Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
¡Yihaaaa!
Ken saltó y gritó de alegría como un vaquero en un rodeo cuando vio a los tarahumaras corriendo detrás suyo tras la curva de la milla cincuenta. Algo extraño ocurría. Ken lo notaba por el aspecto raro de sus rostros. Había visto a todos y cada uno de los corredores de Leadville a lo largo de una década y ninguno de ellos lucía tan perturbadoramente…
normal
. Diez horas seguidas de carrera de montaña o bien te golpean en el culo o te dejan huella en la cara, sin excepciones. Llegados a este punto, incluso los mejores ultramaratonistas tienen la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo, enfocados en la tarea casi imposible de conseguir que un pie siga al otro. ¿Pero y ese anciano? ¿Victoriano? Iba sin problemas. Como si acabara de despertarse de una siesta y, tras rascarse la barriga, hubiera decidido mostrarles a los pequeños cómo compiten los adultos.
Al llegar a la milla sesenta, los tarahumaras estaban
volando
. Leadville tiene estaciones de socorro cada quince millas aproximadamente, donde los ayudantes de los corredores pueden proveerlos de comida, medias secas y baterías para las linternas, pero los tarahumaras avanzaban tan rápido que Rick y Kitty no pudieron rodear la montaña lo suficientemente rápido como para seguirlos. “Parecían moverse con el terreno —dijo un espectador sobrecogido—. De la manera que el viento o la niebla se mueve a través de las montañas”.
Esta vez, los tarahumaras no eran dos solitarios miembros de una tribu a la deriva en el vasto océano de las olimpiadas. No eran cinco aldeanos confundidos con unas zapatillas de lona horribles que no habían corrido desde que la carretera había destrozado su aldea. Esta vez, estaban unidos en una formación que habían practicado desde niños, con los salvajes veteranos delante y los ansiosos jóvenes empujando detrás. Iban a paso seguro y seguros de sí mismos. Eran la Gente Que Corre.
Mientras tanto, un concurso de resistencia distinto tenía lugar a unas pocas manzanas de la línea de meta. Cada año, los fiesteros mayores de la Calle Sexta de Leadville le plantan cara al asunto y se pasan el fin de semana intentando aguantar más que los corredores. Empiezan a empinar el codo con el pistoletazo de salida y siguen dándole hasta que la carrera acaba oficialmente, treinta horas después. Entre tragos de Jägermeister y Jell-O, también desempeñan una importante función como señalizadores: su trabajo consiste en alertar a los jueces que llevan el tiempo, saltando como monos cuando ven a algún corredor surgiendo de la oscuridad. En esta ocasión, los borrachines casi la pifian. A las dos de la mañana, los viejos Victoriano y Cerrildo llegaron moviéndose tan rápida y silenciosamente —“como la niebla que cruza la montaña”— que casi pasan desapercibidos.
Victoriano apareció primero, con Cerrildo justo detrás en segundo lugar. Manuel Luna, a quien las sandalias nuevas se le habían destrozado allá por la milla ochenta y tres dejando sus pies desprotegidos y sangrando, se las arregló para superar el camino pedregoso del Lago Turquesa y llegar quinto. El primer corredor no tarahumara que cruzó la meta, llegó casi una hora después de Victoriano, lo que suponía una distancia de aproximadamente seis millas.
Los tarahumaras no sólo habían empezado últimos y habían llegado primeros, sino que habían hecho un daño tremendo al libro de récords con su actuación. Victoriano era el ganador más viejo en la historia de la carrera, Felipe Torres con sus dieciocho años era el corredor más joven que había conseguido terminar, y el equipo tarahumara era la única escuadra que había conseguido copar tres de los primeros cinco puestos, aun cuando los dos primeros tenían una edad combinada de casi cien años.
“Fue increíble” —diría Harry Dupree, un corredor difícil de sorprender, al
New York Times
. Luego de correr en Leadville doce veces, Dupree pensaba que no había nada en esta carrera que pudiese sorprenderlo. Y entonces vio a Victoriano y Cerrildo pasar zumbando.
