El borde superior de la nave aún intacta estaba cubierto de ventanas, lo cual les permitió calibrar sus exactas dimensiones. Bajo la luz difusa de las estrellas, las ventanas resplandecían exactamente como azúcar cande sobre un pastel. Miles de ventanas. La nave era grande.
Y estaba a oscuras. Todo el espaciopuerto estaba a oscuras. Tal vez los seres que lo utilizaban no necesitaban luz en las frecuencias «visibles». Pero a Luis Wu el espaciopuerto le pareció abandonado.
—No comprendo qué son esos anillos —dijo Teela.
—Un cañón electromagnético —respondió Luis de un modo casi reflejo.
—Para los despegues.
—No —intervino Nessus.
—¿No?
—El cañón debe haber servido para el aterrizaje de las naves. Incluso es posible imaginar el método empleado. La nave debe colocarse en órbita paralelamente al muro exterior. No intentará igualar la velocidad del anillo, sino que se situará a unos cuarenta kilómetros de la base del muro exterior. Al girar el anillo, las espirales del cañón electromagnético arrastrarán la nave y la acelerarán hasta alcanzar la velocidad del anillo. Los ingenieros del anillo merecen todos mis respetos. La nave nunca tendría que situarse a una distancia peligrosa del anillo.
—El cañón también podría servir para despegar.
—No. Fíjate en las instalaciones que tenemos a la izquierda...
—¡Nej! —exclamó Luis Wu.
Las «instalaciones» se reducían a poca cosa más que una puerta corredera de dimensiones suficientes para dar cabida a una de las naves dragadoras.
La cosa cuadraba, 1.200 kilómetros por segundo era la velocidad normal de las naves dragadoras. Las instalaciones de despegue del anillo se reducían a una estructura para lanzar la nave con sus dragadoras de fusión al vacío. El piloto podía comenzar a acelerar en el acto y alejarse.
—Las instalaciones del espaciopuerto parecen abandonadas —dijo Interlocutor.
—¿Captas utilización de energía?
Mis instrumentos no la perciben. No hay puntos anómalamente calientes, ni se advierte actividad electromagnética. En cuanto a los perceptores que accionan el acelerador lineal, es posible que la energía que empleen sea mínima y resulte imperceptible.
—¿Qué sugieres?
—Tal vez las instalaciones se conserven en buen estado. Podríamos acercarnos al acelerador lineal e intentar entrar.
Nessus se hizo un ovillo.
—Imposible —dijo Luis—. Lo más probable es que todo el mecanismo se accione mediante una señal en clave, y la desconocemos. Tal vez sólo responda ante un fuselaje metálico. Si intentásemos pasar por el cañón a la velocidad del Mundo Anillo, tocaríamos uno de los aros y lo haríamos saltar todo en pedazos.
—He pilotado naves parecidas en maniobras de guerra simuladas.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Tal vez demasiado. En fin, no tiene importancia. ¿Qué sugieres tú?
—La cara inferior —dijo Luis. Y el titerote se desenrolló en el acto.
Se situaron debajo de la plataforma del Mundo Anillo, siempre a la misma velocidad que éste y contrarrestando su atracción con un impulso de 9,94 metros por segundo.
—Focos —ordenó Nessus.
Los focos tenían un radio de acción de ochocientos kilómetros; pero no lograron saber si la luz había tocado la cara posterior del anillo. En cualquier caso, no regresó. Eran focos de aterrizaje.
—¿Aún tienes la misma confianza en vuestros ingenieros, Nessus?
—Debieron haber previsto esta eventualidad.
—Yo sí la había previsto. Puedo iluminar el Mundo Anillo, si me permitís utilizar los motores de fusión —dijo el kzin.
—Adelante.
Interlocutor empleó los cuatro: el par enfocado hacia delante y los dos motores más grandes que miraban hacia atrás. Pero sólo abrió al máximo el diafragma del par delantero, previsto para frenazos de emergencia y posiblemente también para usos bélicos. El tubo comenzó a despedir hidrógeno a excesiva velocidad y éste salió medio quemado. Poco a poco disminuyó la temperatura del tubo de fusión, hasta que el escape, normalmente más caliente que el centro de una nova, estuvo tan frío como la superficie de una enana amarilla. La luz salió proyectada en dos rayos paralelos que fueron a clavarse sobre la negra cara inferior del Mundo Anillo.
Primera sorpresa: la cara inferior no era plana: Subía y bajaba; presentaba depresiones y abultamientos.
—Me la había imaginado lisa —dijo Teela.
—Está repujada —comentó Luis—. Apostaría una cosa. Todos los abultamientos corresponden a un mar en el lado iluminado por el sol. Las depresiones son montañas.
Sin embargo, todas esas formaciones parecían sólo diminutas arrugas, casi imperceptibles, hasta que Interlocutor acercó más la nave. El «Embustero» planeó hacia el centro del Mundo Anillo, a unos ochocientos kilómetros por debajo de su vientre. Abultamientos y depresiones repujadas iban sucediéndose a sus pies, de forma irregular y en cierto modo artísticamente distribuidos...
