Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
—Linda Goodman dice que los escorpianos son de físico poderoso.
—Yo soy flaco.
—Sos poderoso —declaró, seria, inflexible.
Le acarició los hombros y los brazos de carne sinuosa y dura. Levantó la vista y, al toparse con los ojos de él, se dio cuenta de que se enfrentaba a un juego para el cual no estaba preparada. Él no le impidió volver a su silla. Camila prosiguió el discurso simulando interesarse en el contenido de la pantalla de la computadora.
—Dice que tienen nariz grande. Ella dice “nariz prominente, aguileña”.
—En eso tiene razón —convino, y se la tocó de un modo que excitó a Camila.
—También dice que tienen la piel muy pálida, casi traslúcida, y que sus cejas son espesas, unidas sobre el puente de la nariz.
—¿De verdad dice eso o estás inventándolo?
—¡De verdad!
—Increíble.
—Sí, yo pensé lo mismo cuando lo leí.
—Lo leíste por mí. —No se trató de una pregunta, era una afirmación.
—También dice que son vanidosos, insufribles, autoritarios…
Camila ahogó una exclamación cuando Gómez la asaltó para hacerle cosquillas. Las manos de él se movían con una rapidez imposible de combatir. Se deslizaron de la silla y se entreveraron en el suelo. Max ladraba y saltaba en torno a ellos.
—¡Ayudame, Max! —gritó Camila, ahogada por la risa.
El labrador atacó a su dueño por la espalda: le colocó las patas delanteras en los hombros y le mordisqueó la nuca.
—¡Salí, traidor! —exclamó, y se tendió en el piso junto a Camila.
En la quietud de la tarde dominical, sus resuellos constituían el único sonido. Giraron las cabezas para mirarse al mismo tiempo. Se sonrieron.
—Linda Goodman también dice que lo más notable de un escorpiano son sus ojos. Dice que son penetrantes e hipnóticos.
Gómez le tomó la mano, y Camila volvió a fijar la vista en el techo. Descubrió que estaba plagado de autoadhesivos en una tonalidad amarillenta con siluetas de lunas, soles, estrellas, planetas y cometas; apenas destacaban en contraste con el techo blanco.
—Qué lindo —murmuró.
Sin pronunciar palabra, Gómez se levantó, cerró la puerta y bajó la persiana. Al tiempo que la habitación se sumía en la oscuridad, los autoadhesivos cobraban brillo. Volvió a recostarse en el suelo y entrelazó los dedos con los de Camila. Levantó la mano y arrastró la de ella; la utilizó para señalar.
—¿Ves eso? Es el sistema solar.
—¿Te acordás del orden de los planetas?
—Sí. El primero, el que está cerca del sol, es Mercurio. Le sigue Venus… —Prosiguió hasta completarlos, mientras intercalaba comentarios sobre las características de los planetas; también describió las constelaciones del Hemisferio Sur.
A Camila la admiraba que recordase conocimientos adquiridos en la primaria y que ella había olvidado al día siguiente de haberlos aprendido. Nunca le había interesado la astronomía.
—¿Vas a ser astronauta? —bromeó.
—Me encantaría, pero no.
—¿Por qué no?
—Voy a estudiar algo que sirva para seguir con la fábrica que fundó mi papá.
—Ah. ¿Qué hacen en la fábrica?
—Recipientes de plástico.
—Debe de ser interesante ver cómo se fabrican, ¿no?
—Si querés, algún día, te llevo. —Gómez se colocó de lado y, con el índice, dibujó el perfil de Camila—. Tenés una nariz perfecta. —Ella, adormecida por la caricia, no respondió, tampoco se alteró cuando él se acercó y le pegó los labios al oído—. Camila —pronunció en una exhalación, y ella pensó, por la cadencia que le imprimió, que no volvería a hablar—. Me encanta estar con vos.
Se dio cuenta de que la seducía que Gómez fuese imprevisible y que le dijese cosas que a ella no se le habrían ocurrido. Aguardaba su próximo movimiento, sus comentarios y sus caricias con una expectación que la sumía en una tensión placentera. No lo conocía; sin embargo, allí estaba, tumbada en el suelo de su dormitorio, estremecida a causa de su cercanía, halagada por sus palabras. Se sentía hermosa y segura, y, como nunca, consciente de su cuerpo de mujer.