“Ahí estaban estos dos tipos bajitos que llevaban sandalias y, en realidad, nunca habían entrenado para la carrera. Y pasaron por encima de algunos de los mejores ultramaratonistas del mundo”.
“¡TE LO DIJE!”, gritó de alegría Rick Fisher.
Y estaba en lo cierto acerca de otra cosa también: de pronto, todo el mundo quería su porción de la Gente Que Corre. Fisher prometió que el equipo tarahumara volvería al año siguiente, y ese fue el golpe de varita mágica que transformó a Leadville de durísima maratón poco conocida a un gran evento mediático. ESPN adquirió los derechos de retransmisión; el programa
Wide World of Sports
emitió un especial dedicado a descubrir quiénes eran estos superatletas; la cerveza Molson se unió a los patrocinadores de la carrera. La marca de calzado Rockport Shoes se convirtió en el patrocinador oficial del único equipo de corredores del mundo que odiaba las zapatillas para correr.
Periodistas del
New York Times, Sports Illustrated, Le Monde, Runner’s World
, cualquier medio que les venga a la cabeza, siguieron llamando a Ken para hacer la misma pregunta: “¿Hay alguien que pueda vencer a estos tipos?”.
—Sí —respondió Ken—, Annie puede.
Ann Trason. Treinta y tres años. Profesora de ciencias en una universidad comunitaria de California. Si uno dice que puede distinguirla en medio de una multitud, o es su esposo o está mintiendo. Ann era un poco baja, un poco delgada, un poco invisible detrás de sus mechones castaño claro, un poco lo que uno espera, básicamente, de una profesora de ciencias de una universidad comunitaria. Hasta que alguien daba un pistoletazo.
Ver a Ann salir disparada desde la línea de partida era como ver a un reportero remilgado quitarse las gafas para enfundarse su capa roja. Su mandíbula se elevaba, sus manos se convertían en puños apretados, su cabello volaba alrededor de su rostro como impulsado por una ráfaga de viento, sus mechones volaban hacia atrás revelando unos ojos de puma castaños. En ropa de calle, Ann apenas pasa los cinco pies; en ropa de deporte, su cuerpo alcanza las proporciones de una modelo brasileña: piernas largas, la postura de una bailarina de ballet y el abdomen bronceado tan duro como para romper un bate de béisbol.
Ann había hecho atletismo en la secundaria, pero se aburrió a muerte de “dar vueltas como un hamster” una y otra vez a ese óvalo artificial, como ella dice, así que lo abandonó en la universidad para convertirse en bioquímica (lo que deja bastante claro cuánto se aburría en la pista de atletismo, como si la tabla periódica fuera fascinante). Durante años, corrió como una forma de evitar volverse loca: cuando se freía el cerebro estudiando, o cuando tras graduarse obtuvo un trabajo muy demandante de investigadora en San Francisco, Ann hacía frente al estrés con una carrera rápida por el Golden Gate Park.
“Me gusta correr para sentir el viento en mi pelo”, diría Ann. No podían importarle menos las carreras; lo que la enganchaba era la alegría de escapar de la prisión. No tardó demasiado en empezar a desactivar el estrés laboral de antemano, corriendo nueve millas hasta el laboratorio cada mañana. Y una vez que descubrió que sus piernas estaban frescas nuevamente a la hora de marcar tarjeta, empezó a correr de vuelta a casa también. Oh, y qué diablos; ya que estaba puliéndose dieciocho millas diarias durante la semana, no era gran cosa empezar un sábado perezoso con unas veinte millas más… o veinticinco… o treinta…
Un sábado, Ann se despertó y corrió veinte millas. Se relajó desayunando, luego salió y corrió veinte más. Tenía algunos trabajos de plomería que hacer en casa, así que luego de la segunda carrera, fue en busca de su caja de herramientas y se puso manos a la obra. Hacia el final del día estaba bastante satisfecha: había corrido cuarenta millas y se había hecho cargo de un trabajo sucio ella misma. Así que, como recompensa, se regaló otras quince millas.
