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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (14 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Otra de mis asignaturas favoritas en la escuela secundaria era historia. Desde muy pequeño me había encantado aprenderme listas de información y mi clase de historia estaba llena de ellas: las listas de nombres y fechas de monarcas, presidentes y primeros ministros tenían mucho interés para mí. Prefiero la no ficción a la ficción; por lo tanto, leer acerca de hechos y de las diferentes figuras que participaron en acontecimientos clave de la historia y estudiarlos era algo con lo que disfrutaba enormemente. También debía hacer análisis de textos e intentar comprender las relaciones entre diferentes ideas y situaciones históricas. Me apasionaba la noción de que un único y aparentemente solitario suceso podía provocar una secuencia de otros muchos, como una cadena de dominó. La complejidad de la historia me fascinaba.

Desde los once años de edad empecé a crear mi propio universo de figuras históricas, como presidentes y primeros ministros, e imaginé unas biografías completas e intrincadas para cada uno de ellos. Los diversos nombres, fechas y sucesos solían ocurrírseme por casualidad, y me pasaba mucho tiempo pensando en los hechos inventados y en las estadísticas de cada uno. Algunos están influidos por mi conocimiento de personajes y acontecimientos históricos reales, mientras que otros son muy distintos. En la actualidad continúo reflexionando acerca de mis propias cronologías históricas, y añadiendo nuevos individuos y sucesos. A continuación aparece un ejemplo de una de mis figuras históricas inventadas:

Howard Sandum (1888-1967), 32° presidente

de Estados Unidos de América

Sandum nació en el seno de una familia muy pobre del Medio Oeste y luchó en la primera guerra mundial, antes de ser elegido para la Cámara de Representantes (como republicano) en 1921 y para el Senado tres años más tarde, con tan sólo treinta y seis años. Pasó a ser gobernador estatal en 1930 y fue elegido presidente de Estados Unidos en noviembre de 1938, derrotando al demócrata en ejercicio, Evan Kramer, de sesenta y cuatro años. Sandum fue presidente en tiempo de conflictos bélicos; declaró la guerra a la Alemania nazi y a Japón en diciembre de 1941. Fue derrotado por el demócrata William Griffin (nacido en 1890) en noviembre de 1944 (las elecciones presidenciales se celebran cada seis años), y posteriormente abandonó la política. Sandum, una vez retirado, escribió sus memorias, que se publicarían en 1963. Su único hijo, Charles (1920-2000), siguió como su padre el camino de la política y fue congresista entre 1966 y 1986.

Había asignaturas en el colegio que odiaba y que me costaban mucho. Carpintería, por ejemplo, era la que me parecía más aburrida y la que más me costaba. Mis compañeros se sentían felices cortando, lijando y haciendo algo con pedazos de madera, pero a mí me resultaba difícil seguir las instrucciones del profesor y a menudo me quedaba rezagado cuando todos habían acabado. A veces el profesor se impacientaba conmigo, se acercaba y me ayudaba. Creía que era un vago, pero la verdad es que me sentía en un entorno totalmente extraño y que no quería estar allí.

Lo mismo sucedía con educación física. Me gustaban los ejercicios que no implicasen interactuar con los demás. La cama elástica y el salto de altura eran actividades que me gustaban mucho y que deseaba practicar. Por desgracia, la mayor parte de las clases las pasábamos en el campo de juegos, practicando rugbi y fútbol, que requieren mucha labor de equipo. Yo siempre temía el momento en que se seleccionaba a los capitanes, que a continuación elegían a sus compañeros de equipo uno a uno hasta que sólo quedaba una persona. Esa persona solía ser casi siempre yo. No es que no pudiera correr deprisa o chutar una pelota en línea recta. Lo que ocurría era que no podía interactuar con el resto de los jugadores del equipo, saber cuándo moverme, cuándo pasar la pelota y cuándo permitir que alguien más se hiciese cargo de ella. Durante un partido había tanto jaleo a mi alrededor que solía desconectar sin darme cuenta, y no sabía lo que sucedía hasta que uno de los jugadores o el capitán venía y se plantaba delante de mí, diciéndome: «Pon atención», o: «Participa».