Max abandonó el sitio junto a ellos y se dirigió a la puerta cerrada. Olfateó a través del resquicio y soltó gañidos.
—¿Qué le pasa?
—Mi vieja y Brenda están por volver.
Camila se incorporó rápidamente. Gómez la sujetó por el antebrazo y la obligó a regresar al suelo. Se ovilló y le dio la espalda cuando él la rodeó con su cuerpo.
—Tranquila —le ordenó en voz baja—. Recién deben de estar en la planta baja.
—¡En la planta baja! ¿Cómo sabe Max que están por llegar?
—Porque las huele. El olfato de un perro es miles de veces más potente que el de un ser humano. Es muy poderoso.
—Increíble. De igual manera, Lautaro, dejame que me levante. No quiero que tu mamá o tu hermana nos vean así. ¿Qué van a pensar?
—¿Qué importa lo que ellas piensen?
—A mí me importa. Ayer casi me muero de vergüenza cuando tu hermana nos vio en la cocina.
—Ella estaba feliz. Le caíste muy bien.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿A tus otras novias no las quería?
Lo oyó reír en su nuca.
—No tengo novia.
—Pero tuviste —lo sonsacó ella.
—¿Querés saber de mis otras novias?
—No, la verdad es que me importan un bledo —mintió.
“¿Con quién usás los condones que tenés en el cajón de la mesa de luz?”. Intentó una vez más quitárselo de encima. Esa vez, él le permitió levantarse.
♦♦♦
Merendaron con Ximena y Brenda y volvieron al dormitorio de Gómez para terminar de abrir la cuenta en Facebook de Camila. Brenda se les unió.
—Lauti —se quejó su hermana—, con tantas reglas de privacidad que estás definiendo, Camila solamente va a poder tener contacto con vos.
—Eso es lo que pretendo —dijo, serio.
—¿Por qué?
—¿Cómo por qué?
—Me refiero a por qué Camila tendría que tener contacto nada más que con vos.
Camila los observaba hablar de ella como si estuviese ausente y, lejos de enojarse, se sentía halagada.
—Porque es mi novia y no quiero compartirla con nadie.
Brenda alternó vistazos azorados entre Camila y su hermano.
—¿Sí? ¿En verdad son novios? —Camila asintió, y respondió con una sonrisa a la de Brenda—. Entonces, Lauti, ¡no seas tan guardabosques! Parecés un musulmán.
Al final y gracias a la intervención de Brenda, el perfil quedó definido de modo tal que a Camila pudiese buscarla cualquiera, que cualquiera pudiese enviarle un mensaje privado y que cualquiera pudiese solicitar su amistad. Gómez no se molestaba en ocultar el fastidio y Brenda lo comentó.
—Confiá en ella, Lauti.
Cerca de las ocho de la noche, Camila rechazó la invitación de Ximena para cenar y anunció que se marchaba. Lautaro y Max la acompañaron hasta su casa. Caminaban despacio y disfrutaban la noche.
—¿Por qué no habrá estrellas en el cielo? —se preguntó Camila.
—Por las luces de la ciudad. Son tantas y tan potentes que opacan las del cielo.
—¿En serio?
Gómez asintió.
—Los telescopios gigantes se construyen en lugares desiertos. Ahí el cielo está plagado de estrellas.
—Algún día me gustaría ver un cielo plagado de estrellas. Nunca vi uno. ¿Y vos?
—Yo sí.
Esa noche, antes de meterse en la cama, Camila se conectó a su cuenta en Facebook. Gómez había escrito en su muro: “Buenas noches, mi amor”. Era la primera vez que la llamaba “mi amor”. Cerró los ojos y trató de imaginarlo pronunciando las palabras. ¿Cómo movería los labios? ¿Cómo sonaría su voz? ¿Cómo sería su expresión?
Le respondió:
“Good night, my love.
Bonne nuit, mon amour”.
“Lunes por la mañana”, recordó al despertar, y exhaló un suspiro angustiado. Empezaba la semana. Su papá se había ido el día anterior y pronto le pediría el divorcio a su madre, que nunca volvería a sonreír. La noche pasada, Josefina les había servido unos panchos sin mirarlos ni hablarles, y se limitó a responder las preguntas de Nacho con un movimiento de cabeza. Camila la notaba extraña y se preguntó si habría tomado una pastilla para los nervios.
