Esta extendida, y tan intensiva, circulación del aire en las plantas, que es necesaria para su metabolismo, hace comprensible que en ellas quede depositada una mayor cantidad de las sustancias tóxicas que se hallan contenidas en el aire (dióxido de azufre, óxidos de nitrógeno, ozono, plomo, polvo y otras) que en el organismo animal, de suerte que los efectos de un aire contaminado aparecen primero en el mundo de las plantas, mucho antes que en el ser humano y en el mundo de los animales.
La otra reflexión que se olvida en los debates públicos sobre la muerte de los bosques tiene que ver con la cuestión de por qué en el mundo de las plantas son sólo los árboles del bosque, precisamente, los que caen víctimas de las sustancias tóxicas. En nuestro conocimiento no existe aún una explicación segura de esto. Tras este desconocimiento acecha un enorme y posible peligro. Efectivamente, si no se conoce una diferencia básica en el mecanismo de asimilación del anhídrido carbónico de los árboles silvestres y de los árboles frutales u otras plantas cultivables, como las patatas, los cereales, etc., hay que contar con la posibilidad de que en un tiempo previsible comiencen también a extinguirse plantas de las que se alimenta la humanidad.
En el proceso que denominamos asimilación del carbono o fotosíntesis, la planta utiliza la luz solar como fuente de energía y la clorofila como catalizador, y a partir del anhídrido carbónico existente en el aire y del hidrógeno construye su organismo, que se compone de combinaciones de carbono. El hidrógeno se obtiene por descomposición fotoquímica del agua que asciende desde las raíces. El oxígeno que se libera en este proceso es despedido a la atmósfera a través de los estomas. En nuestro organismo y en el de todos los animales sucede justamente el proceso contrario. En este proceso, la sustancia orgánica que ha sido elaborada por la planta, nuestro alimento, es quemada mediante la incorporación de oxígeno; de esta suerte nos apropiamos de la energía que fue absorbida en forma de luz solar por la planta y emitimos a la atmósfera, en el aire de la respiración, los productos de la combustión, anhídrido carbónico y agua. De este modo, el ciclo se cierra.
Además de este ciclo básico de hidrocarburo hay otros ciclos, en los que intervienen el nitrógeno y minerales, que son impulsados también por la energía solar.
En la fotosíntesis se nos muestra el proceso fundamental creador que sustenta toda la vida sobre la Tierra, en el cual el fluido inmaterial de la luz del sol es transformado por la cubierta verde de la Tierra en la energía material de los organismos vegetales, los cuales, a su vez, constituyen la base vital del mundo animal y humano. La muerte de los bosques, que se debe a una perturbación en la fotosíntesis como consecuencia de los daños producidos por sustancias tóxicas en las células verdes de las plantas, presagia una amenazadora interrupción de este proceso que es fundamental en el ciclo de la vida.
Los fundamentos de la asimilación del anhídrido carbónico, los fundamentos de la fotosíntesis, se hallan descritos en cualquier manual elemental de ciencias naturales. Sin embargo, lamentablemente, este conocimiento básico de los fundamentos de nuestra existencia suele ser arrinconado las más de las veces junto con los libros de texto, porque carece de importancia práctica. Pero hoy es urgentemente necesario que cada cual traiga de nuevo a su memoria estos conocimientos; en efecto, ellos nos hacen conscientes de que con la muerte de los bosques comienza a peligrar gravemente el fundamento de toda la vida que existe en nuestro planeta, y que, en consecuencia, el aplazamiento de posibles medidas que pudieran conjurar la catástrofe que nos amenaza no sólo constituiría una irresponsabilidad sin límites, sino un delito que contra la vida.
Si se siguen con atención las discusiones que se han suscitado a largo y a lo ancho del mundo acerca de las centrales nucleares, cabría pensar que el problema de la utilización de la energía atómica consiste esencialmente en responder solamente a las dos preguntas siguientes:
a)
¿Va a ser tan grande la demanda futura de energía que se hagan necesarias las centrales atómicas?
b)
¿Es tan seguro el funcionamiento de las centrales atómicas y es tan resoluble el problema de los residuos atómicos, que no hay por qué temer para la humanidad catástrofes ni daños en la herencia biológica?
Ambas son preguntas que sólo pueden ser contestadas por especialistas, por científicos competentes, si es que aquéllas tienen respuesta, en absoluto, a la luz de los datos y de los conocimientos actuales.
