—Es increíble, Comandante —dijo —; su pulso se ha normalizado de una forma milagrosa.
—No es ningún milagro, doctor —dijo Hari intentando incorporarse. Desistió —. Son los efectos del acondicionamiento chittas de la Hermandad. Se supone que yo no era capaz de hacer... lo que he hecho. Matar a un Hermano.
—¿Qué sabes de todo esto, reverendo? —preguntó Isvaradeva.
Hari pasó una mano por su rostro.
—Yo había sido enviado a la Vajra como espía de la Hermandad... —Pero no debieron de poner a prueba de esa forma mi acondicionamiento, pensó para sí—. Habel Swami es el acaryas que está a cargo de esta expedición. Partió de Vaikunthaloka antes incluso que nosotros, pero tuvo que hacer escala en Martyaloka...
—¿Cuál era su misión?
—Apoderarse de la nave Imperial, averiguar qué tipo de arma estaba destruyendo a los rickshaws... ¿Qué más da? Lo cierto es que apenas avistaron la Esfera, se dieron cuenta de que tenían entre manos un pez mayor del que habían venido a pescar...
—Y tú lo sabías todo durante todo el tiempo —dijo Ajmer acusadoramente.
—Si —admitió Hari—. Fue por eso por lo que no quise descender al planeta. Prefería mantenerme al margen... Estaba seguro de que si ponía a prueba mi acondicionamiento podría suceder algo así.
—Lo pasado, pasado está —dijo Isvaradeva—. Lo importante es que ahora estás con nosotros. ¿Crees que podrás seguir ayudándonos?
—Sí, Comandante. Ya estoy casi bien.
—Perfecto, porque no podremos salir de ésta sin tu ayuda. ¿Sabes dónde están encerrados el resto de mi tripulación y los guardias imperiales?
—No, lo siento, Comandante., pero Swami se mostraba ya muy suspicaz. No me atreví a preguntarle nada mas.
—No importa, sólo hay un sitio en la nave donde pueden haberlos encerrado a todos: el sollado.
Finalmente pudieron ver a los moradores de Hebabeerst. Los hombres vestían túnicas largas y ceñidas con el cuello bordado, a veces con una chaquetilla encima, de cuero o terciopelo, y calzaban botas bajas. Se cubrían con pequeños turbantes planos. Las mujeres llevaban faldas con volantes, corpiños ajustados, y se tocaban con boinas adornadas con plumas. Ambos sexos llevaban collares o brazaletes de diferentes materias: metal, hueso o piedras pulidas. Las calles metálicas estaban adornadas con excrementos de perro o ganado vacuno, aparte de basuras diversas.
Un vaho a estiércol seco y a heno marchito surgió de lo que parecía un largo establo de vacas. Las débiles llamas de las antorchas prendidas en la pared metálica, sólo iluminaban una parte del inmenso cobertizo, en el que podrían cobijarse unas cincuenta cabezas de ganado. De aquel lugar emanaba una mórbida tristeza. Jonás casi decidió marcharse; le deprimía contemplar una vez más la barbarie y la decadencia superponiéndose y venciendo a la tecnología.
El techo de viguetas de acero, que parecían haber sido cortadas y vueltas a soldar una y mil veces, estaba salpicado por manchas de óxido y moho. Por la puerta de la bodega, mal cerrada, llegaba un inconfundible olor a leche agria.
Con gestos, el sacerdote le indicó a Jonás que le llevaría a un lugar desde el que podría contemplar la morada de Dios.
Entraron en la habitación principal. Era una gran sala cuadrada, levemente iluminada por una pequeña abertura practicada, tal vez siglos atrás, en los gruesos muros de acero, y defendida por una sólida reja de hierro colado. Una vaga luz llegaba también del tosco hogar de granito. A doce metros de altura, los cuatro muros de la cocina se inclinaban a cuarenta y cinco grados para formar una pirámide regular, que iba reduciéndose hasta la estrecha abertura de la cumbre. Una caperuza de madera, que podía maniobrarse mediante una larga varilla de hierro, orientándose según la dirección del viento, ocultaba a medias aquella abertura. Todo el interior de la pirámide estaba negro de hollín y de humo. Colgados de barras de hierro, acababan de secarse y ahumarse jamones y diferentes tipos de embutidos preparados por los nativos.
El hogar estaba formado por dos grandes piedras de granito y una placa de hierro fundido, adosada a la pared y fijada por un par de groseros puntos de soldadura.
En el pavimento, formado por grandes planchas de goma mal unidas, descansaban pequeños cinceles de acero, cubos de madera; y junto al hogar, un gran caldero de cobre que se usaba para preparar la comida de la comunidad.
El sacerdote le señaló una de las paredes, en la que Jonás observó una irregular serie de grapas de hierro dispuestas como escalones, e inició la ascensión por ellos. Jonás le siguió en silencio, sumergiéndose en el espeso y asfixiante humo que se concentraba en la amplia bóveda de la sala.
