había sido convocado desde las altas esferas.

AJ le saludó con la mano y luego bajó por las escaleras camino de un seminario al otro lado de Harvard Yard. Eduardo seguiría sus pasos en unos minutos, pero no tenía prisa. Eran alumnos de último curso, apenas les faltaban dos meses para la graduación. Podían llegar tarde a clase. Joder, podían saltarse la clase directamente y no pasaría nada. Mientras aprobaran los pocos exámenes que les faltaban, tenían prácticamente un pie fuera de Harvard, armados con esos diplomas que se suponía que tenían tanto valor en el mundo real.

El mundo real.
Eduardo ya no estaba muy seguro de lo que significaba esa expresión. Ciertamente no era California, donde Mark seguía recluido en otro subalquiler de otra población suburbana poblada de árboles, expandiendo furiosamente el número de usuarios de Facebook de diez mil en diez mil. Todavía no estaba en las nuevas oficinas de Facebook en Palo Alto de las que Mark le había hablado, ésas que estaban acabando de arreglar para la nueva ronda de contrataciones: la ampliación de la empresa de la que habían hablado en otoño, cuando firmaron todos los papeles para la reestructuración.

El mundo real no podía tener nada que ver con Facebook, porque el mundo real simplemente no iba tan rápido.

El millón de miembros se había convertido de repente en dos millones, e iba camino de los tres. La pequeña página web de Harvard estaba ahora por todas partes: en quinientos campus, en todos los periódicos que Eduardo veía en el quiosco, en todos los noticiarios que pescaba antes o después de las clases. Todo el mundo que conocía estaba en Facebook. Incluso su padre había entrado usando su cuenta y le había encantado. Facebook no era el mundo real: era mucho más que eso. Era un universo nuevo, y Eduardo no podía evitar sentirse orgulloso de lo que él y Mark habían hecho.

Aunque lo cierto era que en los dos últimos meses no había tenido prácticamente ninguna interacción significativa con la gente de California, aparte de alguna llamada telefónica, alguna petición de que les pasara un contacto en Nueva York o de que les diera el nombre de alguno de los anunciantes potenciales que había tanteado. En realidad, Eduardo había mantenido tan poco contacto con Mark los últimos dos meses que había tenido tiempo de lanzar incluso otra página web independiente, una cosa llamada Joboozle que pretendía ser una especie de Facebook para buscar trabajo, donde la gente podía buscar empresas interesadas en contratarla, compartir currículos, hacer contactos, etc. Eduardo no esperaba que Joboozle se convirtiera nunca en nada parecido a Facebook, pero ciertamente le había ayudado a matar el tiempo mientras esperaba a que Mark volviera a ponerse en contacto con él.

Y por fin Mark
había
restablecido el contacto: un par de días antes le había enviado un e-mail pidiéndole que volviera a California. Una reunión importante de negocios, un nuevo empleado al que supuestamente Eduardo debía ayudar a formar.

En el e-mail Mark mencionaba también algo que había inquietado un poco a Eduardo. Al parecer, en los últimos tiempos les habían estado cortejando algunos grandes grupos de capital riesgo: Sequoia Capital, el mayor fondo de Silicon Valley, dirigido por Michael Moritz, la vieja némesis de Sean Parker; y Accel Partners, un prestigioso fondo de Palo Alto que llevaba una década activo en la zona. Mark había dado a entender que había posibilidades de que dejaran entrar a alguno de los fondos, y también había mencionado cierto interés de Don Graham, el CEO de la Washington Post Company.

Por otro lado, Mark había dejado caer que él, Sean Parker y Dustin estaban pensando en vender una pequeña parte de sus participaciones si llegaban a un acuerdo; la cifra que daba en el e-mail eran dos millones de dólares por cabeza.

Eduardo se quedó más que sorprendido al leer eso. En primer lugar, por los papeles que había firmado estaba más que seguro de que no podía vender sus propias acciones: ese derecho no se activaría hasta dentro de mucho, mucho tiempo. ¿Cómo era que Mark, Sean y Dustin podían sacarse dos millones de dólares? ¿No habían firmado ellos los mismos papeles que él en la reestructuración?

Y en segundo lugar: ¿por qué hablaba Mark de vender acciones? ¿Desde cuándo estaba Mark interesado en el dinero? ¿Y por qué Sean Parker se sacaba dos millones de dólares cuando apenas hacía diez semanas que estaba oficialmente en la empresa? Eduardo había estado allí desde el principio.

Ciertamente no parecía justo.

Tal vez Eduardo no estuviera entendiendo la situación. Tal vez Mark pudiera aclararle las cosas cuando se reuniera con él en California. En cualquier caso, Eduardo había decidido que no iba a dejar que sus emociones le dominaran esta vez, pues su arrebato no había contribuido precisamente a mejorar la situación el verano pasado. Iba a ser una persona tranquila, racional y comprensiva. Era primavera, comenzaban a verse faldas y casi había terminado la universidad.

