A lo largo de mi período escolar experimenté de manera muy habitual sensaciones de gran ansiedad. Me irritaba si se anunciaba un evento escolar con poco tiempo de antelación, en el que se suponía que debía participar todo el mundo, o bien cuando se hacían cambios en las rutinas normales de clase. La previsibilidad era muy importante para mí. Era una manera de sentir que controlaba una situación dada, una forma de mantener a raya a la ansiedad, al menos temporalmente. Nunca me sentí cómodo en el colegio y rara vez contento, excepto cuando me dejaban en paz, haciendo mis cosas. Los dolores de cabeza y de estómago eran frecuentes e indicaban lo tenso que estaba en esa época. A veces me encontraba tan mal que ni siquiera entraba en clase, por ejemplo si llegaba unos pocos minutos tarde y me daba cuenta de que la clase estaba en la reunión matinal. Me aterraba pensar que debía andar por el pasillo a solas, y no quería esperar la multitud de niños y de ruidos que volverían al cabo de poco; por tanto, volvía a casa y me metía en mi habitación.
La jornada anual deportiva de la escuela me hacía sentir una enorme angustia. Nunca me interesó participar y sentía un nulo interés por los deportes. La jornada implicaba la aparición de muchos espectadores chillones en pruebas como las carreras de sacos o la de huevos y cucharas, y la combinación de mucha gente y ruido (así como de calor estival muy a menudo) era demasiado para mí. Mis padres solían permitir que me quedase en casa en lugar de hacerme asistir. Si me sentía sobrepasado por una situación, podía ponerme muy rojo y golpearme lateralmente la cabeza hasta que me doliese mucho. Sentía tanta tensión interior que tenía que hacer algo, cualquier cosa, para soltarla.
Eso sucedió en una ocasión durante una lección de ciencias, en la que el señor Thraves había ayudado a uno de los alumnos a preparar un experimento con una bola de plastilina suspendida de un cordel. Me sentí fascinado a causa de una visión tan inusual e —inconsciente de que formaba parte de un experimento en curso— me dirigí hacia el objeto y empecé a tocar la plastilina y a tirar de ella con los dedos. Al profesor no le gustó nada que hubiese interrumpido el experimento sin razón aparente y me echó, pero yo no tenía ni idea de por qué se había enfadado conmigo, y me sentí muy confuso y alterado. Di un portazo al salir corriendo de clase, tan fuerte que el cristal de la puerta saltó hecho pedazos. Todavía recuerdo oír los gritos de los niños detrás de mí cuando salí corriendo de clase. Cuando llegué a casa mis padres me explicaron que debía esforzarme en no reaccionar de esa manera nunca más. Tuvieron que ir a ver al director, escribir una carta de disculpas y pagar el cristal roto.
Mis padres tuvieron una idea para ayudarme a lidiar mejor con mis emociones: enseñarme a saltar a la comba. Creían que mejoraría mis capacidades de coordinación y me animaría a pasar más tiempo fuera de mi habitación. Aunque me costó acostumbrarme, no tardé en poder saltar durante mucho tiempo, lo que me hacía sentir mejor y más tranquilo. Al saltar contaba cada vuelta y visualizaba la forma y textura del número al verlo en mi cabeza.
Cuando en clase nos daban hojas de ejercicios aritméticos, solía parecerme muy confuso ver los distintos números todos impresos en negro. Me daba la impresión de que las hojas estaban llenas de errores de imprenta. No podía imaginarme, por ejemplo, por qué el 8 no era más grande que el 6, o por qué el 9 no estaba impreso en color azul en lugar de negro. Imaginé que la escuela había impreso demasiados nueves en las anteriores hojas de cálculo y que se le había acabado la tinta de colores. Cuando escribía mis respuestas en el papel, el profesor se quejaba de que mi letra era muy desigual y confusa. Se me dijo que anotase todos los números de igual manera. No me gustaba tener que escribir los números mal. Pero era algo que no parecía importarles a los demás niños. Sólo al llegar a la adolescencia me di cuenta de que la manera en que experimentaba los números era muy distinta de la de otras personas.
Siempre acababa todas mis sumas mucho antes que el resto de los alumnos de la clase. Con el tiempo llegué a estar a kilómetros de distancia de los demás. Cuando terminaba, se me pedía que me sentase en mi pupitre y que permaneciese tranquilo para no molestar a los otros mientras trabajaban. Entonces apoyaba la cabeza en las manos y pensaba en números. A veces, mientras permanecía absorto en mis pensamientos, canturreaba suavemente para mí mismo sin darme cuenta de ello hasta que el profesor se acercaba a mi pupitre. En ese momento me daba cuenta y paraba.
