—Los esferitas, los que diseñaron todo esto, no dejaban nada al azar. Aquí todo funciona perfectamente, como en una ecología planetaria. Pero hay un fallo terrible.
—¿De qué se trata?
—Los juggernauts, ¿de qué se alimentan?
—Imagino que de los asteroides del cascarón, ¿no?
—Sí. Sí, y además, como cada uno de ellos posee una ecología cerrada propia, apenas necesitan alimento, excepto para crecer. Pero incluso eso es demasiado.
—Sigo sin entenderle. ¿Dónde está el problema?
—Imagine una vaca pastando en una pradera en algún planeta de Akasa-puspa...
—Lo imagino.
—La vaca depreda la hierba, pero la hierba (con ayuda de la energía solar) se alimentará de la vaca cuando ésta muera. De no ser así, la tierra acabaría por perder sus elementos nutrientes. Piense en esa cantidad de juggernauts extrayendo elementos de los asteroides, y transformándolos en carne de juggernaut... ¿Qué sucede cuando un juggernaut muere? Todas esas valiosas proteínas se pierden en el vacío. Por muy inmensa que sea la Esfera, acabará por agotarse.
—No, doctor, no se pierden. ¿Ha olvidado los cintamanis?
—¿Qué tiene que ver esto...? Los cintamanis se encargan sólo de transportar los genes del juggernaut muerto por el espacio —se detuvo súbitamente al comprender lo que el religioso quería decirle.
—Los cintamanis dividen todas las proteínas de un juggernaut muerto en millones de pequeños paquetes, pero cada juggernaut sólo puede asimilar uno de esos paquetes... ¿Qué sucede con el resto? En el espacio interestelar se perderían, pero aquí. A lo mejor estoy diciendo una barbaridad, doctor. Después de todo, yo no entiendo de estas cosas.
—¡Por Dios que no, reverendo!. —exclamó Yusuf, y al ver la mirada reprobatoria del religioso añadió —: Disculpe, pero tiene usted toda la razón. Eso es exactamente lo que sucede. Los esferitas diseñaron una ecología perfecta, y la función original de los cintamanis debió de ser ésa: devolver los elementos nutrientes de los juggernauts muertos a los asteroides del cascarón. ¿Cómo es posible que yo no pensara en eso?
—Quizás porque usted no considera, como yo, la idea de que El que construyó la Esfera está por encima de cualquier fallo.
Yusuf rumió un instante las palabras de Han, y su rostro se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Muy bien, reverendo, usted gana. —Levantó las manos en un gesto de rendición—. Veamos ahora qué tal funciona su programa.
El ordenador comparó rápidamente las dos series de muestras, anotando las diferencias entre ellas hasta el orden de la millonésima de gramo, y analizando cada molécula casi individualmente.
El resultado puso fin a un experimento iniciado tres meses atrás.
—Ahora está claro —exclamó Yusuf triunfante al leer los resultados en la pantalla del ordenador.
—¿Lo está? preguntó Hari contemplando la interminable lista de números sin comprender apenas nada. El había diseñado aquel programa de acuerdo con las instrucciones del biólogo imperial, pero estaba muy lejos de entender los resultados.
—Fíjese en esto —dijo, señalando los parpadeantes caracteres verdes—. Aquí tenemos el elemento X que había predicho Jonás: ADXN con hipoxantína.
—¿El mismo ADXN del cintamani?
—Exactamente. La cosa es aún más simple de lo que nos habíamos figurado. Los juggernauts que van marcados con la hipoxantina están a salvo de ser infectados por otros cintamanis. Bastará con vaporizar hipoxantina sintética en la atmósfera de los rickshaws...
—¿Tienen atmósfera los rickshaws? —preguntó Han.
—Helio. Lo usan líquido para refrigerar las paredes cerca de un sol.
—Pero, sintetizar hipoxantina...
—Eso no es problema para los bioquímicos imperiales. —Yusuf meditó un momento rascándose la barbilla—. Podrían acelerarse depósitos que una vez en el interior del rickshaw liberen en el helio algunas moléculas conteniendo polímeros cortos con hipoxantina. Por supuesto, ésta no será la solución definitiva, pero evitará que más rickshaws sean destruidos, y nos dará un respiro hasta que encontremos la forma de controlar a los cintamanis.
Han sonrió tristemente.
—Eso significa que podemos regresar ya a la Vijaya.
Yusuf se acercó a un armario, y destapó una botella de ginebra.
—¿Quiere celebrarlo?
Han agitó la mano negando.
—No, gracias. No bebo ni siquiera el datura.
Yusuf se encogió de hombros, y se sirvió un vaso largo de ginebra.
—¿Le preocupa ir al planeta anillado?
—¿Por qué?
—Afirmó que Dios...
—Nadie es experto en Dios.
Yusuf apuró de un trago el contenido del vaso, y dijo:
—Sin embargo, ya ha oído los informes que nos han mandado de la Vijaya. Según los nativos, tenía razón cuando afirmaba que ese planeta anillado era el hogar de Dios.
—¿Cree realmente eso?