Al llegar al final, el sacerdote empujó una trampilla; el techo se abrió de pronto y se encontraron mirando hacia arriba, por encima de la falsa cubierta, hacia una caverna atravesada por vigas cuadradas y chirriantes tiras de acero que se tensaban y destensaban en una estremecedora danza. Estaba contemplando los "huesos" y los "músculos" del gigantesco ser vivo que era la ciudad.
La parte superior de ese espacio también era de planchas de acero, pero los remaches que las unían eran distintos de los que había en la cubierta inferior; eran dos veces más grandes, y no estaban espaciados de la misma manera.
Allí, la altura del techo, cubierto de tuberías pintadas de color terracota, no era superior al metro y medio. Jonás, medio arrastrándose acuclillado, medio reptando, siguió al nativo a través de la claustrofóbica cavidad, mientras se sentía confundido y aplastado por el indefinido y confuso espacio que le rodeaba.
Avanzaron penosamente hasta un lugar donde había sido retirada una de las planchas de acero, dejando una amplia abertura cuadrangular, un nítido cuadrado azul recortándose entre la negrura del acero. A través de él, ambos hombres salieron al exterior.
Estaban en la cima de la inmensa ciudad viviente, a gran altura sobre el nivel del suelo.
El biólogo miró a su alrededor. El techo de la ciudad estaba formado por un espeso entramado de cables metálicos sostenido por postes de metal de diez metros, como un colosal tendedero, formando un enorme cuadrado de algo más de cinco kilómetros de lado
Recogiendo el maná que cae del cielo —pensó Jonás. Aquella red no era otra cosa que un sistema de antenas, que alimentaba a la ciudad con la energía de la Esfera radiada hacia el planeta en compactos haces de microondas.
El sacerdote levantó la mano señalando hacía lo lejos. Jonás intentó concentrar su vista en el punto señalado, pero no pudo discernir nada entre las sucesivas capas de bruma.
—¡Zwodd! —dijo el nativo. Jonás conocía aquella palabra en esferita; significaba: Dios.
Esforzó sus ojos hasta que le dolieron, intentando traspasar la espesa atmósfera. Se quitó las lentillas coloreadas que había llevado puestas desde que llegara al planeta, y volvió a mirar. Fue entonces cuando creyó ver unos confusos contornos a lo lejos. Algo semejante a una gigantesca cordillera que se extendía en el horizonte, pero no fue capaz de distinguir ningún detalle más.
Dio media vuelta y observó el lugar en el que había caído la babel.
Se habían formado grandes lagos de lava fundida que teñían de reflejos rojizos las nubes El impacto había cortado la corteza terrestre como un latigazo corta la carne humana, y por la herida supuraba fuego.
Se estaba preguntando si estarían realmente seguros, si aquella lava no podía alcanzarles, cuando vio la estela de un transbordador imperial aterrizando junto a la Ciudad.
Se volvió hacia el sacerdote; éste también miraba asombrado. Preguntó algo que Jonás, por supuesto, no entendió.
—Juraría que ése es uno de los transbordadores de la Vijaya —dijo casi para sí.
Eso podía significar que había habido supervivientes. Pero también podía significar problemas.
Hari Pramantha caminó lentamente por el curvado corredor que conducía al sollado. Dos monjes Sikhs montaban guardia frente a la puerta de la mayor sala de la nave.
Han se detuvo junto a ellos.
—Santam, siram, adwaitam, hermanos —dijo solemnemente—. He sido enviado por nuestro común hermano, el acarya Swami, para procurarles un poco de paz espiritual a estos desgraciados.
El más veterano de los dos monjes le dirigió una mirada suspicaz.
—Nuestro común hermano no nos ha advertido al respecto.
—En ese caso, nuestro común hermano ha cometido un descuido imperdonable. Es vikarma negarle el consuelo espiritual a unos condenados.
Los dos guardias se miraron un instante.
—De acuerdo. Pasa, hermano.
Hari atravesó el umbral, y tuvo que enfrentarse una vez mas con las miradas de asombro de sus antiguos compañeros. Allí estaban todos los demás: Yusuf, el sargento Bana, y los marinos de la Vajra, acompañados por el capitán Ulm Idlis y los guardias del Imperio.
Bana se adelantó furioso.
—¡Qué asuras...! —empezó a decir apretando los puños.
Pero Hari actuó rápidamente. No había tiempo para explicaciones. Sacó la ametralladora arrebatada al Sikh muerto, y que había mantenido oculta bajo los pliegues de su hábito, y se la entregó a Bana.
El sargento de infantes se quedó mirándole estúpidamente. Hari se apartó, y señaló la puerta.
Bana no necesitó nada más. Abrió fuego. Una ráfaga de ametralladora se esparció regularmente de derecha a izquierda, a la altura del pecho. Los proyectiles con camisa de acero atravesaron la delgada puerta del sollado como si fuera una cortina de seda. Hari se quedó aturdido por la súbita violencia y las narices atascadas por el acre olor de pólvora quemada. Hubo dos períodos de momentáneo silencio, ambos seguidos por la larga tos de la ametralladora. Después, silencio otra vez.