Para llenar el tiempo creé mis propios códigos, sustituyendo letras por números, por ejemplo: «24 1 79 5 3 62» cifraba la palabra «D
ANIEL
». En este caso, emparejaba las letras del alfabeto: «ab», «cd», «ef», «gh», «ij», etc. y otorgaba a cada pareja un número del 1 al 13: ab=1, cd=2, ef=3, gh=4, ij = 5, etc. Luego sólo había que distinguir entre cada letra de la pareja. Lo hacía añadiendo un número aleatorio si quería utilizar la segunda letra de cada pareja. Si no, simplemente escribía el número que correspondía a la pareja a la que pertenecía la letra. Así pues, «24» significaba la segunda letra de la segunda pareja: «d», mientras que «1» representaba la primera letra de la primera pareja: «a».
Tras pedir permiso al profesor para hacerlo, solía llevarme los libros de texto de matemáticas a casa después del colegio. Me tendía boca abajo en el suelo de mi habitación con los libros abiertos frente a mí y hacía sumas durante horas. En una ocasión, mi hermano Lee estaba en la habitación, observándome. Como sabía que me encantaba multiplicar un número por sí mismo, me dio algunos para probar, y comprobaba las respuestas con una calculadora: «¿23? 529», «¿48? 2304», «¿95? 9025». Luego me propuso una cifra enorme: «¿82x82x82x82?». Yo me lo pensé durante unos diez segundos, con las manos entrelazadas y la cabeza llena de formas, colores y texturas. «45 212 176», contesté. Mi hermano no dijo nada, así que le miré. Su rostro tenía un aspecto distinto, sonreía. Hasta entonces, Lee y yo no nos habíamos sentido muy unidos. Era la primera vez que le veía sonreírme.
En mi último verano en Dorothy Barley, los profesores organizaron una excursión de una semana para varias clases, incluyendo la mía, a Trewern, un centro residencial al aire libre situado en el campo, en el límite entre Inglaterra y Gales. A mis padres les pareció una buena oportunidad para que yo experimentase un entorno distinto durante algunos días. Un autobús largo y reluciente, con un conductor que olía a tabaco, vino para recoger a los niños y a los profesores. Mi padre me ayudó a hacer la maleta para el viaje y fue a despedirme.
En el centro se repartió a los niños en grupitos y a cada grupo se le asignó una cabaña en la que alojarse durante la semana. Cada una de las cabañas tenía el sitio justo para unas literas, una pila, una mesa y una silla. A mí no me gustaba estar lejos de casa, porque todo me parecía estar patas arriba y me resultaba difícil enfrentarme a muchos cambios. Se esperaba de nosotros que nos levantásemos muy temprano —hacia las cinco de la madrugada— para correr por el campo en camiseta y pantalones cortos. Yo siempre tenía mucha hambre, porque el centro no parecía contar con nada de lo que yo comía en casa, como cereales para desayunar y bocadillos de mantequilla de cacahuete. Tampoco disponía de mucho tiempo para mí mismo, y se suponía que los niños debían participar en actividades grupales todos los días.
Una de ellas era montar en ponis, una actividad dirigida por el picadero local. El día consistía en aprender cómo controlar un poni y luego hacer una excursión por los caminos de la región, acompañados por un guía. A mí me resultó muy difícil mantener el equilibrio sobre el animal y no hacía más que resbalar de la silla, por lo que sostenía con fuerza las riendas para evitar caerme. Uno de los propietarios del picadero, una mujer, me observó, se enfadó mucho y me gritó. Sentía mucho cariño por sus animales, pero por entonces yo no entendía qué hacía mal y me molesté mucho. Después de eso me fui retirando cada vez más y pasaba todo el tiempo posible a solas en la cabaña.
Había otras actividades grupales, como explorar una cueva subterránea. Estaba muy oscuro y todo el mundo debía llevar gorras con linternas. La cueva era fría, húmeda y resbaladiza, y estuve muy contento cuando salí de ella, yendo a dar a un puente de troncos que atravesaba un torrente. Mientras lo recorría muy despacio, uno de los chicos del grupo llegó corriendo y riéndose, y me empujó con tanta fuerza que me caí al agua. Me quedé sentado sin decir nada, durante mucho tiempo, en el agua poco profunda, con la ropa empapada y abrazado a mí mismo. Luego salí de allí y regresé solo a mi cabaña, con el rostro muy rojo, intentando por todos los medios no llorar ni gritar a causa de la súbita pérdida de control. A veces el acoso escolar fue un problema para mí porque era diferente y muy solitario. Algunos de los niños me insultaban o se burlaban de mí por no tener amigos. Por fortuna siempre acababan aburridos y se marchaban porque yo no quería pelearme con ellos. Esas experiencias reforzaron la percepción de que era una persona que iba por libre y que no pertenecía a su mundo.
En la semana en Trewern hubo algo interesante. En la clausura, los trabajadores del centro concedían diversos premios a los distintos grupos; el mío ganó el de la cabaña más limpia.
