Nacido en un día azul (8 page)

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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

BOOK: Nacido en un día azul
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Otra de la series de
Mira y lee
que recuerdo que me influyó mucho se llamaba
A través del ojo del dragón
. En ella, tres niños atravesaban un mural que habían pintado en una pared del patio del colegio, llegando a una extraña tierra llamada Pelamar. Esa tierra se moría y los niños intentaban arreglar su fuerza vital —una luminosa estructura hexagonal que se rompió a causa de una explosión— con la ayuda de un simpático dragón llamado Gorwen. Los niños recorrían la tierra junto con Gorwen en busca de los trozos perdidos.

En esa ocasión no hubo berrinche. Era mayor, tenía diez años, y el programa me fascinaba. Visualmente era muy bonito, y los niños aparecían rodeados de varios paisajes de vivos colores mientras recorrían aquella tierra mágica. Varios de los personajes de la serie —los guardianes de la fuerza vital— estaban pintados de arriba abajo de brillantes colores púrpura, naranja y verde. También aparecía un enorme ratón parlante y una oruga gigante. En una escena caían copos de nieve en el aire que eran atrapados por las manos de los niños, y que se transformaban por arte de magia en letras que formaban palabras (una pista para ayudarlos a encontrar una de las piezas perdidas de la fuerza vital). En otra, las estrellas del cielo nocturno conformaban luminosas señales para guiar a Gorwen, el dragón volador. Ese tipo de escenas me fascinaban porque la historia se contaba sobre todo a través de imágenes, que entendía muy bien, a diferencia de los diálogos hablados.

Mirar la televisión en casa pasó a convertirse en una actividad regular de mi rutina después del colegio. Mi madre recuerda que siempre me sentaba muy cerca del aparato y que me enfadaba si ella intentaba hacer que me sentase más retirado para protegerme la vista. Siempre que veía la televisión después del colegio me quedaba con el abrigo puesto, aunque hiciese calor. Lo consideraba una capa protectora suplementaria contra el mundo exterior, como un caballero y su armadura.

Mientras tanto, mi familia aumentaba. Nació Claire, mi hermana, el mes que empecé a acudir al colegio, y al cabo de dos años llegó mi segundo hermano varón Steven. Poco después, mi madre descubrió que volvía a estar embarazada de su quinto hijo, mi hermano Paul, y tuvimos que mudarnos a una casa más grande.

Al principio no reaccioné ante el aumento del número de hermanos, pues seguía sentándome y jugando a solas en la tranquilidad de mi dormitorio mientras mis hermanos y hermana gritaban, jugaban y corrían abajo o en el jardín. Su presencia acabaría teniendo una influencia muy positiva en mí; me obligó gradualmente a desarrollar mis capacidades sociales. Tener gente rodeándome constantemente me ayudó a adaptarme mejor al ruido y a los cambios. También tuve que aprender a interactuar con otros niños observando en silencio los juegos de mis hermanos entre sí y con sus amigos desde la ventana de mi dormitorio.

A mediados de 1987 nos trasladamos al número 43 de Hedingham Road. Resulta curioso que tres de mis direcciones de la infancia fuesen números primos: 5, 43, 181. Y lo que es más, todos los vecinos de las casas de al lado también tenían números primos en sus puertas: 3 (y 7), 41, 179. Esas parejas de números se llaman «primos gemelos»: números primos que difieren sólo en dos. Los primos gemelos se van haciendo más escasos conforme más se cuenta. Así, por ejemplo, encontrar vecinos con números primos que empiecen por 9 requeriría una calle muy larga; la primera de esas parejas sería 9011 y 9013.

El año que nos trasladamos también se caracterizó porque hizo un tiempo raro y duro. Enero fue uno de los meses más fríos de los últimos cien años en el sur de Inglaterra, con temperaturas de hasta nueve bajo cero en algunos lugares. El frío provocó grandes nevadas y días sin colegio. Fuera, en la calle, los niños se tiraban bolas de nieve y eran arrastrados en trineos, pero a mí me encantaba sentarme junto a mi ventana y observar cómo caían y aleteaban los copos de nieve desde el cielo. Más tarde, cuando todo el mundo ya se había metido en casa, me aventuraba en el exterior a solas y amontonaba nieve en la parte delantera del jardín para crear pilares idénticos de más de un metro de altura. Mirándolos hacia abajo desde mi cuarto conformaban un círculo, mi forma favorita. Vino un vecino a casa que les dijo a mis padres: «Su hijo ha hecho un Stonehenge de nieve».

