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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (34 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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—Sí, pero nos habremos perdido la emoción del primer contacto.

—Si es que hay alguien con quien contactar.

—De eso puedes estar seguro. Yo, en tu lugar, iría haciendo ejercicios para prepararme a la gravedad de ese planeta.

Jonás hizo una mueca de disgusto, y miró sus piernas preocupado. Después de un año de libertad, volvían a estar encerradas en anillos de hierro. Prhuna había estado a punto de rechazarlo para aquella misión sólo por ellas, pero Jonás le había demostrado, en la sala de centrifugado de la Vijaya, que no las había descuidado durante los meses pasados a baja gravedad.

De todas formas, le asustaba la posibilidad de tener que volver a caminar por un planeta con un campo de gravedad normal.

—Por cierto —dijo, intentando cambiar de tema —, ¿qué sabéis de Hari y los demás?

¡Pobre reverendo Hari Pramantha! Todo aquello le había impactado de una forma muy distinta, y mucho más intensa, que a los demás. Se había negado a viajar hasta el planeta anillado en el que, según él, habitaba Dios. El mismo Dios creador del Universo, Akasa-puspa, los planetas y las babeles. Según la descripción de las Sastras, aquélla era su casa, y ellos no habían sido formalmente invitados. Había intentado convencer a los demás de que se retiraran de la Esfera, y sólo había tenido éxito con el gramani Jai Shing al que últimamente nadie hacía mucho caso en aquella nave.

Finalmente, Hari había sido seleccionado para representar a la Utsarpini en la expedición que se dirigía al encuentro de la nube de juggernauts. Esta estaba comandada por el exobiólogo imperial Yusuf, que en un transbordador similar al que Jonás ocupaba, pasaría los próximos meses estudiando a los gigantescos animales.

—Precisamente por eso te había llamado —respondió Lilith—. Hemos recibido las primeras imágenes de la nube de juggernauts contemplada a sólo medio millón de kilómetros.

—¿Puedes pasármelas?

—Por supuesto... Espera un segundo.

La pantalla quedó en blanco para dejar paso a una vista del enjambre de juggernauts captado por los telescopios del segundo transbordador. La inmensa manada parecía llenar el firmamento, moviéndose como un manso río viviente. Jonás pudo advertir claramente los miles de diminutos puntos que saltaban como pulgas de un juggernaut a otro: colmeneros. Como fondo, la inmensa arboleda plateada que formaba la "cáscara" de la Esfera, increíblemente cercana en aquella imagen. Los asteroides parecían pequeñas patatas de las que brotara una inmensa espesura de tallos y follaje.

¿A qué altura puede crecer un árbol en un asteroide? —Se preguntó Jonás. La respuesta era clara: en cualquier cuerpo espacial, con un diámetro del orden de los cincuenta kilómetros o menos, la fuerza de la gravedad es tan débil que un árbol puede crecer a una altura infinita.

¡Infinita!

Sin duda allí había un territorio que explorar.

¿Era eso lo que andaba buscando Yusuf? —se preguntó Jonás. Podía comprender las motivaciones de Hari para no querer visitar el planeta anillado, pero Yusuf... Estaban, posiblemente, ante el planeta de los creadores de los árboles asteroides, los colmeneros, y los juggernauts. ¡Y él prefería seguir estudiando a aquellos animales, antes de acudir a lo que podría ser la fuente de todas las respuestas! ¿Cómo podía alguien tener una curiosidad tan selectiva? ¿Era posible que el exobiólogo imperial quisiera encontrar todas las respuestas por sus propios medios? ¿Que estuviera más interesado en el proceso de investigación que en los resultados... ?

La escena del enjambre de juggernauts se mantuvo durante unos minutos más en el monitor, y finalmente retornó el sonriente rostro de Lilith.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó.

—Interesante. ¿Te das cuenta de lo que es este lugar?

—¿A qué te refieres?

—Mira a tu alrededor. Estás contemplando la más perfecta doma de la naturaleza efectuada jamás por ningún ser vivo. ¿Has visto esas plantas? Deben atrapar casi hasta el último fotón despedido por esa estrella. No es extraño que antes nadie viera la Esfera...

—No debemos perder de vista los motivos originales que nos han traído aquí.

—No, claro. Espero que Yusuf dé por fin con la solución al problema de los rickshaws.

—Eso espero yo también —asintió Lilith—. Te volveré a llamar en cuanto tenga más datos. Y cortó la comunicación.

Pero Jonás se estaba preguntando hasta qué punto le seguían interesando las experiencias de Yusuf. Todo aquel problema de los rickshaws destruidos, y las intrigas entre el Imperio, la Hermandad y la Utsarpini, la invasión de Vaikunthaloka, la coronación de Kharole; todo aquello le parecía tremendamente remoto y falto de interés. Estúpidos juegos entre niños malcriados.

Lo realmente interesante estaba ahora frente a él. Quizás en el interior de aquel gigantesco anillo, que se abalanzaba frenéticamente hacia ellos, se encontraban las respuestas a los interrogantes que le habían acosado a lo largo de toda su vida.