Mañana Eduardo haría el viaje de seis horas hasta California, examinaría las nuevas oficinas que estaban construyendo, asistiría a la reunión de negocios y formaría al nuevo empleado, fuera quien fuera. Esperaba que fuera el comienzo de una vuelta a la normalidad con Mark, de modo que cuando se graduara pudiera volver a ocupar su viejo lugar como socio fundador al lado de Mark. La idea le resultaba muy agradable, pues en cierto modo significaba que podía extender un poco más su vida universitaria: por más grande que se hiciera Facebook estaba seguro de que siempre se sentiría allí como en la universidad. En Facebook podría seguir postergando su entrada en el mundo real, igual que estaba haciendo Mark, tal vez para siempre.

Eduardo se sentía reconfortado por esa idea mientras bajaba los escalones de la biblioteca hacia Harvard Yard. Mañana volvería a reunirse con Mark y él se lo explicaría todo.

CAPÍTULO 29:
4 de abril de 2005

Eduardo recordaría este momento el resto de su vida.

Comenzó a temblar estando aún de pie en la oficina semivacía, contemplando los papeles que el abogado le había entregado en el mismo momento en que había cruzado la puerta. Esta vez era otro abogado, y una puerta diferente; no el subalquiler estilo dormitorio universitario en un suburbio lleno de árboles, sino una auténtica oficina situada en la University Avenue en el centro de Palo Alto, con paredes de cristal, mesas chapadas en arce, monitores de ordenador nuevos, moqueta, incluso una escalera decorada con los grafitis de un artista local que habían contratado especialmente para eso. Una auténtica oficina, con otro abogado de verdad plantado entre Eduardo y Mark, el cual debía estar en algún otro lugar de la oficina, frente a uno de los ordenadores, donde siempre parecía estar, seguro en el resplandor de esa maldita pantalla.

Al principio, Eduardo pensó que el tipo estaba de broma al darle la bienvenida con más contratos por firmar, antes incluso de que tuviera ocasión de examinar el lugar o de preguntar a Mark por el nuevo empleado, por la venta de dos millones de dólares en acciones o por el e-mail. Pero en cuanto Eduardo comenzó a leer los documentos legales, se dio cuenta de que su viaje a California no tenía nada que ver con ninguna reunión de negocios.

Era una emboscada.

Eduardo tardó unos minutos en comprender lo que estaba leyendo, pero cuando lo hizo la sangre huyó de sus mejillas y su piel se puso fría. Finalmente lo comprendió todo como un disparo de pistola que le abrió el pecho desde dentro, que destrozó una parte de él que sabía que no recuperaría nunca. Ninguna hipérbole, ningún adjetivo, ninguna palabra podía describir cómo se sentía; pues en el fondo se daba cuenta de que debería haberlo visto venir, que debería haberlo sabido, que debería haber leído las señales. Pero simplemente no lo había hecho. Había sido tan ciego.
Tan estúpido.

Simplemente no se lo había esperado de Mark, de su amigo, del chico que había conocido cuando eran dos colgados en una hermandad judía
underground
luchando por encajar en Harvard. Habían tenido sus problemas, y Mark podía llegar a ser muy frío, muy distante. Pero lo que estaba leyendo iba más allá de todo eso.

Para Eduardo era una traición, pura y simple. Mark le había traicionado, le había destruido y se lo había llevado todo. Estaba ahí escrito, en los papeles que tenía en la mano, tan claro como las letras negras impresas sobre esas páginas blancas como el marfil.

Primero, había un documento fechado el 14 de enero de 2005: un consentimiento escrito de los accionistas de TheFacebook para aumentar el número de acciones de la compañía hasta 19 millones de acciones comunes. Luego había una segunda acción fechada el 28 de marzo por la que se emitían hasta 20.890.000 acciones. Y luego había un documento que autorizaba la emisión de 3,3 millones de acciones adicionales para Mark Zuckerberg; 2 millones para Dustin Moskovitz; y más de 2 millones para Sean Parker.

Eduardo contempló las cifras, haciendo rápidos cálculos mentales. Con todas esas nuevas acciones su propiedad de Facebook estaba ya muy lejos del 34 por ciento. Si sólo se hubieran emitido las nuevas acciones para Mark, Sean y Dustin, estaba por debajo del 10 por ciento… y si se emitían todas las nuevas acciones autorizadas, quedaría diluido hasta prácticamente nada.

Le estaban diluyendo hasta echarle de la empresa.

El abogado comenzó a hablar mientras Eduardo contemplaba los papeles. Eduardo se preguntaba qué reacción esperaba Mark de él. O tal vez Mark no esperara ninguna reacción de Eduardo. Tal vez Mark creyera que Eduardo ya había abandonado la empresa hacía tiempo, en otoño, cuando había firmado los papeles que habían hecho posible todo esto. O tal vez antes incluso, en verano, después de congelar las cuentas. Dos longitudes diferentes de onda, dos puntos de vista distintos.

