La vivencia de la verdadera realidad en el momento es el principal objetivo de la mística. Aquí se encuentran la vivencia infantil y la vivencia mística. He aquí, al respecto, un poema de la época barroca de Andreas Gryphius (1616-1664):
Míos no son los años
que el tiempo me ha arrebatado.
Míos no son los años
que estén por venir.
Mío es el momento
y lo tomo con cuidado;
de esta suerte Él es mío,
hecho del tiempo y de la eternidad.
Si la realidad no fuera el resultado de continuas transformaciones, sino un estado estacionario, no sólo no habría ningún instante, sino ningún tiempo en absoluto, pues la sensación de tiempo se produce sólo a través de la percepción del cambio. El carácter procesual de la realidad crea el tiempo. Sin la realidad no se daría el tiempo, no a la inversa. El concepto de la realidad en términos de emisor/receptor hace posible también analizar la esencia del tiempo.
Pero la concepción de la realidad como producto de un emisor y de un receptor se muestra fecunda en un aspecto especialmente significativo si se toma en cuenta la participación del receptor, de cada hombre, en la construcción de la realidad. Ella muestra plenamente a nuestra conciencia la potencia que cada hombre tiene para crear mundos. Cada hombre es el creador de su propio mundo, pues sola y únicamente en él se hacen realidad el cielo, las estrellas, y la tierra y la vida multicolor que existe sobre la misma.
En esta verdadera capacidad cosmogónica, de crearse su propio mundo, reside la auténtica libertad y responsabilidad de cada hombre.
Si yo he entendido qué es lo que en la realidad existe objetivamente fuera y qué es lo que acontece subjetivamente en mí, entonces sabré mejor qué puedo modificar en mi vida, dónde puedo elegir y, en consecuencia, de qué soy responsable, y por otro lado, sabré qué es lo que está fuera del alcance de mi voluntad y ha de tomarse como un hecho inalterable. Este esclarecimiento de mi competencia constituye una ayuda existencial inestimable. Tengo la opción de recibir del infinito programa del gran emisor aquello que yo quiera, es decir, de recibir en mi conciencia, dándoles realidad así, aquellos aspectos de la creación que me hacen feliz o aquellos otros que me deprimen. Yo soy quien genera la imagen luminosa y la imagen oscura del mundo. Yo soy quien no sólo da color a los objetos que en el mundo exterior no son más que materia conformada, sino quien les da también significado a través de mi entrega y de mi amor. Esto es cierto no sólo respecto de la imagen del mundo inanimado, sino también respecto de las criaturas vivientes, de las plantas y animales, y también de mis congéneres, los hombres. En un poema de Franz Werfel se encuentra formulado del siguiente modo: «¡Todo existe cuando amas! Tu amigo será un Sócrates, si tu le prodigas amor!»
Al igual que para el mensaje de otro hombre, yo soy receptor, también soy para él, a la inversa, un emisor, en tanto soy un ser material que existe en su mundo exterior. Puedo transmitirle mi deseo, incluso un deseo espiritual, una idea o mi amor, sólo a través de lo que caracteriza al emisor, es decir, a través de la materia y de la energía, a través de mi cuerpo. Incluso un entendimiento sin palabras, que se manifiesta por medio de una mirada o de una tierna caricia, puede expresarse solamente a través de ojos materiales, de dedos materiales, a través del cuerpo material de los amantes. Sin materia y sin energía no es posible comunicación alguna.
Somos mutuamente emisores y receptores, pero también aquí la imagen del emisor no aparece sino en el receptor. Sabemos suficientemente por experiencia que de una misma persona los demás guardan una imagen muy diferente. ¿Cuál es la Verdadera? Esto no puede decidirse objetivamente, pues en el espacio exterior no existe flotando imagen alguna, ya que de la persona en cuestión sólo hay objetivamente en el espacio exterior materia configurada y fenómenos energéticos.
Incluso mi propio cuerpo pertenece también para mí al espacio exterior. Lo puedo ver y lo puedo percibir también con los demás sentidos. Igualmente, mis órganos sensoriales, las antenas del receptor que soy yo, pertenecen, en tanto materia y energía, al mundo exterior. Esto no es solamente obvio respecto de los ojos y de los oídos; también las vías nerviosas que van desde éstos al cerebro son materia, así como lo es el cerebro mismo. Las corrientes e impulsos eléctricos que llevan por las vías nerviosas las señales del mundo exterior al cerebro y que después actúan también en el cerebro, son objetivables, en tanto fenómenos energéticos y, por consiguiente, son atribuibles todavía al emisor. Sin embargo, luego viene a nuestro conocimiento la gran laguna que ya hemos mencionado: la transición del acontecer material-energético a la imagen psico-espiritual, inmaterial, que ya no es objetivable; la transición a la percepción y a la vivencia subjetivas. Esta laguna de conocimiento es a la vez el punto de encuentro entre el emisor y el receptor, en el que se entremezclan y se aúnan en la totalidad de lo viviente.