Al hacerme mayor me siguió pareciendo muy difícil socializar con mis compañeros de clase y hacer amigos. En los primeros meses tras el principio de la escuela secundaria tuve mucha suerte de conocer a Rehan, un británico de origen asiático cuya familia se había trasladado a Gran Bretaña desde la India hacía cincuenta años. Rehan era alto y delgado, con una mata muy espesa de cabello negro que se peinaba frecuentemente con un cepillo que guardaba en su cartera del colegio. Los otros alumnos de la escuela se burlaban de su apariencia poco usual: le faltaban los dos dientes delanteros y su labio superior mostraba las cicatrices de un accidente de la infancia. Tal vez nos hicimos amigos y pasamos mucho tiempo juntos porque él también era tímido y nervioso, y —como Babak— una especie de extraño. Rehan era la persona junto a la que siempre me senté en clase y con quien recorría los pasillos de la escuela, hablando de cosas que me interesaban, mientras los otros niños jugaban en el campo y en el patio durante el descanso. A veces me recitaba poesía; leía mucha poesía, escribía sus propios poemas, y estaba muy interesado en las palabras y el lenguaje. Era algo más que teníamos en común.

A Rehan le encantaba Londres y se desplazaba regularmente por la ciudad en el metro, visitando zonas históricas donde vivieron y trabajaron poetas famosos, y su mezquita de Wimbledon para las oraciones del viernes. Le sorprendió descubrir que aunque yo llevaba viviendo en Londres toda la vida, no conocía casi nada de la ciudad, aparte de las calles de alrededor de la casa familiar. Por tanto, los fines de semana me llevaba de vez en cuando con él en uno de sus viajes en metro para ver lugares como la Torre de Londres, el Big Ben y el Palacio de Buckingham. Me compraba el billete y me llevaba hasta el andén, donde esperábamos el tren. Las estaciones eran lóbregas y húmedas, y recuerdo que me miraba los pies y haberme fijado en una cerilla retorcida y un paquete de cigarrillos estrujado donde se leía: «Cuidado: fumar puede ser muy perjudicial para su salud».

Al sentarnos juntos en el vagón, Rehan me enseñaba el mapa de las distintas líneas y estaciones del metro: amarillo para la línea Circular, azul para la línea Victoria, verde para la Distrito. El tren se movía un montón, sacudiéndose, como si estornudase. El centro de Londres no me gustó —estaba lleno de gente y ruido, de olores, visiones y sonidos muy diferentes— y había demasiada información para que pudiese organizarla mentalmente, lo que hacía que me doliese la cabeza. Me ayudaba que Rehan me llevase a sitios tranquilos, alejados de las multitudes de turistas y visitantes: museos, bibliotecas y galerías. Rehan me gustaba mucho y cuando estaba con él me sentía seguro.

Durante la secundaria, mi amigo tuvo muchas enfermedades y cada vez faltaba más a clase. Poco a poco tuve que vérmelas sin su compañía en el colegio, lo cual no resultaba fácil, y me torné vulnerable ante los compañeros de clase que se burlaban de mí por no tener amigos. Cuando cerraban la biblioteca del colegio, me pasaba los descansos caminando por los pasillos a solas hasta que sonaba la campana anunciando la clase siguiente. Me horrorizaban las actividades de grupo en el aula, cuando antes había trabajado encantado con Rehan. En lugar de ello, el profesor debía preguntar en voz alta: «¿Alguien me puede hacer un favor y formar equipo con Daniel?». Pero nadie quería y a menudo tuve que trabajar solo, lo cual me parecía estupendo.

Cuando tuve trece años, mi padre me enseñó a jugar al ajedrez. Un día me mostró el tablero y las piezas que él usaba para jugar con los amigos y me preguntó si me gustaría aprender. Asentí y él me señaló cómo se movían las piezas sobre el tablero, explicándome las reglas básicas del juego. Mi padre era autodidacta y sólo jugaba de vez en cuando para pasar el rato. No obstante, se llevó una sorpresa cuando le gané la primera partida que jugamos. «La suerte del principiante», dijo; volvió a colocar las piezas en sus posiciones iniciales y jugamos otra partida. Volví a ganar. En ese momento mi padre tuvo la idea de que quizás me beneficiase socialmente jugar en un club de ajedrez. Él sabía de uno cerca y me dijo que me llevaría allí para que jugase la semana próxima.

Existen muchos problemas matemáticos relacionados con el ajedrez; el más famoso y mi favorito se conoce como «problema del caballo», una secuencia de movimientos que lleva a cabo la pieza del caballo (que se mueve en forma de «L»: dos casillas verticalmente y una horizontal, o una casilla verticalmente y dos horizontalmente), de manera que visita cada casilla del tablero en una ocasión. A lo largo de los siglos, muchos famosos matemáticos han estudiado este problema. Una solución sencilla utiliza la «regla de Warnsdorff», según la cual en cada paso el caballo debe pasar a la casilla que tiene el «grado» inferior (el grado de una casilla es el número de casillas a las que el caballo puede trasladarse desde ella). A continuación aparece un ejemplo del «problema del caballo» solucionado con éxito:

El club en el que jugaba estaba a veinte minutos andando desde mi casa. Mi padre me llevaba todas las semanas y me iba a recoger al final de la tarde. El club contaba con una pequeña sala junto a una biblioteca y estaba dirigido por un hombre bajo con una cara tan arrugada como una ciruela seca, que se llamaba Brian. En la sala había varias mesas y sillas en las que se sentaban los ancianos, que se encorvaban sobre los tableros de ajedrez. Era un lugar muy tranquilo mientras se jugaban las partidas, excepto por el sonido de las piezas moviéndose, los relojes haciendo tictac, los zapatos dando golpecitos en el suelo y el zumbido de los fluorescentes de la sala. Mi padre me presentó a Brian y le dijo que era un principiante, que era muy tímido pero que estaba deseoso de aprender y disfrutar jugando. Se me preguntó si sabía cómo ordenar el tablero al inicio del juego. Asentí y se me pidió que me sentase a una mesa vacía con un tablero y un cajetín de piezas y que colocase cada una de ellas en la posición inicial correcta sobre el tablero. Una vez hube acabado, Brian llamó a un anciano con lentes muy gruesos para que se sentase enfrente de mí y jugase una partida conmigo. Brian y mi padre permanecieron retirados observando mientras yo movía nervioso cada pieza hasta que al cabo de media hora mi oponente volcó su rey y se puso en pie. Yo no sabía qué significaba todo eso hasta que llegó Brian y simplemente me dijo: «Muy bien. Has ganado».

Me gustaba ir a jugar al club cada semana. No era ruidoso y yo no tenía que hablar ni interactuar mucho con los demás jugadores. Cuando no jugaba al ajedrez en el club, leía en casa libros sobre el tema que había tomado prestados de la biblioteca local. Al cabo de poco tiempo sólo hablaba de ajedrez. Incluso le dije a la gente que de mayor quería ser jugador profesional. Cuando Brian me preguntó si quería jugar en competiciones representando al club contra jugadores de otros centros de la zona, me emocioné mucho, porque quería decir que podría jugar más, y di mi consentimiento de inmediato. Las partidas tenían lugar en diferentes días de la semana, pero a cada jugador del equipo se le preguntaba por adelantado si podría jugar. Brian me recogía en su coche y me llevaba, a veces con otro miembro del equipo, al lugar del encuentro. Esas partidas se jugaban de manera más formal que las del club, y cada jugador debía escribir los movimientos de la partida según se iban realizando en una hoja de papel que te proporcionaban antes del inicio. Gané la mayoría de mis partidas y no tardé en convertirme en un miembro habitual del equipo del club.

Después de cada partida, me llevaba la hoja de papel a casa y repetía los movimientos en mi propio tablero sentado en el suelo de mi dormitorio, analizando las posiciones para intentar descubrir maneras de mejorarlas. Era un consejo que había leído en uno de mis libros de ajedrez, y me ayudó a evitar repetir errores y a familiarizarme con diversas posiciones comunes durante un juego.

Lo que me resultaba más difícil de jugar al ajedrez era tratar de mantener un profundo nivel de concentración a lo largo de una partida larga, que a menudo podía durar de dos a tres horas. Tiendo a pensar profundamente en ráfagas cortas e intensas, seguidas de períodos más largos en los que mi capacidad para concentrarme en algo es mucho más reducida y menos consistente. También me resulta difícil «desconectarme» de las pequeñas cosas sin importancia que suceden a mi alrededor y que afectan a mi concentración: alguien suspirando enfrente, por ejemplo. Había partidas en las que conseguía alcanzar una posición ventajosa para luego perder la concentración, mover mal y acabar perdiendo. Eso era muy frustrante.

Cada mes leía el último número de la revista de ajedrez en mi biblioteca local. En una de las entregas leí un anuncio acerca de un torneo que se iba a celebrar no lejos de mi casa. Lo leí en parte: «Cuota de admisión: con antelación, 5 libras menos (
off
). El mismo día: 20 libras». Acostumbro a leer las cosas de manera muy literal, y no estaba del todo seguro de qué significaba la palabra «menos» en este caso, y me imaginé que era la abreviatura de
off
(oferta). Les pregunté a mis padres si podría participar; estuvieron de acuerdo, y me dieron un giro postal por la cantidad que creí que tenía que enviar: 5 libras. Dos semanas más tarde llegué a la sala donde se celebraba la competición y di mi nombre. El de la entrada repasó sus notas, y dijo que tenía que haber habido un malentendido porque todavía debía pagar otras 15 libras (como pagaba el mismo día, correspondía la tarifa completa). Por fortuna, llevaba algo de dinero encima y pagué, sintiéndome muy confundido por la situación.

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