Sin embargo, los expertos de la ciencia no se muestran unánimes en la respuesta a la pregunta
a)
ni a la pregunta
b)
. Por tanto, planteando la cuestión sólo desde estos dos puntos de vista, no se sabe si hay que estar de acuerdo o no con la construcción de centrales atómicas.
Pero hay argumentos sobre el problema de la utilización de la energía atómica, que son independientes de la respuesta a las preguntas
a)
y
b)
, y que, por tanto, se los puede plantear cualquier persona reflexiva sin necesidad de tener el conocimiento propio de los especialistas y expertos.
Tales son los argumentos e ideas que se suscitan al considerar el hecho de que el Sol no es otra cosa que una poderosa central atómica.
Hoy se conocen con toda exactitud los procesos químicos y físicos que se producen en el interior y en la superficie del sol. Son, sin excepción, reacciones nucleares. Entre éstas, la fusión de átomos de hidrógeno con átomos de helio posee una gran importancia. Estos procesos van acompañados de una gigantesca radiación de energía al espacio, que se mantiene sin merma de intensidad desde hace miles de millones de años.
La distancia media entre la elíptica de la Tierra y el Sol es de 150 millones de kilómetros aproximadamente. En comparación con el Sol la Tierra es muy pequeña; su volumen es 1,3 millones de veces más reducido que el del Sol. Por consiguiente, sobre la Tierra cae solamente una parte insignificante de la radiación emitida por el reactor nuclear del Sol.
Sin embargo, debemos todo a esta radiación.
Sin esta fuente extraterrestre de energía no habría vida sobre la Tierra.
El proceso fundamental por el que ha surgido y se ha constituido todo lo viviente, es decir, la transformación de la materia inorgánica —ácido carbónico y agua— en sustancia orgánica se produce merced a la irradiación energética de la luz solar. Este proceso, denominado «asimilación del ácido carbónico», proporciona los minúsculos componentes orgánicos —azúcar, hidratos de carbono, proteínas, etc.— que constituyen la planta. Puesto que sin las plantas no podrían existir organismos animales, pues éstos las necesitan como fuente de alimentación; la recepción de la luz en el proceso de asimilación que efectúa la planta constituye también la fuente principal de energía de la vida humana.
De esta suerte, el surgimiento mismo del espíritu humano no habría sido posible sin la existencia originaria de la luz solar. El espíritu humano, nuestra conciencia, representa el supremo, el más sublime, nivel energético de transformación de la luz.
Todos nosotros debemos al reactor nuclear extraterrestre del Sol todas las grandes fuentes terrestres de energía:
• la madera de los bosques;
• los depósitos de carbón, de petróleo y de gas natural, en los que se ha acumulado durante innumerables millones de años el calor solar;
• la fuerza hidráulica de los mares y de los ríos que son alimentados ininterrumpidamente por nubes que la fuerza del Sol ha elevado y que la inteligencia humana sabe aprovechar de manera secundaria en forma de calor, de luz y de electricidad.
El reactor nuclear extraterrestre es también el gran purificador y renovador de los elementos vitales que son el agua y el aire.
Desde mares salados, desde ríos y lagos llenos de impurezas, desde la tierra mojada, asciende hasta el cielo agua pura por el efecto del calor solar; este elemento purificado retorna a la tierra en forma de refrescante lluvia o en forma de nieve, impregnando así el mundo vegetal.
El Sol proporciona también la energía necesaria para la limpieza y regeneración del aire. En los procesos de combustión —en el aprovechamiento de los alimentos en los organismos vivos, en los motores de gasolina, en cada hoguera— se utiliza oxígeno y se produce anhídrido carbónico. Por el contrario, en el proceso de asimilación que se produce merced a la clorofila y a la luz solar, las plantas absorben anhídrido carbónico y despiden oxígeno a la atmósfera.
El reactor nuclear del Sol se diferencia de las centrales nucleares terrestres en que:
• es absolutamente seguro respecto de accidentes y radiaciones;
• no produce problemas de eliminación de residuos atómicos;
• no origina costes de aprovisionamiento ni de funcionamiento;
• posee unas existencias ilimitadas de combustible, mientras que los depósitos primitivos terrestres se agotarán en pocos decenios;
• proporciona energía de forma continuada y sin discriminaciones a todas las personas y pueblos de la Tierra;
• ha creado para el ser humano y para los animales un mundo vegetal lleno de verdor, que se ve amenazado allí donde surgen centrales nucleares terrestres.