El año 1987 también fue el de la gran tormenta de octubre, la peor que había afectado el sudeste de Inglaterra desde 1703. Los vientos alcanzaron una velocidad de hasta 160 kilómetros por hora en algunos lugares, y como resultado de la tormenta murieron dieciocho personas. Esa noche me fui a la cama pero no podía dormir. Mis padres me acababan de comprar un pijama nuevo, pero la tela me picaba y no dejé de dar vueltas en la cama. Me desperté al oír el ruido de algo que se rompía. Eran tejas que el viento arrancaba del tejado y que arrojaba sobre la calle. Trepé al alféizar de la ventana y miré fuera: estaba oscuro como la boca del lobo. También hacía calor, raro en esa época del año tenía las manos sudorosas y se pegaban a la madera cuando quise entrar. Entonces escuché unos sonidos chirriantes que se acercaban hacia mi habitación. Se abrió la puerta, y entró una luz anaranjada y fluctuante sobre una vela blanca, gruesa y alargada. La miré hasta que una voz —la de mi madre— me preguntó si me encontraba bien. No dije nada porque ella sostenía la vela por delante y me pregunté si me la estaba dando, como la luminosa vela roja sobre un pastel que me dio en mi último cumpleaños (al menos eso creí entonces), pero ésta no la quise porque todavía no era mi cumpleaños. «¿Quieres un poco de leche caliente?».

Asentí y la seguí, bajando lentamente las escaleras en dirección a la cocina. Toda la casa estaba a oscuras porque habían cortado la electricidad y los enchufes no funcionaban. Me senté a la mesa con mi madre y bebí la leche espumosa que me preparó y que vertió en mi taza favorita, que era toda ella de motas de colores y que usaba siempre. Después de que me volviese a acompañar escaleras arriba hasta mi habitación, me metí en la cama, sumergí la cabeza bajo las mantas y me dormí de nuevo.

Por la mañana me despertó mi padre y me dijo que ese día no habría colegio. Al mirar hacia fuera por la ventana de mi dormitorio vi un montón de tejas caídas y rotas, tapas de cubos de la basura por toda la calle y gente que hablaba en corrillos sacudiendo la cabeza.

En el piso de abajo, la familia se hallaba reunida en la cocina mirando hacia el patio trasero de la casa. El enorme árbol que había al fondo del jardín había sido arrancado de cuajo por los vientos de la tormenta durante la noche, y sus ramas y raíces aparecían esparcidas por la hierba. Pasaron varias semanas antes de que trocearan y se llevasen el árbol. Mientras tanto, pasé muchas horas felices trepando a solas por el tronco y escondiéndome entre las ramas, volviendo a casa cubierto de tierra, bichos y arañazos.

La casa de Hedingham Road estaba enfrente del colegio. Desde la ventana de mi dormitorio podía ver el aparcamiento de profesores, lo cual me hacía sentir seguro. Todos los días, después del colegio, corría a mi habitación para observar alejarse a los coches. Los contaba uno a uno según se marchaban y recordaba todas las matrículas. Sólo bajaba a cenar cuando se había marchado el último vehículo.

Mi recuerdo más vivo de la casa es el de pañales lavados secándose en la chimenea y de bebés en el regazo de mis padres llorando por leche. Un año después de la mudanza mi madre dio a luz por sexta vez, gemelas en esta ocasión. Maria y Natasha fueron para mi madre una bendición, pues por entonces tenía cuatro hijos y sólo una hija, y había esperado chicas para compensar. Cuando mi madre regresó del hospital me llamó para que bajase de mi habitación y conociese a mis nuevas hermanitas. Era el mes de julio —pleno verano— y me di cuenta de que ella tenía calor porque parte del flequillo se le había pegado a la frente. Mi padre me pidió que me sentase en el sofá de la sala de estar y que mantuviese la espalda derecha. A continuación, y con mucho cuidado, tomó a los bebés y me los acercó, poniéndome uno en cada brazo. Miré a mis hermanitas; tenían unas mejillas rollizas y dedos pequeñitos e iban vestidas con camisitas a juego de color rosa con botoncitos de plástico. Uno de los botones estaba desabrochado, así que lo abroché.

