Al término de estas consideraciones sobre la esencia de la realidad quisiera referirme a su utilidad en la vida cotidiana, a la ayuda que pueden representar para una mejor comprensión de nuestro lugar, como seres humanos, dentro de la creación.
Puesto que la creación constituye la forma material, la manifestación, la realización de la idea divina, la creación, el emisor en nuestra metáfora, emite ininterrumpidamente la idea divina. La creación contiene el mensaje, es el mensaje de su creador a las criaturas suyas que la pueden recibir, a los hombres.
El gran médico, naturalista y filósofo del Renacimiento, Paracelso, que desconocía aún la radio y la televisión, hizo uso de otra metáfora para expresar este hecho. Consideró a la creación como un libro que ha escrito el dedo de Dios y que debemos aprender a leer. Sin embargo, en lugar de estudiar este libro que contiene la revelación de primera mano, nos atenemos las más de las veces a los textos compuestos por la mano del hombre. En lugar de abrir nuestros sentidos, nuestro entendimiento, al mensaje de la infinitud del cielo estrellado y de la belleza de nuestra Tierra con todas sus maravillosas criaturas del reino vegetal y animal, nos aferramos a nuestros problemas personales y nos encapsulamos en una estrecha y egoísta visión del mundo. Olvidamos, entretanto, lo más importante de todo, que gracias a nuestra existencia corporal y espiritual somos parte de la creación divina y del espíritu que lo impregna todo, y que cada uno de nosotros es «el único heredero de todo el mundo». Esta verdad, que implica que no hay barreras entre sujeto y objeto, entre el yo y el tú, que el dualismo es una construcción de nuestro intelecto, esta verdad se hace patente mediante la ayuda de la metáfora emisor/receptor en nuestras reflexiones acerca de lo que constituye la realidad.
Sin embargo, una verdad que sea solamente resultado de procesos mentales, de especulaciones racionales, no es suficientemente eficaz como para convertirse en un factor decisivo de nuestra vida. Sólo cuando la verdad va acompañada de una experiencia existencial, emocional, se vuelve suficientemente fuerte como para poder influir y transformar nuestra visión del mundo. La confirmación emocional de una verdad se alcanza a través de la meditación. La meditación aspira a la abolición de la barrera sujeto/objeto, de la barrera tú/yo, con el fin de superar el dualismo.
Por esta razón la idea emisor/receptor, que proporciona una visión del origen de la escisión sujeto/objeto, desvelando este dualismo como una construcción de nuestro intelecto, puede constituir un provechoso objeto de meditación. La experiencia emocional de la cancelación del dualismo sujeto/objeto conduce a un estado espiritual que se denomina conciencia cósmica o, en la tradición cristiana,
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. Puede producirse sólo como resultado de la meditación, o de la meditación unida al yoga, de la técnica respiratoria o de drogas enteógenas, o espontáneamente como gracia. Consiste en la experiencia visionaria de una profunda realidad que comprende al emisor y al receptor.
Nuestro concepto «emisor/receptor» de la realidad puede ayudarnos a interpretar intelectualmente este estado espiritual extraordinario, la conciencia cósmica, la
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.
Ante todo, nos descubre que la visión mística no es una ilusión de los sentidos, sino la revelación de otro aspecto de la realidad.
Con la conciencia cotidiana vemos y experimentamos únicamente una pequeña porción del mundo exterior, del emisor; en el estado místico —cuando el receptor está abierto a toda la anchura de banda de percepción— nos hacemos conscientes, simultáneamente, de un universo exterior e interior infinitamente más amplio. La frontera erigida por nuestro intelecto entre el yo y el mundo exterior se disuelve, y el espacio interior y el exterior se funden entre sí. La infinitud del espacio exterior se experimenta también en el espacio interior. Ahora un espacio ilimitado se halla abierto a un número ilimitado de imágenes que fluyen hacia dentro, y también a imágenes del pasado, a vivencias que se han acumulado durante toda una vida, a viejas imágenes que por la limitación del espacio en la conciencia se habían almacenado en el inconsciente. Todas estas imágenes interiores son despertadas a una nueva vida y se funden con las que entran por vez primera. Esta vivencia extraordinariamente intensa de innumerables nuevas y viejas sensaciones y percepciones en el proceso de fusión mutua del espacio interior y exterior, genera un sentimiento de infinitud y de intemporalidad, de un eterno aquí y ahora. El cuerpo, que en el estado habitual de conciencia es percibido como separado del mundo exterior, es sentido ahora como unido a la creación, como parte del universo, cosa que de hecho es así, y esto proporciona un sentimiento de protección incluso desde el punto de vista de la existencia corporal. En tal estado extático el emisor y el receptor, el mundo material exterior y el mundo espiritual interior, el espacio exterior y el interior, se hallan fundidos mutuamente, son una misma cosa en la conciencia; y de esta suerte surge un barrunto de la idea primordial, de la idea que existía al principio, que estaba junto a Dios y que era Dios.