¿Qué hace el hombre, cuando produce para sí una energía adicional mediante la instalación de centrales nucleares terrestres?
Desencadena en la Tierra fuego solar, es decir, reacciones nucleares, y por tanto procesos físico-químicos del tipo de los que se producen en el Sol a una distancia de 150 millones de kilómetros. Esta distancia gigantesca y una atmósfera terrestre protectora hacen que sólo puedan alcanzarnos vestigios inofensivos de rayos nocivos y que, no obstante, caiga sobre nuestro planeta una luz solar que crea y conserva todo.
Con la utilización de la energía nuclear en grandes proporciones (por no decir nada de la locura de las armas atómicas) surge el peligro de un envenenamiento de la Tierra con radiaciones letales. Se verá claramente qué significa esto, si se piensa que la vida en la Tierra sólo fué posible una vez que en el curso de miles de millones de años se apagaron aquí las reacciones nucleares, cuyos vestigios están aún presentes hoy en los elementos radiactivos.
Los átomos, los minúsculos componentes del mundo material, son comparables a diminutos sistemas solares, en los que los electrones giran alrededor del núcleo, como lo hacen los planetas en torno al Sol. Con excepción de los procesos que tienen lugar en los elementos radiactivos, presentes sólo en forma de vestigios, todos los cambios que acaecen en los elementos del planeta Tierra se producen en el plano de los electrones, de los planetas microcósmicos. Los núcleos de los átomos, que a escala microcósmica equivalen al Sol, permanecen intactos.
Por el contrario, en la desintegración nuclear y en la fusión nuclear resultan afectados los núcleos de los átomos. En estos procesos desaparece la materia transformándose en energía. En las reacciones planetarias —planetarias en sentido macro y microcósmico—, es decir, en las que suceden en las transformaciones de los elementos de la materia muerta y en las que acaecen en el metabolismo de los organismos vivos del reino vegetal y animal, la materia permanece.
Por tanto, la utilización de la energía atómica no ha de ser vista sin más como un desarrollo ulterior de la tecnología de la obtención de energía, sino que significa algo completamente nuevo, es decir, una intervención en el núcleo de la materia, un paso «más allá» del acontecer propio de las leyes naturales, sobre el que se funda la vida en nuestro planeta. Por todo esto se explica que los peligros que acompañan a la utilización de la energía nuclear presenten una naturaleza letal y que sea muy difícil, cuando no imposible, reducirlos a control.
Por esta razón ¿no habría sido más razonable que la investigación en el ámbito de la energía se hubiera concentrado en el desarrollo de fuentes energéticas fiables, es decir, de aquellas fuentes que, en definitiva, tienen su origen en la central nuclear del Sol y que podrían cubrir hasta hoy la demanda energética?
La pregunta acerca de si hay que temer de inmediato una carencia de energía, que podría suplirse con energía nuclear, sigue abierta; por el contrario, es seguro que para un futuro más lejano necesitamos un concepto nuevo de energía.
Puesto que el actual aprovisionamiento energético se basa en gran parte en el consumo del «capital» de energía solar, es decir, de las reservas de petróleo, de gas natural y de carbón, este capital, por muy grande que sea, se habrá agotado en un tiempo previsible. En vez de volver a basar el futuro aprovisionamiento energético en un capital que, por lo demás, apenas alcanzará para poco tiempo, es decir, en los depósitos de uranio que se agotarán en pocos decenios, habría que tender a una planificación energética que se limitara al consumo de «intereses», al aprovechamiento de las energías que ininterrumpidamente fluyen desde la central nuclear del Sol. A fin de que éstas alcancen a cubrir toda la demanda energética, añadiendo en caso necesario otras energías que se presentan en forma de intereses, como las mareas, habría que seguir desarrollando el empleo de las centrales hidráulicas y eólicas, pero, sobre todo, la utilización de la radiación directa del Sol.
Se ha calculado que la cantidad de energía que cae en un solo día sobre la Tierra en forma de rayos solares bastaría para cubrir por algunos siglos la demanda energética actual. De ahí que los proyectos de investigación más significativos y provechosos de nuestro tiempo sean aquellos que tienen por objeto la radiación solar como fuente ideal de energía para el futuro. No es utópico presumir que el espíritu descubridor humano logrará apresar una minúscula porción de esta gigantesca energía que nos llega sin cables desde nuestra grande, segura e inagotable central atómica extraterrestre, que logrará configurarla en una modalidad aprovechable y solucionará así para siempre el problema energético.