La metáfora emisor/receptor sobre la realidad parece responder a una concepción dualista del mundo: espacio exterior y espacio interior, emisor objetivo y receptor subjetivo. Sin embargo, este aspecto dualista desaparece en una realidad transcendental omnicomprensiva, si retrocedemos hasta el origen de la evolución de la realidad humana, es decir, de la evolución del hombre.
Comencemos, pues, con la búsqueda del origen de nuestra existencia corporal, de nuestra dimensión material, que en nuestra metáfora pertenece al emisor.
El origen de nuestro cuerpo a partir de una combinación de un óvulo y de un espermatozoide es suficientemente conocido, así como su desarrollo en el útero y también su nacimiento y su crecimiento en virtud de procesos metabólicos. Sin embargo, ¿se puede considerar la combinación del espermatozoide y del óvulo como el auténtico origen de nuestra existencia corporal? Efectivamente, el óvulo y el espermatozoide no surgen de la nada, proceden de los padres, y esto significa que se da una transferencia de materia de los padres al hijo. Los padres proceden también a su vez de un óvulo y de un espermatozoide de sus padres y así sucesivamente a través de innumerables generaciones. Es evidente que existe una ininterrumpida conexión material entre cualquier ser humano de nuestro tiempo y todos sus antepasados y todavía aún más hacia atrás remontándonos en la evolución hasta el comienzo de la materia viva, hasta la célula primordial.
Estas reflexiones muestran que, incluso en el plano material, estamos emparentados con los demás humanos y con todos los organismos vivientes, con los animales y con las plantas.
Podemos proseguir con las preguntas relativas al origen y reflexionar acerca de la procedencia de la célula primordial. Esta tuvo que surgir por generación espontánea; esto significa que al comienzo de la evolución la célula primordial, la primera célula viviente, fué hecha de materia inerte, de átomos y de moléculas.
Esta frontera entre materia inerte y materia viva constituye también la frontera donde termina el pensamiento científicamente fundamentado y comienza el reino de la imaginación y de la fe. En este lugar surge la pregunta de si cabe atribuir la formación de la célula primordial a una casualidad en la que coincidieron moléculas en gran número y conformaron la estructura altamente organizada de la célula, o si la célula surgió respondiendo a un plan; la pregunta se plantea de este modo: ¿Es el origen de la vida un acontecimiento casual, puramente material o un acontecimiento planeado, es decir, espiritual? Parece inconcebible que una formación tan complicada, con tan alto grado de estructuración y de organización, como una célula, haya podido surgir de forma puramente casual. Parece evidente —y justamente aquí comienza la fe— que la célula primordial en su aparición obedecía un plan. A su vez la célula primordial encierra en su núcleo celular un plan, el plan para su autorreproducción, la característica específica de la vida. Un plan encarna una idea y una idea es espíritu.
De hecho los átomos, el material constitutivo de la célula primordial, son ya, igual que ésta, formaciones altamente organizadas. Representan una especie de microcosmos al que no cabe imaginar como producto de una casualidad.
Es un hecho notable que la más pequeña unidad estructurada de materia inerte, el átomo, y la más pequeña unidad estructurada de los organismos vivos, la célula, presenten el mismo plan organizativo. Ambos constan de envoltura y de núcleo. El núcleo representa en ambos, en los átomos y en las células, el componente más esencial. En el núcleo del átomo se concentran las propiedades características de la materia, masa y peso, y el núcleo de la célula contiene en sus cromosomas los elementos fundamentales de la vida, el código genético, los factores de la herencia.
Puesto que para la creencia en un origen y en un trasfondo espiritual del universo es decisiva la hipótesis de que no se puede atribuir a la casualidad el origen de formas tan altamente desarrolladas, como el átomo y la célula, hay que reforzar esta suposición con una metáfora que salte a los ojos. Como ejemplo del origen de una forma altamente organizada puede aducirse la construcción de una catedral; pero cabría encontrar otros innumerables ejemplos para este fin.
Supongamos que en algún sitio estuviera todo el material de construcción para levantar una catedral, incluso las instalaciones técnicas y la energía necesaria. Sin la idea de un arquitecto, sin sus planes y sin su dirección no surgiría jamás una catedral.