Una experiencia visionaria que posea la intensidad de la conciencia cósmica, o
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, es limitada en el tiempo. Puede durar un segundo, un par de minutos, rara vez varias horas. En ese extraordinario estado no se está en condiciones de emprender actividad alguna en el mundo exterior. Para poder cumplir con nuestras obligaciones cotidianas son necesarias, evidentemente, una capacidad perceptiva limitada y una conciencia replegada. Para sobrevivir en la cotidianeidad hemos de concentrar nuestra conciencia en nuestra actividad y en el entorno en el que tenemos que desempeñar nuestras respectivas tareas. No obstante, de vez en cuando necesitamos una visión, una panorámica sobre nuestra vida y una ojeada a su último fundamento espiritual, a fin de percibir en la perspectiva y en el significado correcto nuestro lugar en el universo y nuestras obligaciones y problemas cotidianos.
Por esta razón son hoy cada vez más las personas que acostumbran a interrumpir su trabajo cotidiano y su incesante actividad, para meditar durante un par de minutos, durante una hora o durante más tiempo. El objetivo de semejante meditación no es el de alcanzar cada vez la cumbre de la experiencia visionaria, la
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. El objetivo de tal meditación puede consistir en lograr una idea más profunda de la interrelación de mundo interior y exterior, del espacio interior subjetivo y del espacio exterior objetivo, descubriendo así la existencia de la realidad transpersonal que abarca a emisor y receptor, a sujeto y objeto, a creador y creación, lo cual nos puede llenar de confianza, de amor, de fuerza y de sosiego.
Desde una visión filosófica científico-natural del mundo
Con el progreso de las ciencias naturales se hace cada vez más clara a nuestro espíritu la totalidad del mundo y nuestra identidad con él. Cuando esta idea de unidad total deje de ser una mera idea intelectual, cuando abra todo nuestro ser hacia una luminosa conciencia cósmica, entonces se llegará a una alegría radiante, a un amor que abarque todas las cosas.
Rabindranath Tagore (1861-1941)
en «Sadahana»
Que en la naturaleza gobierna un artista, cuyas obras son ciertamente evidentes, pero en cuyo taller no penetra ningún espíritu creado, no precisa demostración. Lo vemos demostrado allí donde se posa nuestra mirada, en cada ala de mosquito, en cada brizna de hierba, en cada copo de nieve.
Ernst Jünger en
en «Das spanische Mondhorn»
Todos los estados de felicidad tienen como base la seguridad en el sentido más amplio de este concepto. Se conoce la dicha de la seguridad en el hogar paterno, en la familia, en una amistad. Igualmente, la pertenencia a pequeñas o grandes comunidades de índole profesional, política, cultural o religiosa puede proporcionar un sentimiento de seguridad que va unido a la felicidad. Al contrario, la infelicidad va unida las más de las veces a indefensión, separación, extravío.
Esta conexión entre seguridad y felicidad no sólo es aplicable al destino individual del hombre, sino a épocas culturales enteras. Aquí se trata de la seguridad que puede proporcionar a los hombres la imagen del mundo que rige en una fase concreta de la historia de la humanidad y que determina de forma omnicomprensiva el sentimiento de la vida.
En las páginas que siguen, intentaré mostrar que la fuerza protectora de una concepción del mundo descansa sobre todo en su manera de concebir la relación del hombre con la creación, en especial con la naturaleza viviente. Tal es así que quizá las dificultades y los problemas aparentemente insolubles de nuestro tiempo en los ámbitos espiritual, social, económico y ecológico tengan que ser atribuidos, como a su causa común y última, a una relación enfermiza del hombre con la naturaleza. La concepción científico-natural del mundo, unilateralmente materialista, que está en boga hoy en la sociedad industrial occidental es incapaz de ofrecer seguridad alguna, porque en ella no encuentra expresión la vinculación, es decir, la inclusión del hombre en la naturaleza viviente. Quisiera exponer en forma de opiniones personales fundadas en algunas experiencias, el modo en que podría remediarse esta carencia, completando y profundizando debidamente la concepción científico-natural del mundo.
En todas las áreas culturales ha pervivido en forma de mitos el recuerdo de un tiempo anterior a la historia, de un mundo en el que todos los hombres vivían en la abundancia, vivían felices en seguridad, libres de todo cuidado y esfuerzo. Era la época dorada que relata Hesíodo; o la época de la humanidad anterior a la expulsión del Paraíso, en la tradición judeo-cristiana. En aquel tiempo el hombre era aún una sola cosa con la creación, pertenecía a ésta como una parte de la misma, estaba inmerso en ella. El mundo era un jardín, un jardín paradisíaco, en el que todas las criaturas vivían en armonía y en el que el hombre encontraba, sin dificultad ni trabajo, el alimento y todo lo que necesitaba.