Un instante después la destrozada puerta se abrió. Lo primero que vieron fueron los cuerpos de los dos guardias Sikhs tendidos en el suelo.
El Comandante Isvaradeva pasó junto a los dos cadáveres, y se dirigió a sus hombres.
—Debemos darnos prisa si queremos que esta nave vuelva a ser nuestra —dijo —. El factor sorpresa era nuestra única ayuda... pero me temo que después de esto ya no podemos contar con ello.
La voz de Jai Shing era más chillona debido a la ira.
—¿Dónde estaban ustedes escondidos mientras la Vijaya era atacada?
Jonás se limitó a parpadear con lentitud.
—Investigando.
—¡Investigando! ¡Investigando! ¡Y mientras tanto, han destruido a la Vijaya! ¡Sí, destruida! Todos muertos, salvo los pocos que hemos podido escapar en el transbordador de salvamento.
Jonás miró el pequeño grupo. Apenas veinte personas entre científicos e infantes de marina. Reconoció a Dohin entre los científicos, y al cabo Konarak entre los infantes, y... a nadie más. Prhuna, Sudara, Ban Cha, Coroes... ¿Todos habían muerto? A Jonás no acababa de entrarle esto en la cabeza.
—¿Por quién? —Era Chait Rai.
—¡Kharole o la Hermandad, no importa quién!
—Importa mucho —dijo el mercenario—. Pues, si Kharole es quien la ha destruido, quizás debo considerarlo a usted como enemigo. ¿La nave atacante se identificó?
—No —dijo Chait tras meditar un segundo—. Nos haremos fuertes aquí. Fabricaremos algunas armas. Podemos entrenar a los nativos y...
—Un momento, un momento. ¿De qué Putana está hablando?
—Sea lo que sea lo que atacó a la Vijaya tendremos que hacerle frente tarde o temprano. Lo mejor es que empecemos a prepararnos desde ahora mismo.
—¿Me está tomando el pelo, mercenario? Lo único que quiero es salir de aquí y regresar al Imperio. No voy a permitir que empiece a disponer las cosas como si pensáramos quedarnos más tiempo.
—Es usted un estúpido, Shing. Así que "quiere regresar al imperio" —Chait imitó la vocecilla y los gestos del eunuco—. ¿Y qué mierda cree que queremos todos? Salir de aquí, nada más que eso. Pero, ¿cómo? ¿Tiene alguna genial idea de cómo vamos a regresar a Akasa-puspa, gramani? ¿Con ese transbordador?
—Tiene que haber un medio... Usted tiene que sacarme de aquí... —El eunuco se dejó caer sobre una silla, y se puso a sollozar amargamente.
Chait lo contempló durante un rato con una mueca de repugnancia pintada en su rostro.
—Vamos —dijo, dirigiéndose a los catorce infantes supervivientes—. Tenemos trabajo que hacer.
CERONunca hubo un tiempo en el que Yo no existiera, ni tú, ni todos esos reyes
;y en el futuro, ninguno de nosotros dejará de existir.
BHAGAVAD-GITA (2.12)
Sobre la muralla que rodea a Uruk, Gilgamesh arrodillóse y dirigió estas palabras al dios Shamash:
«¡Deseo partir, oh Shamash, y elevo mis manos hacia ti! ¡Ojalá pueda volver con vida! ¡Haz que regrese a la amurallada Uruk! ¡Concédeme tu protección!))
Y, dirigiéndose a Enkidu, dijo: «Voy a emprender un viaje desconocido; si triunfo, te celebraré en la alegría de mi corazón, te haré sentar en un trono.»
Los herreros trajeron las espadas, el arco y el carcaj, y los pusieron en las manos del héroe...
POEMA DE GILGAMESH (Tablilla III. Columna V)
El corredor estalló en un rugido ensordecedor.
El centro de la puerta del puente se desintegró en una nube de astillas metálicas, destrozado por los proyectiles disparados por la ametralladora que saltaba salvajemente en las manos del sargento Bana.
Swami se volvió, sorprendido, e intentó levantar las manos como si pretendiera detener las balas. Una de ellas le alcanzó en el centro del esternón y lo tiró hacia atrás como un hombre que recibe un mazazo.
Estaba muerto antes de llegar al suelo.
El resto de los Hermanos del puente se rindieron sin disparar un tiro.
Isvaradeva volvió a sentarse en el sillón de mando del puente de la Vajra. Emocionado, acarició los brazos de piel del sillón mientras consideraba lo mucho que habían cambiado las cosas en los meses que había pasado alejado forzosamente de su puesto. Ahora, al menos, sabía que su senapatí, Kharole, no le había traicionado. Tenía algo por lo que luchar, algo por lo que morir si era preciso.
Se volvió hacia su Segundo.
—Gorani, manténgame informado de la situación en las cubiertas uno y dos... Y saquen esa carroña de aquí —dijo señalando el cuerpo de Habel.
La nave aún no era completamente suya. Algunos monjes Sikhs seguían peleando en las cubiertas exteriores. El oficial del Imperio se había puesto al mando del grupo cuya misión era la de reducirlos.