Hacía siglos que se venían organizando excursiones en naves que planeaban de modo similar sobre la superficie de la Luna de la Tierra. El panorama que tenían ante sus ojos era bastante parecido: cráteres y montañas, fuertes contrastes de blanco y negro, dibujados sobre la superficie de la Luna por los potentes reflectores de que iban provistas todas esas naves. Sin embargo, había una diferencia. A cualquier altura que uno se encontrase sobre la Luna, siempre se divisaba el horizonte lunar, dentado y recortado contra el espacio negro y ligeramente curvo. En cambio, el horizonte del Mundo Anillo no tenía curvas. Era una línea recta, inconcebiblemente distante y apenas visible. Luis se preguntó cómo se las debía arreglar Interlocutor para resistir horas y más horas al timón del «Embustero», navegando sobre la superficie y bajo el vientre de ese... artefacto.
Luego se encogió de hombros. Poco a poco comenzaba a hacerse una idea de las dimensiones del Mundo Anillo. Era un proceso desagradable, como todos los aprendizajes.
Apartó la mirada de ese terrible horizonte para fijarlo otra vez en la zona iluminada.
Nessus dijo:
—Todos los mares parecen corresponder al mismo orden de magnitud.
—Sí, he visto unos cuantos estanques —le contradijo Teela—. Y... mira, ahí hay un río. Tiene que ser un río. Pero no he visto ningún gran océano.
Luis constató que abundaban los mares; suponiendo que estuviera en lo cierto y esos bultos aplanados fueran mares. Aunque no todos tenían el mismo tamaño, parecían estar distribuidos de forma regular, de modo que ninguna región careciera de agua.
—Son planos. Todos los mares tienen el fondo plano.
—Sí —dijo Nessus.
—Ello demuestra una cosa. Todos los mares son poco profundos. Luego, los anillícolas no son habitantes marinos. Sólo utilizan la superficie de los océanos. Igual que nosotros.
—Pero todos los mares tienen formas recortadas —le hizo notar Teela—. Y con bordes escarpados. ¿Sabes qué significa esto?
—Bahías. Infinidad de bahías.
—Aunque no sean habitantes marinos, tus anillícolas no temen los barcos —comentó Nessus—. De lo contrario, de nada les servirían las bahías. Luis, estas gentes se parecerán bastante a los humanos. Los kzinti aborrecen el agua y mi especie tiene miedo de ahogarse.
Luis pensó que podían descubrirse muchas cosas de un mundo observándolo del revés. Algún día escribiría una monografía sobre el tema...
Teela dijo:
—Debe ser divertido poder esculpirse un mundo a medida.
—¿No estás satisfecha con tu mundo, amiguita?
—Tú ya me entiendes.
—¿Poder? —Luis parecía sorprendido; el poder le era indiferente. No era una persona creativa; no le gustaba hacer cosas; prefería encontrárselas.
De pronto, le pareció distinguir algo interesante un poco más adelante. Un abultamiento más pronunciado... y un saliente como una aleta negra bajo la luz de los motores, ahora muy concentrada. Y el abombamiento tenía varios cientos de miles de kilómetros cuadrados de superficie.
Si los otros eran mares, éste debía corresponder a un océano, el rey de todos los océanos. Fue deslizándose interminablemente bajo sus ojos; y no era liso como los demás. Recordaba un mapa topográfico del océano Pacífico, con valles y montañas, zonas poco profundas y grandes fosas, y picos que, por su altura, bien podrían ser islas.
—Deseaban conservar su vida marina —aventuró Teela—. Y para ello necesitaban un océano profundo. La aleta debe de servir para refrigerar las profundidades. Un radiador.
Un océano que a pesar de no tener la profundidad suficiente, sí era lo bastante ancho como para tragarse toda la Tierra.
—Basta ya —exclamó de pronto el kzin—. Examinemos ahora la superficie interior.
—Primero debemos tomar unas cuantas medidas —le interrumpió Nessus—. ¿Es verdaderamente circular el anillo? Cualquier pequeña desviación dejaría escapar el aire hacia el espacio.
—Sabemos que hay aire, Nessus. La distribución del agua sobre la superficie interior nos indicará en qué medida se desvía el anillo de la circularidad.
Nessus se dio por vencido:
—De acuerdo. En cuanto lleguemos al otro reborde.
Había fosas meteoríticas. No muchas, pero ahí estaban. Luis pensó, divertido, que los anillícolas no habían limpiado su sistema solar a conciencia. Pero no, esos meteoritos debían de haber llegado de fuera, del espacio interestelar. Los reflectores de fusión iluminaron un cráter cónico, y Luis vio un resplandor en el fondo. Algún objeto brillante reflejaba la luz.