—No soy quien debe de creerlo. El religioso es usted. ¿Cree que el propio Dios vive en ese mundo?
—No.
—Pero usted dijo que...
—No importa lo que dijera.
—Entonces, ¿por qué decidió venir en esta misión antes que desembarcar en el planeta?
—No es el más indicado para preguntar eso.
—¿Qué...? Ah, quiere decir que yo hice lo mismo. Pero yo prefería tener la oportunidad de estudiar más a fondo a los juggernauts y a los colmeneros. Ese es mi trabajo... y dejo que el Comandante, Lilith y los demás hagan el suyo.
—Yusuf, usted es un científico, y no puede creer en nada que antes no haya demostrado mediante experiencias.
—Así es como funcionan las cosas. Las teorías sólo son buenas para empezar a trabajar. ¿Quiere saber algo? Hace meses que hubiera jurado que el elemento X era la hipoxantína. Era lo más lógico, pero la lógica no vale nada si no está corroborada mediante experimentos físicos. Para mí esto es un dogma de fe... ¿No es así como lo llama? La Ciencia es mi religión.
—Yo también intenté en un principio llegar a Dios por la lógica. Pensé que podría encontrar argumentos que apoyaran la existencia de un Creador, incluso dentro del medio del método científico. Dios era mi teoría, y pensaba que en sus obras físicas encontraría la firma del Creador, de una manera tan innegable que convencería incluso a los científicos... Rogué a Dios que me ayudara en esta tarea. A lo mejor cometí pecado de soberbia al pensar que yo solo sería capaz de algo así. Lo cierto es que Dios me ha negado hasta el momento esas pruebas.
—Y ahora parece que le ha escuchado...
—Sí, este lugar parece contener las respuestas. Las pruebas físicas de la existencia de un Ser Superior que rige el Universo...
Yusuf le miró sorprendido.
—¿Por qué se niega entonces a visitar ese mundo?
Porque si encontrara algo que desmintiera mi fe —pensó Hari con profunda tristeza —mi vida hubiera resultado muy absurda, ¿no crees?
Pero dijo:
—Yo quisiera poder mostraros a vosotros los científicos, ya los carvakas, las pruebas de la existencia de Dios... Pero estoy seguro de que no será aquí donde las hallemos.
El reptador se movía, cada vez más lentamente, sobre los inseguros bloques de piedra. Su "cerebro" mecánico imponía a cada una de las seis patas un paso lento y regular, calculando el próximo movimiento idóneo a cada décima de segundo.
Chait Rai había preferido manejar personalmente la máquina.
—No parece difícil de conducir —comentó Jonás, después de haberle estado observando una gran parte del camino.
—No lo es. El ordenador hace la mayor parte del trabajo. ¿Quieres probar? —dijo el mercenario ofreciéndole la palanca de mando.
—Soy un pésimo conductor.
—Con este aparato sólo tendrás que indicarle al reptador la dirección general hacia donde quieres ir, como si fueran las bridas de un phante.
—Te advierto que jamás he montado un phante... —dijo Jonás, pero ocupó el asiento que Chait acababa de cederle.
A los pocos minutos comprobó otra de las maravillas de la tecnología imperial. Sólo apuntaba la palanca hacia una zona a la que deseaba dirigirse, y la máquina obedecía, encargándose de sortear todos los obstáculos que hallara en el camino.
El paisaje se había vuelto desnudo y mineral. El bosque fue cediendo el paso a las especies enanas, rododendros y enebros, que salpicaban las viejas piedras desprendidas de los barrancos. Sólo unas milenarias secoyas, con brillantes troncos de bronce, se apostaban como centinelas sobre los grandes bloques de piedra que estrechaban entre sus raíces. A Jonás le parecieron míticas aves de rapiña guardando la entrada de un mundo prohibido.
El desfiladero se ensanchó bruscamente. El reptador dejó atrás una larga zona sombría para penetrar en la zona iluminada por el lechoso cielo.
Ascendieron bordeando un ruidoso torrente que se deslizaba por su lecho de piedras antes de desaparecer en una insondable sima. El desfiladero labrado por la babel se cerraba tras los expedicionarios. Cuanto más avanzaban, más parecía erguirse el muro, y volverse infranqueable. Finalmente el reptador se detuvo, al tiempo que una luz roja aparecía en el tablero.
—¿Qué sucede? —preguntó Jonás alarmado.
—Nada. Simplemente el terreno se ha vuelto demasiado difícil para la conducción automática. A partir de ahora tendremos que hacer el camino en manual. Déjame.
Chait volvió a ocupar su sitio y la marcha continuó, ahora mucho más lentamente.
El reptador trepó dificultosamente por una pared casi vertical, y alcanzó la vasta llanura que se extendía por encima del desfiladero cavado por la babel.
Una vez arriba, Chait detuvo prudentemente la máquina, y utilizó los videotelescopios para explorar los alrededores. Las cámaras de proa le ofrecieron las sorprendentes imágenes de una gigantesca estructura arrastrándose pesadamente por la llanura. El artefacto se encontraba a unos cien kilómetros frente a ellos.