Los seres que habían construido todo aquello estaban millones de años por delante de ellos en el plano tecnológico. Tendrían todas las respuestas.

En aquel momento, Jonás fue bruscamente sacado de sus pensamientos por el ululante sonido de alarmas de la cabina.

—¿Qué sucede? —preguntó volviéndose hacia Chait Rai.

—Nada peligroso —respondió éste tranquilamente.

—Pero, ¿qué pasa? ¿Qué es esa alarma?

—Estamos recibiendo un mensaje de Jambudvipa.

—¿Qué? ¿Un mensaje?

—Sí. Finalmente los esferitas han decidido interrumpir su silencio.

DOS

—Con toda la tecnología Imperial, ¿no hay forma de descifrar ese mensaje? —preguntó Jonás, tras dos horas de observar atentamente el trabajo de los científicos imperiales.

—No disponemos de datos suficientes para que nuestros ordenadores puedan extraer algún tipo de código —respondió Eknat Sudara, un experto en láseres, que al parecer tenía algunos conocimientos superficiales de criptología—. El mensaje se reduce a una sola frase repetida insistentemente. Yo apostaría que dice algo así: «Cuidado al aproximarse a las babeles», o «Utilice nuestros sistemas de atraque automáticos.»

—¿Por qué? ¿Qué le hace estar tan seguro? —preguntó Jonás mirando fascinado al científico Imperial.

Sudara lucía algo que Jonás no había visto hasta entonces: los lóbulos de sus orejas se descolgaban pesadamente hasta alcanzar una sorprendente longitud. En su interior brillaba una luz rojiza.

—El mensaje se conecta intermitentemente en cuanto pasamos cerca de una de las babeles. Por lógica debe tratarse de un mensaje automático de ayuda al viajero. Tal vez de información sobre el uso de las zonas de desembarco de la babel.

Jonás volvió a estudiar la gigantesca estructura que se deslizaba bajo el pequeño transbordador. Hacia la zona donde cada babel se unía con Jambudvipa, pero en el centro del lado mayor de éste, se veían unas diminutas ranuras negras, semejantes a la boca de un buzón, pero el telémetro había acotado cada una de estas ranuras en mil doscientos metros de anchura por cien metros de altura. Alguien había sugerido que se trataba de las puertas de acceso al interior del continente circular. Era la posición más lógica, cerca de la babel, y por tanto del lugar de acceso al planeta. Pero, en ese caso, Jambudvipa debía de estar en parte sin presión, pues estas compuertas estaban abiertas. Su interior se encontraba sumergido en unas sombras tan densas que ninguno de los instrumentos del transbordador era capaz de atravesar.

—No averiguaremos nada quedándonos aquí discutiendo —dijo Chait Rai mientras dirigía el transbordador hacia una de aquellas aberturas.

—Un momento —dijo el técnico del radar —; tal vez haya una zona mejor para entrar.

—¿Mejor que cuál? Yo las veo todas iguales.

—He detectado varias fuentes de infrarrojos en movimiento, cerca de la base de la tercera babel a partir del lugar en que nos encontramos.

—¿Infrarrojos en movimiento? —preguntó Jonás sorprendido.

—Podrían ser simplemente grandes manadas de animales en plena migración —le aclaró el técnico —, pero de momento es la única señal de vida de que disponemos. Deberíamos investigaría.

—Entonces, ¿vamos a descender por una de las babeles? ¿No seria más rápido hacerlo directamente con el transbordador?

—Y más peligroso también, Jonás —dijo Sudara—. Un aterrizaje directo, sin haber antes entrado en contacto con los esferitas, podría ser malinterpretado. Quizás ese mensaje que estamos recibiendo diga algo así como: «Largaos a casa.» Si utilizamos una de sus babeles quedará claro que nos estamos poniendo en sus manos, y que por lo tanto nuestras intenciones no son agresivas.

—¡Kamsa y Putana! —gritó Chait, sorprendiéndolos a todos.

—¿Qué sucede? —Jonás observó que tanto el copiloto como el técnico del radar del transbordador parecían tan alterados como el mercenario.

Chait Rai forcejeaba frenéticamente con los mandos. Durante un instante pareció tener diez brazos, como la representación de alguna antigua divinidad. Finalmente, decidió darse por vencido y rendirse ante lo inevitable: se echó hacia atrás en su sillón, cruzo los brazos tras su nuca, y resopló.

—¡¿Qué sucede?! —repitió Jonás, cada vez más aterrorizado. Todas las pantallas habían quedado en blanco, excepto un par de ellas que transmitían símbolos extraños.

Chait intentó aparecer tranquilo y con buen humor, aunque Jonás, que había empezado a conocerle, identificó al instante los signos de tensión ocultos bajo su impávido rostro.

—Han tomado el mando de esta nave, anulando todo control sobre ella por parte nuestra...

—Pero...

—No me preguntéis cómo han hecho algo así, ni hacia dónde nos llevan.

Ante ellos, una de las negras entradas rectangulares de Jambudvipa se iluminó súbitamente. La nave se dirigía directamente hacia ella, como un insecto atraído por la fatídica luz de una llama.