El nuevo tamaño de la familia conllevó nuevos desafíos. La hora del baño siempre fue un asunto apresurado y multitudinario. Cada domingo, a las seis de la tarde, mi padre se arremangaba y llamaba a los chicos (mis hermanos Lee, Steven y Paul y yo) al cuarto de baño para nuestra limpieza semanal. A mí no me gustaba nada: tenía que compartir el baño con mis hermanos. Me echaban agua caliente y jabonosa sobre la cabeza y la cara con una jarra. Mis hermanos no dejaban de salpicarse, y el calor del vapor llenaba a la habitación. Solía llorar, pero mis padres insistían en bañarme con los demás. Con tanta gente en una casa, el agua caliente era un bien preciado.

También lo era el dinero. Con cinco hijos con menos de cuatro años, mis padres tenían que estar en casa para criar a la familia. La ausencia de alguien que ganase dinero originaba mucha presión en ellos; las discusiones acerca de cuánto, dónde y cuándo gastar el dinero se hicieron cada ver más habituales. No obstante, mis padres hacían todo lo posible para asegurarse de que a los niños nunca les faltase comida, ropa, libros y juguetes. Mi madre convirtió en arte la búsqueda de gangas y chollos en la institución benéfica local, en tiendas de segunda mano y en mercados, mientras que mi padre demostró ser muy capaz en casa. Juntos formaban un equipo magnífico.

Yo me mantenía todo lo apartado posible del bullicio cotidiano; el dormitorio que compartía con mi hermano Lee era el lugar al que la familia venía a buscarme, a cualquier hora del día. Incluso en verano, cuando mis hermanos y hermanas correteaban juntos fuera, al sol, yo permanecía sentado con las piernas cruzadas y las manos en el regazo en el suelo de mi habitación. La moqueta era gruesa, mullida y de color rojo tierra. Solía frotarme el dorso de las manos contra su superficie porque me gustaba sentir esa textura en la piel. Durante el verano, la luz del sol entraba en la estancia, matizando de luz las numerosas motas de polvo que nadaban en el aire a mi alrededor, fundiéndose en una única trama de luz pecosa. Mientras estaba ahí sentado, tranquilo y en silencio, durante horas, observaba las distintas tonalidades y colores que iban sucediéndose por las paredes y el mobiliario de la habitación a lo largo del día: el paso del tiempo visualizado.

Conociendo mi obsesión por los números, mi madre me dio un libro de rompecabezas matemáticos infantiles que vio en una tienda de segunda mano. Recuerdo que fue en la época en que empecé a ir a la escuela primaria, porque el señor Thraves —mi profesor— me regañaba si llevaba el libro. Él mantenía la opinión de que pasaba demasiado tiempo pensando en números y no el suficiente participando con el resto de la clase, y tenía razón.

Uno de los ejercicios del libro decía así: «En una habitación hay veintisiete personas y cada uno estrecha la mano de las demás. ¿Cuántos apretones de manos se darán en total?».

Cuando leí el ejercicio cerré los ojos e imaginé a dos hombres en el interior de una enorme burbuja, y luego media burbuja pegada al costado de la burbuja grande, con una tercera persona en su interior. La pareja de la burbuja grande se estrechaba la mano, y luego lo hacían con el tercer hombre de la media burbuja. Eso implicaba tres apretones de manos para tres personas. Después imaginé una segunda media burbuja pegada al otro lado de la grande, con una cuarta persona en su interior. A continuación, la pareja de la burbuja grande también debía estrecharle la mano, así como ambos hombres de la media burbuja entre sí. Eso sumaba un total de seis apretones de manos entre cuatro personas. Continué con ese sistema, imaginando dos hombres más en otras dos medio burbujas, hasta que tuve un total de seis y quince apretones de manos entre ellos. La secuencia de los apretones de manos era de la siguiente manera: 1, 3, 6, 10, 15…

Me di cuenta de que eran números triangulares. Los triangulares son aquellos números que pueden ordenarse de manera que conformen un triángulo cuando se los representa como una serie de puntos. Algo así:

Los números triangulares están formados así: 1+ 2 + 3 + 4 + 5…, donde 1 + 2 = 3, 1 + 2 + 3 = 6 y 1+2 + 3 + 4=10, etc. Te habrás dado cuenta de que dos números triangulares consecutivos conforman un número cuadrado, por ejemplo 6+10=16 (4x4) y 10+15 = 25 (5x5). Para comprobarlo visualmente no hay más que hacer girar el 6, de manera que encaje en la esquina superior derecha por encima del 10.

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