Seguramente, la hendedura dejaba al descubierto la plataforma de un material, seguramente muy rígido, cuya densidad le permitía absorber un 40 por 100 de los neutrinos. Encima (o en el interior) de la plataforma del anillo debía de haber tierra y mares y ciudades, y encima de todo esto, aire. Debajo (o en la parte exterior), un material esponjoso amortiguaba el impacto de los meteoritos. La mayoría de éstos debían vaporizarse al atravesar la gruesa capa de material esponjoso; sin embargo, unos pocos debían de llegar a traspasarla, dejando unos agujeros cónicos con el fondo brillante...
Muy a lo lejos de la superficie del Mundo Anillo, casi más allá de su curva infinitamente suave, Luis descubrió un hoyuelo. Ahí debía de haber caído uno grande, pensó. Lo bastante grande como para resultar visible a la luz de las estrellas.
No señaló el hoyuelo del meteorito a los demás. Sus ojos y su mente aún no se habían acostumbrado a las dimensiones del Mundo Anillo.
El sol G2 comenzó a levantarse cegador sobre el recto borde negro del anillo. Su brillo les hirió los ojos, hasta que el kzin accionó un polarizador; y entonces Luis pudo mirar hacia el disco y descubrió una pantalla que cortaba su arco. Una pantalla cuadrada.
—Debemos tener cuidado —advirtió Nessus—. Si igualamos velocidades con el anillo y nos asomamos a la superficie interior, nos atacarán sin lugar a dudas.
Interlocutor le respondió con un rugido entre dientes. Seguramente el kzin comenzaba a estar cansado tras tantas horas de permanecer sentado junto a la herradura llena de mandos.
—¿Con qué arma nos atacarán? Ya hemos comprobado que los anillícolas ni siquiera poseen una emisora de radio en funcionamiento.
—Imposible adivinar su forma de comunicación. Tal vez empleen la telepatía, o el eco de ciertas vibraciones sobre el suelo del anillo, o impulsos eléctricos transmitidos por medio de cables metálicos. Igualmente, lo ignoramos todo sobre su armamento. Nuestra presencia sobre su superficie podría interpretarse como una grave amenaza. Emplearán todas las armas disponibles.
Luis asintió. No era cauto por naturaleza y el Mundo Anillo había picado su curiosidad; pero el titerote tenía razón.
Si el «Embustero» se ponía a planear sobre la superficie, se convertiría en un meteorito en potencia. Y nada despreciable. Una masa de esas dimensiones ya representaba un peligro infernal a mera velocidad orbital; en efecto, el más leve contacto con la atmósfera lo haría precipitarse hacia abajo a varios cientos de kilómetros por segundo. A una velocidad hiperorbital y empleando los reactores para mantener una trayectoria curva, la nave representaría un peligro menor, pero en cambio más probable; en efecto, el fallo de un solo motor sería suficiente para que la «fuerza centrífuga» proyectara la nave hacia fuera (o hacia abajo) sobre las tierras pobladas. Los anillícolas no debían ser propensos a tomarse un meteorito a la ligera. No podían, teniendo en cuenta que bastaría una sola perforación del suelo del anillo para succionar toda la atmósfera del mundo y escupirla sobre las estrellas.
Interlocutor se volvió y se encontró cara a cara con las dos cabezas planas del titerote.
—Luego, ¿cuáles son tus órdenes?
—Primero desaceleraremos la nave hasta alcanzar la velocidad orbital.
—¿Y entonces?
—Aceleraremos en dirección al sol. Podemos inspeccionar brevemente la superficie habitable del anillo mientras le miramos contraerse. De momento, estudiaremos las pantallas cuadradas.
—Tanta precaución me parece innecesaria y humillante. No nos interesan para nada las pantallas cuadradas.
«¡Nej!», pensó Luis. Cansado y hambriento como estaba, sólo le faltaba tener que hacer de mediador entre los dos extraterrestres. Llevaba demasiado tiempo sin comer ni dormir. Si Luis estaba cansado, el kzin debía de estar agotado y deseoso de camorra.
El titerote estaba diciendo:
—Las pantallas cuadradas nos interesan por razones muy concretas. Su superficie intercepta mayor cantidad de luz solar que el propio anillo. Serían ideales como generadores termoeléctricos para abastecer de energía al Mundo Anillo.
El kzin bramó algo injurioso en la Lengua del Héroe. En cambio, su inmediata observación en intermundo resultó ridículamente suave.
—Intenta ser razonable. No creo que nos interese para nada la fuente de energía del Mundo Anillo. ¿Por qué no aterrizamos, buscamos un nativo y le preguntamos qué fuente de energía utilizan?
—Me niego a considerar la posibilidad de un aterrizaje.
—¿Crees que no sé manejar la nave?
—¿Discutes mis decisiones como jefe de esta expedición?
—Ya que has tocado el tema...
—Todavía tengo el tasp, Interlocutor. Aún soy yo quien debe decidir si podréis disponer del «Tiro Largo» y del hiperreactor de quantum II. Y sigo siendo el Ser último a bordo de esta nave. No olvides...