Dejemos a un lado si en aquella época anterior a la historia los hombres eran realmente tan felices como se relata en los mitos; es seguro, sin embargo, que en el tiempo en que se constituyeron los mitos no existía ya estado paradisíaco alguno, pues, de lo contrario, no se habría podido percibir su pérdida. En los autores antiguos a quienes debemos la redacción de los mitos, estaba viva ya una conciencia histórica, es decir, la capacidad de comparar la concepción del mundo de su tiempo con la de una época pasada de la humanidad. Esta facultad, que presupone una distancia crítica respecto del acontecer temporal, señalizaba ya un nuevo estadio de desarrollo de la conciencia humana.
Acaso sea la entrada en este nuevo nivel de conciencia lo que se refiere en la parábola bíblica del pecado original. El cumplimiento de la promesa de la serpiente —«seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»— escindió en la conciencia humana la unidad de creación y criatura. Con la nueva capacidad que se le había otorgado de discernir y de conocer conscientemente, el hombre se convirtió en señor responsable de su acción, pero perdió con ello la seguridad que había consistido en la unidad inconsciente con la creación. Esta fué la expulsión del Paraíso.
Expulsado de la naturaleza que proporcionaba todo con abundancia en el Paraíso, el hombre, abandonado ahora a sí mismo, dependiente ya de los frutos de su trabajo, vuelto indefenso, comenzó a construir asentamientos, ciudades. Aquí se sitúan los comienzos de la historia de la cultura, que en lo esencial es una historia de culturas urbanas. Las grandes culturas han aparecido y se han hundido en y con las ciudades. Allí donde no ha habido ciudades, el tiempo ha transcurrido sin historia.
Mientras las ciudades han sido durante milenios lugares en los que la población ha encontrado refugio frente a las inclemencias de la naturaleza y frente al enemigo, y en cuya seguridad se han podido desarrollar civilizaciones y culturas, en la Edad Moderna se han modificado radicalmente la finalidad y el carácter de aquellas, sobre todo, de las grandes ciudades. De centros de residencia y de cultura se han convertido en centros de tráfico y de la industria. La moderna gran ciudad no ofrece ya a sus habitantes protección alguna ante el enemigo, sino, al contrario, atrae hacia ella misma todo el potencial armamentista de aquél; y ante el ruido y la polución general de las ciudades industriales no se puede hablar más de protección. Sin embargo, la vida cultural sigue estando concentrada en las ciudades y la historia universal es gestada todavía hoy en las grandes ciudades por los hombres que las habitan y que ahora viven en la inseguridad y en la amenaza. La inseguridad, el miedo, la insatisfacción, el vacío interior y la agresividad cobran predominio en la vida social, cultural y política.
¿Dónde se sitúan los comienzos de esta evolución, que ha conducido a esta transformación de los lugares de residencia de los hombres, a un cambio del semblante de la tierra, a la actual concepción del mundo, a la actual conciencia de la realidad? En el tiempo se sitúan en el siglo XVII y en el espacio se ubican en Europa. En aquella época surgió aquí un estilo de investigación de la naturaleza, que se orientó por entero a lo mensurable y logró esclarecer las leyes físicas y químicas de la constitución del mundo material. Sus conocimientos hicieron posible un aprovechamiento de la naturaleza y de sus fuerzas que jamás se había visto hasta entonces. Ella condujo hasta la actual industrialización y tecnificación mundial de casi todos los ámbitos de la vida, que, por un lado, han proporcionado a una parte de la humanidad un confort en la vida cotidiana y un nivel material de vida que apenas eran imaginables en el pasado y que, por otro lado, han tenido como consecuencia la mencionada transformación de las ciudades, como centros de residencia y de cultura, en centros de tráfico y de la industria, y la destrucción catastrófica del medio ambiente natural.
El hecho de que fuera precisamente el espíritu europeo el que generase esta ciencia natural, que estuviese capacitado para producir este resultado, debería explicarse porque aquí se había producido claramente antes que en otras culturas la separación consciente de individuo y medio ambiente. En efecto, un yo, capaz de situarse frente al medio ambiente, capaz de tematizar el mundo, de contemplarlo como objeto, este espíritu susceptible de objetivar el mundo exterior, constituía el presupuesto de la aparición de la investigación científico-natural occidental. Esta visión objetiva del mundo estaba presente ya en los primeros documentos del pensamiento científico-natural, en las teorías cosmológicas de los filósofos presocráticos griegos. Esta actitud del hombre frente a la naturaleza, desde la que fué posible una íntima dominación de la naturaleza, es la que más tarde, en el siglo XVII, fue formulada de forma clara y fue fundamentada filosóficamente por vez primera por Descartes.