Cincuenta y cinco millas en un solo día. Sus amigos tuvieron que preocuparse y preguntarse: ¿Tenía Ann un desorden alimenticio? ¿Estaba obsesionada con el ejercicio? ¿Estaba exorcizando algún demonio freudiano del subconsciente corriendo, literalmente, de él? “Mis amigos dicen que no soy adicta al crack sino a las endorfinas”, diría Trason, y su réplica tampoco ayudaría a tranquilizarlos: A Ann le gustaba decirles que correr tantas millas en las montañas era “romántico”.
Ahora lo entiendo. Una carrera de montaña agotadora, mugrienta, llena de barro y sangre, además de solitaria, igualaba a unas copas de champagne bajo la luz de la luna.
Pero sí, Ann insistía, correr era romántico; y no, por supuesto que sus amigos no la entendían, porque ellos no lo habían experimentado así. Para ellos, correr era hacer un par de millas miserables sin más motivación que una talla 6 de jeans: subirse a la balanza, deprimirse, calzarse los audífonos y terminar con ello de una vez. Pero uno no puede lidiar con cinco horas de carrera de esa forma; hay que perderse en ello, como cuando te sumerges en una bañera caliente hasta que no soportas más el golpe de calor y empiezas a disfrutarlo.
Si te relajas lo suficiente, tu cuerpo consigue acostumbrarse tanto a ese movimiento como el de cuna que se mece, que casi olvidas que te estás moviendo. Y una vez que empiezas a flotar de esa manera delicada, medio levitando, es que aparecen la luna y el champagne: “Tienes que estar en sintonía con tu cuerpo, y saber cuándo puedes apretar y cuándo debes parar”, explicaría Ann. Debes escuchar atentamente el sonido de tu propia respiración; ser consciente de cuánto sudor te adorna la espalda; no olvidar premiarte con agua fría y un tentempié salado y preguntarte, con cierta frecuencia y honestamente, cómo te sientes de verdad. ¿Qué podría ser más sensual que prestarle una atención exquisita a tu propio cuerpo? Lo sensual cuenta como romántico, ¿cierto?
Mientras se distraía, Ann iba acumulando más millas que muchos maratonistas serios, así que allá por 1985, decidió que era hora de enfrentarse con algunos corredores de verdad. ¿Quizá la maratón de Los Ángeles? Qué aburrimiento. Correr en círculo durante tres horas por las calles de una ciudad sería como volver a dar vueltas como un hamster en la pista del colegio. Ann quería una competición suficientemente salvaje y divertida como para dejarse llevar, de la misma forma que hacía en sus excursiones a la montaña.
“Esto sí parece interesante”, pensó al ver un anuncio en una revista deportiva local. Al igual que la Western States, la carrera de resistencia 50 Millas American River era una carrera de caballos sin caballos, una excursión a través del campo sobre un recorrido inicialmente pensado para jinetes intrépidos. Es caliente, empinada y peligrosa. (“El roble venenoso del Pacífico crece a lo largo del sendero —se advierte a los corredores—. Podría encontrarse también con caballos y serpientes de cascabel. Es recomendable que le ceda el paso a ambos”). Una vez esquivados las pezuñas y los colmillos, todavía queda un último puñetazo en la cara aguardando antes de la meta: tras correr cuarenta y siete millas por la montaña, en las últimas tres hay que enfrentarse a una carrera en ascenso de mil pies de altura.
Así que, para recapitular: la primera competición de Ann sería una doble maratón con mordidas de serpiente y erupciones cutáneas bajo un sol abrasador. No, sin riesgo de aburrimiento a la vista.
Y, como cabía esperar, el debut de Ann en una ultramaratón arrancó de manera lamentable. El termómetro estaba alcanzando niveles propios de una sauna, y ella era demasiado novata como para tener la buena idea de llevar una botella de agua en un día de 108 grados Fahrenheit. No sabía nada acerca de dosificarse (¿Esto le tomaría siete horas? ¿Diez? ¿Trece?) y mucho menos acerca de tácticas de carrera (esos tipos que subían la cuesta andando y luego la dejaban atrás en los descensos empezaban a cabrearla. ¡Corre como un hombre, por Dios!