Chait ordenó inmediatamente que el sacerdote nativo fuese conducido al puente.
—¿Qué es eso? —le preguntó apenas hubo entrado.
El sacerdote nativo elevó su brazo señalando la estructura, mientras mascullaba entusiasmado algo en su idioma.
—Ahí está la ciudad —fue la traducción que los expedicionarios recibieron.
La imagen era algo propio de una imaginación delirante. Sobre una llanura casi desértica corrían frenéticas cientos de máquinas con brazos, piernas, pinzas, tentáculos, ruedas, palas, taladros. Escudriñaban el suelo, el cielo y en torno suyo con lentes, micrófonos, antenas en forma de plato. Taladraban el suelo como insectos chupadores de sangre. Algunas parecían desmontadas y sometidas a reparación, o tal vez eran ensambladas por vez primera. Sobre ellas volaban otras, con hélices, chorros, o cohetes.
El efecto era el de un hormiguero colosal. Se movían en todas direcciones, pero nunca tropezaban unas contra otras, como en un imposible ballet.
En el centro de aquel hormiguero estaba la reina: la Ciudad, como la llamaban reverentemente sus habitantes. Una gigantesca estructura de más de diez kilómetros de diámetro, que se arrastraba pesadamente sobre una base de miles de orugas mecánicas, y que era asistida por aquella pequeña corte mecánica que la rodeaba, en una febril actividad.
—¿Vivís ahí? —preguntó Gwalior al nativo.
—Yo pertenezco a la Ciudad de Dios. Pero mis superiores me destinaron para ser el guía espiritual de esta Ciudad. Su nombre es Hebabeerst.
—¿Desde cuándo vivís en "Ciudades" como ésa?
El sacerdote se encogió de hombros en un gesto común a todos los humanos.
—Desde siempre.
—¿Construisteis vosotros las Ciudades?
El nativo le miró sorprendido. Como si Jonás le estuviera tomando el pelo al preguntarle algo evidente.
—Nadie construye a las Ciudades. Ellas crecen, como tú o como yo.
Según las confusas explicaciones que fueron sonsacándole al sacerdote, la Ciudad era un auténtico ser vivo inorgánico, una máquina capaz de nacer, crecer y reproducirse. Los humanos vivían ocultos en aquella gigantesca mole, como microbios que hubieran infectado sus órganos internos.
¿Qué se necesita para que una máquina se replique a sí misma? —se preguntó Jonás asombrado—. Tres cosas. materia, energía, e información. Si se le proporciona a un ordenador una detallada descripción de sí mismo en un lenguaje codificado, y el control de una serie de herramientas (ellas mismas descritas en las instrucciones), energía (que también debe describirse), la máquina será capaz de copiarse a sí misma, incluido su conjunto de instrucciones. El ADN llevaba miles de millones de años realizando una labor semejante.
—¿Quién hizo la primera Ciudad? —preguntó Lilith—. ¿Fueron vuestros antepasados?
El nativo sonrió con picardía.
—¿Quién hizo al primer hombre?
—Así no vamos a ninguna parte...
—Fue Dios. Eso todo el mundo lo sabe.
—Dios, ¿de qué Dios hablas? —exclamó Chait Rai furioso—. Maldita sea, este tipo acabará por convencerme de que ese loco de Hari estaba en lo cierto.
—Dios creó a los hombres, a las Ciudades, y a las Babeles. Eso todo el mundo lo sabe.
—Sí, ¿pero cómo lo sabes tú?
—En una ocasión vino hasta aquí, y nos ayudó a cambiar el rumbo de la Ciudad. Las Ciudades y las babeles sólo obedecen a Dios...
—Sí, como todo el mundo sabe... —dijo Gwalior, impaciente—. Pero, ¿qué aspecto tiene? ¿Es un hombre como tú o como yo?
El sacerdote parecía cada vez más atónito ante la estupidez de aquellos extranjeros.
—No, El no es como vosotros en absoluto.
—¿Cómo es? ¿Tiene tres ojos y dieciséis manos? ¿Lo has visto tú en persona...? Oh, vamos... Estamos perdiendo el tiempo. Este tipo no tiene ni idea de lo que está hablando.
—¡Claro que lo he visto personalmente! ¡Todo el mundo lo ha hecho en un momento u otro de su vida... !
—¿Qué aspecto tiene?
—Es... —Durante un momento el nativo pareció no encontrar palabras—. Es como un pez. Un pez enorme que habla y nada por el aire.
—¡Un pez enorme que habla y nada por el aire! Esto cada vez tiene menos sentido.
—Yo creo que nos está tomando el pelo —dijo Chait mostrando los dientes en una media sonrisa.
—Yo os puedo señalar dónde vive —se apresuró a decir el sacerdote—. Cuando lleguemos a Hebabeerst os mostraré dónde se encuentra la Ciudad de Dios.
Jonás y Gwalior se turnaron para interrogar al nativo. Mientras, el reptador seguía cubriendo la distancia que les separaba de la Ciudad.