Reunió la fuerza para abandonar la cama al pensar en Lautaro Gómez. “Somos novios”, se dijo, y la idea la hizo sonreír, aun después de compartir un desayuno triste con Nacho y Josefina, en el cual la ausencia de Juan Manuel pesaba como un yunque.
Gómez estaba esperándola en la puerta del edificio. No echó a correr y se lanzó en sus brazos porque Nacho estaba junto a ella. Le sonrió y caminó a su encuentro con las pulsaciones a un ritmo enloquecido.
—Nacho, te presento a Lautaro Gómez, un compañero.
—Hola, Nacho. —Gómez le extendió la mano.
—Hola —respondió, con timidez.
Durante la caminata hasta la estación, Camila le contó a Nacho que Gómez practicaba karate, lo que dio origen a una seguidilla de preguntas que Lautaro contestó con paciencia y buen humor. Se despidieron a la entrada del subte; Nacho se dirigía en sentido contrario. A esa hora, los vagones iban abarrotados; sin embargo, Camila consiguió un sitio vacío y lo ocupó. Gómez se ubicó delante de ella y no la miró lo que duró el viaje. Se mantuvo atento a quienes la rodeaban, como si esperase que alguno sacase un arma y la matase. Camila le echaba vistazos ansiosos y se cuestionaba si su parquedad y su mutismo se debían a que no lo había presentado como su novio a Nacho. “¿Se sentará conmigo o seguirá haciéndolo con Karen?”.
—¿Te gustaría venir esta tarde a la casa donde trabajo para terminar lo de Geografía? —le preguntó a las puertas del colegio.
—¿No te va a traer problemas?
—No. Alicia, mi jefa, es muy piola.
—OK. ¿Dónde queda? —Camila le explicó—. ¿A qué hora?
—A las tres y media.
Traspusieron el umbral, y Gómez, sin dirigirle una mirada, apuró el paso y se perdió en la multitud de alumnos. Un rato más tarde, Camila obtuvo la respuesta a su pregunta: Gómez ocupó su sitio junto a Karen como de costumbre.
Poco comprendió de la clase de Matemáticas. Su pensamiento se concentraba en otros temas: la actitud indiferente de Gómez, la presencia de Gálvez, cuyos ojos sentía en la nuca, el mal aspecto de Bárbara, que rehuía su mirada.
El timbre del primer recreo la sobresaltó. Aguardó el proceder de Gómez. ¿La esperaría para salir juntos? ¿La tomaría de la mano? ¿La besaría en el patio? Se quedó atónita cuando él, luego de un “vamos, Karen”, se fue sin echar un vistazo atrás.
Esperó a que el aula se vaciara para dirigirse al baño. Se encerró en un compartimiento y se echó a llorar con la mano sobre la boca y la nariz para no hacer ruido. En tanto se desahogaba, las ideas pasaban por su mente como nubes por el cielo: la falta de noticias de su papá, el divorcio inminente, la endeble economía familiar, la indiferencia de Gómez.
“¿Qué estoy haciendo?”, se increpó. “¿Por qué lloro por ese imbécil? ¿Para qué fue a buscarme a casa si ahora me ignora como siempre? Fue a buscarme a casa”, se repitió. “Eso significa que seguimos siendo novios, ¿no?”. Salió del baño. Por fortuna, no había nadie. Se lavó la cara y se secó con un pañuelo de papel. Volvió al patio con una dignidad que conjuraba gracias a su orgullo gigante como el Taj Mahal. Ocupó el sitio habitual, en la esquina alejada. Se sentó en el suelo y abrió el libro
El amante diabólico
, de Victoria Holt, entre cuyas páginas encontró alivio. Nada la libraba de la angustia y de los pensamientos pesimistas como la lectura de una buena novela.
—Hola, Cami.
Camila levantó la vista y no respondió al saludo. Se quedó mirando a Bárbara Degèner con altanería y fastidio.
—¿Qué querés?
—Pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Por lo del sábado.
—Está bien —dijo, y regresó a la lectura.
Bárbara se sentó junto a ella.
—En serio, Cami. Quiero que me perdones.
—En serio, Barby —la imitó—. Te perdono.
—¡No seas mala!