Siempre me gustaba estar en casa. Ahí me sentía seguro y tranquilo. Sólo había otro sitio donde me sentía de la misma manera: la biblioteca local. Desde que empecé a leer conseguí que mis padres me llevasen diariamente al pequeño edificio de ladrillo con grafitis en las paredes y un cuarto en el interior con estanterías con códigos de colores repletas de libros infantiles forrados de plástico y coloridos asientos en el rincón. Iba a la biblioteca cada día, después de las clases y durante las fiestas escolares, sin importar el tiempo que hacía, y me sentaba allí durante horas, a menudo hasta la hora de cerrar. En la biblioteca había mucha tranquilidad y orden, y siempre me daba una sensación de satisfacción y contento. Las enciclopedias eran mi material de lectura favorito, aunque resultaban pesadas y debía sentarme en una mesa para poder leerlas. Me encantaba aprender sobre curiosidades, hechos y personajes de todo tipo, como los nombres de las capitales del mundo, y hacer listas con los nombres y fechas de los reyes y reinas de Inglaterra, los presidentes de Estados Unidos y otras trivialidades. Mis apariciones diarias en la biblioteca se tornaron normales para los bibliotecarios, que charlaban con mis padres mientras yo leía. El bibliotecario jefe estaba lo bastante impresionado a causa de mi asistencia cotidiana para proponerme para un premio, que acabé ganando, que reconoció mis esfuerzos y logros en la lectura. El teniente de alcalde del distrito me entregó el premio —un muy apropiado cheque-regalo para adquirir libros— en una breve ceremonia en el ayuntamiento. Al ir a recoger mi premio el teniente de alcalde se inclinó y me preguntó mi nombre, pero no le oí y no dije nada porque estaba muy ocupado contando los eslabones de la cadena que ese hombre llevaba al cuello, y por lo general no hago bien más de una cosa a la vez.
Recuerdo que permanecía a solas bajo la sombra de los árboles que salpicaban el perímetro del patio del colegio, observando correr, gritar y jugar al resto de los niños desde la acera. Tengo diez años y sé que soy distinto a ellos de una manera que no sé expresar ni comprender. Los niños son ruidosos y se mueven con rapidez, saltando y empujándose entre sí. Siempre tengo miedo de que me dé una de esas pelotas que lanzan o chutan tan a menudo. Ésa es una de las razones por las que prefiero mantenerme al margen en el patio, lejos de mis compañeros. Así lo hago invariablemente en cada recreo, de manera que pronto se convierte en una broma común y es de conocimiento público que Daniel habla con los árboles y es raro.
En realidad, nunca hablé con los árboles. Es imposible hablar con cosas que no pueden contestarte. Puedo hacerlo con mis gatos, pero porque al menos responden con un maullido. Me gustaba pasar el tiempo entre los árboles del patio porque allí podía caminar arriba y abajo, absorto en mis pensamientos, sin preocuparme de que me empujasen o golpeasen. Al andar y durante unos breves instantes sentía que podía hacerme desaparecer metiéndome detrás de cada árbol. Lo cierto es que no eran pocas las ocasiones en que sentí que quería evaporarme. No parecía encajar en ninguna parte, como si hubiese nacido en el mundo equivocado. La sensación de no acabar de sentirte nunca bien o seguro, de estar siempre de alguna manera fuera de juego y separado, me pesaba mucho.
Cada vez me hacía más consciente de mi soledad y empecé a anhelar un amigo. Todos mis compañeros de clase tenían al menos uno y la mayoría, varios. Me pasaba horas despierto en la cama mirando al techo e imaginando cómo sería ser amigo de alguien. Estaba seguro de que de alguna manera me haría sentir menos diferente. Tal vez entonces, imaginé, los otros niños dejasen de pensar que era raro. No me ayudó el hecho de que mis hermanos pequeños tuviesen varios amigos y que a veces viniesen a casa con ellos después del colegio. Yo me sentaba junto a la ventana mirando al jardín y escuchándolos jugar. No podía entender por qué no hablaban de cosas interesantes, como monedas, castañas, números o mariquitas.
A veces había niños de clase que intentaban hablar conmigo. Digo «intentaban» porque para mí era difícil interactuar con ellos. Para empezar, no sabía qué hacer ni decir. Siempre acababa mirando al suelo mientras hablaba y ni siquiera se me pasaba por la imaginación establecer contacto ocular. Luego, levantaba la cabeza y los miraba, pero era algo que requería una gran fuerza de voluntad y que me hacía sentir extraño e incómodo. Cuando hablaba con alguien, solía ser mediante una larga e ininterrumpida secuencia de palabras. La idea de hacer una pausa o conversar respetando los turnos no era algo que se me ocurriese.