Estas reflexiones deben tener también validez para la aparición del átomo y de las células vivas, que son formaciones esencialmente más complicadas y, en muchas cosas, más sutilmente pensadas que una catedral.
Si ni siquiera respecto de una célula, la unidad más pequeña de los organismos vivos, es pensable un origen casual, tanto menos lo es respecto de las innumerables formas superiores de vida del reino
vegetal y animal. Para la validez deductiva de estas reflexiones es totalmente irrelevante si la evolución de las plantas primitivas a plantas con floración, o la evolución de los reptiles a aves y a mamíferos, se produjo a través de mutaciones paulatinas o a través de grandes saltos; del mismo modo es totalmente intrascendente en qué periodos ocurrió, pues cada nuevo organismo vivo representa la trasposición de un plan, de una nueva idea, a la realidad.
Quisiera recurrir una vez más a la metáfora de la catedral. Del mismo modo que la catedral irradia la idea y el espíritu de su arquitecto, así se hacen patentes en cada organismo vivo la idea y el espíritu de su creador. Cuanto más diferenciada, complicada y altamente desarrollada es la forma de una creación, tanto mayor es el contenido espiritual que puede expresarse a través de ella.
El organismo más altamente desarrollado, más diferenciado, más complicado de la evolución es el ser humano; esto quiere decir que los hombres dicen más acerca de su creador que todas las demás criaturas. El cerebro humano con sus catorce mil millones de células nerviosas, cada una de las cuales está conectada con otras seiscientas mil células nerviosas, representa la forma de vida más complicada y más altamente organizada de nuestro universo conocido. El elemento espiritual, que incluso en la célula primordial manifiesta el espíritu de su creador a través de la idea y del plan organizativo de la misma, ha logrado en el cerebro humano su máximo y más sublime despliegue. En el espíritu humano, que en nuestra metáfora llamamos «receptor», ha alcanzado su perfección. Las facultades espirituales se han desarrollado en el receptor humano hasta un grado tal que éste es capaz de ser consciente de sí mismo. En el hombre, en la parte más altamente desarrollada de la creación, la creación se hace consciente de sí misma.
En nuestra metáfora emisor/receptor cabe expresar esto de la siguiente forma: en tanto materia, el cerebro humano es parte del universo material y, por ello, el cerebro es parte del emisor. Pero la idea y el plan organizativo del cerebro se han desarrollado hasta constituir la facultad espiritual que hemos definido como receptor. Esto significa que materia y espíritu, emisor y receptor, se encuentran mutuamente fundidos en el cerebro humano, que el dualismo emisor/receptor no existe en realidad. Emisor y receptor no son más que construcciones conceptuales de nuestro intelecto, instrumentos valiosos y útiles, que se han empleado en las reflexiones precedentes para comprender racionalmente el mecanismo por el que surge su realidad humana.
La metáfora acerca de la realidad en términos de emisor/receptor demuestra que para que una idea exista, para que se haga realidad en el espacio exterior, debe ser manifestada en alguna forma de materia y energía. Muestra que toda forma creada del espacio exterior, desde el átomo a la célula viva, hasta las innumerables formas de organismos vivos del reino vegetal y animal, las flores y los hombres, desde los planetas hasta los soles, hasta las galaxias, cada una de estas formas creadas representa la realización de una idea. Plantear la pregunta acerca del origen de todas estas ideas, acerca del espíritu-creador que ha producido e impregna todas estas formas, significa plantear la pregunta acerca del origen de todo el ser.
En la historia de la creación del Evangelio de Juan se dice: «En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y Dios era la Palabra». La traducción del «Logos» griego que figura en el original por «Palabra» es discutida. «Logos» podría ser traducido también por «Idea». «En el principio existía la Idea…»
En los últimos dos mil años no se ha conseguido en la humanidad una visión más profunda de la creación que la de San Juan. Basándonos en la investigación científica y en el pensamiento racional, hemos llegado en las reflexiones precedentes a la misma conclusión: una idea divina como origen y soporte de la creación.
Desde el punto de vista lingüístico «idea» tiene que ver con «eidos» (imagen, en griego). Una nueva idea es la aparición espontánea de una imagen interior de algo que no existía anteriormente. El origen de todo proceso creativo es una idea. Nuestra capacidad de tener nuevas ideas, es decir, de ser creativos, es el don que compartimos con el creador de la idea primera de todas, de la idea de la que nació el mundo. Este don es nuestra herencia divina.
Nuestras reflexiones acerca de la esencia de la realidad, nuestro recurso a la metáfora emisor/receptor, nos han conducido a las últimas preguntas sobre el ser.