—No debemos preocuparnos —dijo Sudara.

—Ah, ¿no?

—No. Debe tratarse del sistema automático de acoplamiento. Esto demuestra que el contenido de los mensajes que recibimos debía de estar advirtiéndonos de esto, y eran asimismo automáticos...

—Supones demasiadas cosas, romaka —dijo Chait furioso—. ¿No crees que debemos interpretar esta acción de privarnos del control de nuestra propia nave como el primer acto hostil por su parte?

—En absoluto —dijo Sudara sin alterarse—. Los técnicos que diseñaron Jambudvipa no podían arriesgarse a que un piloto inexperto chocara contra él durante una aproximación. Por eso dotaron al sistema con un mecanismo automático.

—¿Sugieres que un miembro de la ksatrya es un piloto inexperto?

—¡Mirad! —gritó Jonás señalando a través de la tronera de proa.

El transbordador atravesaba en esos momentos la gigantesca abertura rectangular, y sus pasajeros tenían entonces la primera visión del interior de Jambudvipa.

Frente a ellos se extendía el lugar cerrado más grande que Chait Rai había visto nunca, y había estado en el interior de varias mandalas imperiales. Se trataba de un hangar, un hangar inmenso en el que se alineaban, una junto a otra en apretadas filas, millares de naves iguales, de sección troncocónica, y construidas con algún material gris perla semejante al de las propias paredes de Jambudvipa.

TRES

Jonás y Chait Rai pusieron en funcionamiento sus pequeños reactores de mochila y se dirigieron hacia la nave más cercana. Era gemela de las otras miles que llenaban el hangar, y sus medidas eran idénticas: doscientos metros de proa a popa, por cincuenta de anchura en su sección mayor.

Al llegar junto a ella, Jonás pasó su mano sobre el gris material del casco. Su mano estaba enguantada por el elástico material producido por los sprays de trajes imperiales, pero éste se ajustaba a su piel como un preservativo, y a través suyo Jonás no logró sentir el menor roce de aquella superficie.

—Es el mismo material del que están hechas las babeles —dijo dirigiéndose al mercenario.

—Debemos encontrar la escotilla de acceso. Debe de haber algún sistema para entrar en esta nave.

Dieron la vuelta en torno a ella, y no vieron nada que se pareciera remotamente a una puerta. Sólo aquellas diminutas troneras circulares.

—Capitán —la voz sonó intensa junto al oído de Jonás. Se volvió, e intento localizar al infante que había hablado. Dos o tres filas de naves más allá, uno de los hombres de Chait hacía señales con su brazo.

—¿Qué sucede, Ozman? —preguntó Chait, reconociendo la voz del que había hablado.

—He encontrado una puerta, mi Capitán.

El grupo se reunió en torno al infante. La nave junto a la que él esperaba era exactamente igual al resto, excepto por una abertura que las demás no tenían. La escotilla de acceso estaba situada en una zona por la que Jonás había pasado su mano un minuto antes sin descubrir nada más que el liso metal.

Entraron. A pesar de su aparente solidez, el casco era increíblemente delgado. Jonás cerró un ojo, y miró hacia el quicio de la puerta. Sí se colocaba perfectamente perpendicular, desaparecía. No debía medir más de unas pocas micras de grosor.

El interior de la nave decepcionó a los exploradores. Estaba compuesta por veinte cubiertas exactamente iguales. En cada cubierta lo único que había eran butacas de viaje, cientos de ellas dispuestas una junto a otra en apretadas filas, y con sólo un estrecho pasillo de acceso entre las filas.

Chait parecía furioso y asombrado al mismo tiempo. Había visto muchas naves, y muy diferentes, del Imperio, de la utsarpini, de los subandhus en planetas semisalvajes... Pero aquella no sabia cómo catalogaría. Para empezar, ¿era realmente una nave?

—¿Cómo se maneja esto? —dijo—. ¿Por telepatía? No hay controles, ni puente, ni sala de ordenadores. Ni siquiera espacio, con todas esas absurdas butacas.

—Quizás la nave se maneje desde una de las butacas —sugirió Jonás, sentándose en la más cercana—. Tienen un aspecto muy complejo.

—¿Y los motores? Hasta el último milímetro del espacio interior está ocupado, y ya has visto el grosor del casco: no pueden estar ocultos en él.

Jonás se concentró en aquella butaca. Era idéntica al resto, al igual que cada cubierta de la nave era similar a las demás, al igual que cada nave parecía gemela del resto. La variedad en el diseño no parecía ser la especialidad de los esferitas.

La butaca poseía multitud de artilugios que el biólogo identificó al instante. ¿Qué podía ser aquel objeto cóncavo, con muescas laterales, sino un cenicero adosado al brazo de la butaca? Sin embargo, el reconocimiento de otros se le resistió desde el primer momento. ¿Para qué serviría aquella especie de pedales situados junto a sus píes? ¿Y la compleja red de tubos, llenos de líquidos multicolores, que corría paralela a los brazos del sillón?

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