El abogado siguió hablando, explicando que las nuevas acciones eran necesarias, que habría CRs interesados que las necesitarían, que la firma de Eduardo era una formalidad, que las acciones ya habían sido autorizadas igualmente, que era algo bueno y necesario para la empresa, que era una decisión ya tomada…

—No.

Eduardo oyó su propia voz reverberar por su cabeza, rebotar en las paredes de cristal, subir por la escalera pintada de grafitis, cruzar toda la oficina medio vacía.

—¡No!

Eduardo se negó a firmar la renuncia a su parte de la propiedad de Facebook. Se negó a firmar la pérdida del que había sido su gran logro. Había estado allí desde el principio. Había estado en esa habitación. Era uno de los fundadores de Facebook y merecía su 30 por ciento. Él y Mark tenían un acuerdo.

La respuesta del abogado fue inmediata.

Eduardo ya no era un miembro de Facebook. Ya no formaba parte del equipo directivo, ya no era empleado de la empresa, ya no estaba relacionado con ella de ningún modo. Podía ser borrado de la historia de la empresa.

Para Mark Zuckerberg y para Facebook, Eduardo Saverin ya no existía.

Eduardo sintió que las paredes caían sobre él.

Tenía que salir de allí.

Tenía que volver a Harvard. Volver al campus, a casa.

No podía creer lo que estaba oyendo. No podía creer aquella traición. Pero le decían que no tenía otra opción. La decisión había sido tomada, le dijeron, tomada por Mark Zuckerberg, fundador y CEO, y por el nuevo presidente de Facebook.

Eduardo tuvo aún otro pensamiento mientras las horribles noticias caían sobre él.

¿Quién diablos era el nuevo presidente de Facebook?

Cuando pensó un poco más, se dio cuenta de que ya conocía la respuesta a esa pregunta.

CAPÍTULO 30:
Donde las dan las toman

Las suelas de Sean Parker impactaron contra la acera después de que saltara de su BMW en un arrebato de energía pura y frenética. Su cerebro iba a diez mil rpm, más rápido incluso que de costumbre, porque se disponía a tomar, metafóricamente hablando, el postre más dulce de su vida.

Sean cerró de golpe la puerta detrás de él, luego dio un paso a un lado y se inclinó hacia atrás, con los brazos cruzados sobre el pecho. Levantó los ojos hacia el edificio de cristal y cromo que albergaba las oficinas centrales de Sequoia Capital.
Dios, cómo odiaba este lugar.
Con no poca ironía, recordó cómo se había sentido cuando fue allí en busca de dinero, de socios, de atención, de cualquier cosa. También recordó cómo había sido la atención recibida y cómo finalmente había terminado de patitas en la calle, echado de la empresa que él mismo había creado, que había levantado con su sudor y sus lágrimas.

Qué diferentes eran las cosas ahora. Esta vez era Sequoia la que reclamaba su atención. No habían dejado de llamar a las oficinas de Facebook tratando de convocar una reunión, de conseguir que Mark se pusiera al teléfono, de hacerle entrar en una habitación para plantearle una oferta. Joder, todo el mundo estaba llamado ahora, todos los grandes nombres: Greylock, Merritech, Bessemer, Strong, todos. Y no sólo las empresas de CR. Había rumores de que Microsoft y Yahoo también estaban al acecho. Y Friendster había hecho ya una oferta informal: diez millones —cuatro duros— que Sean y Mark habían rechazado sin dudarlo. MySpace también estaba interesada… todos lo estaban ahora. Y Sequoia, el chulo del barrio, no quería quedarse fuera de la fiesta.

De modo que Sean les había ignorado durante un tiempo, mientras se imaginaba a Moritz echando humo en su madriguera, gritándoles a sus peones con ese extraño y maligno acento galés. Sean suponía que a estas alturas Moritz ya debía saber que era él quien estaba detrás de la reticencia de Facebook a reunirse con ellos; pero Sean estaba convencido de que aquel megalómano probablemente debía pensar que Sean terminaría por ceder tarde o temprano. Y justo cuando en Sequoia comenzaban a sacar espuma por la boca, Sean parecía darle la razón a Moritz al convocar la reunión de esta mañana.

De modo que allí estaba, sonriendo como un mono desquiciado. Iba vestido íntegramente de negro, como el coche, desde sus elegantes pantalones DKNY hasta su cinturón de cocodrilo. Batman en busca de justicia por las calles de la parte baja de San Francisco, tratando de devolver las cosas a su sitio.

Sean oyó que se cerraba la puerta del acompañante y se giró para ver a Mark que se acercaba por delante del coche.

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