Nacidos para Correr (9 page)

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Authors: Christopher McDougall

BOOK: Nacidos para Correr
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CAPÍTULO 7

POR SUERTE, me encontraba cerca de la puerta.

—¡Oye! ¿Tú conoces a Ángel? —tartamudeé mientras me colocaba entre Caballo y la única puerta de salida—. ¿El profesor de la escuela tarahumara? ¿Y Esidro en Huisichi? Y, hum, Luna, Miguel…

Continué disparando nombres, con la esperanza de que reconociera alguno antes de que me empujara contra la pared y escapara hacia las colinas que había detrás del hotel.

—No, Manuel. Miguel Luna no, Manuel. Su hijo me dijo que ustedes eran amigos. ¿Marcelino? ¿Conoces a Marcelino?

Pero mientras más hablaba yo, más fruncía el ceño él, hasta adquirir una apariencia abiertamente amenazante. Así que cerré la boca de golpe. Había aprendido la lección tras la Debacle en la Urbanización Quimare; quizá se relajaría si me quedaba callado y lo dejaba formarse una opinión sobre mí por sí solo. Me quedé en pie y en silencio mientra él entornaba los ojos, desconfiado y desdeñoso, debajo de su sombrero de paja.

—Sí —dijo gruñendo—. Manuel es un amigo. ¿Quién diablos eres tú?

Dado que no sabía en realidad qué era lo que lo ponía nervioso, empecé diciendo aquello que yo no era. Le dije que no era policía ni agente de la DEA. Era tan sólo un escritor y un corredor lesionado que quería aprender los secretos de los tarahumaras. Si él era un fugitivo, era asunto suyo. En todo caso, eso no haría sino aumentar su credibilidad: cualquiera que lograse despistar a las fuerzas de la ley durante todos esos años sin otro vehículo de escape que sus dos piernas, sin duda alguna se había ganado sus galones como aspirante a rarámuri. Yo era capaz de dejar a un lado mis obligaciones con la justicia por el tiempo suficiente para escuchar lo que debía ser el relato de una vida en fuga.

El ceño fruncido de Caballo no desapareció, pero tampoco intentó escapar de mí. Sólo después descubriría lo extraordinariamente afortunado que había sido al cruzarme con él en un momento extraño de su muy extraña vida: a su manera, Caballo Blanco también me estaba buscando a mí.

—Ok, amigo —dijo—. Pero tengo que conseguir unos frijoles.

Me llevó fuera del hotel y a través de un polvoriento callejón hasta una puerta pequeña e indistinguible. Nos detuvimos frente a un niño jugando con un gato en el umbral de la puerta, justo delante de un pequeño cuarto de estar. Una mujer anciana nos miró desde su vieja estufa de gas en un cuarto contiguo, donde revolvía una aromática olla de frijoles.

—Hola, Caballo —saludó ella.

—¿Cómo está, Mamá? —saludó de vuelta Caballo Blanco.

Tomamos asiento en una tambaleante mesa de madera en el cuarto de estar. Según me dijo tenía “mamás” a lo largo de todas las barrancas, pequeñas ancianas que lo alimentaban con frijoles y tortillas por unos pocos centavos durante sus imprecisos vagabundeos. Pese a la indiferencia de Mamá, yo podía ver por qué los tarahumaras se habían asustado la primera vez que Caballo se internó en sus bosques. Hazañas fantásticas de resistencia bajo un sol inmisericorde habían acercado a Caballo al lado salvaje. Sobrepasa los seis pies de altura, y su piel, originalmente clara, está curtida en diferentes tonalidades que van del rosado de su nariz al tono nogal de su cuello. Tiene las piernas tan largas y los músculos tan definidos que parece el esqueleto de una bestia más grande. Si derritiéramos a Terminator en una caldera de ácido, el resultado sería Caballo Blanco.

El resplandor del desierto le había arrugado los ojos de tal forma que lucían permanentemente entrecerrados, dejando a su rostro capaz de dos únicas expresiones: escepticismo o regocijo. Dijera lo que dijera el resto de la noche, no fui capaz de saber si me encontraba gracioso o mentiroso. Cuando Caballo te dirige su atención, lo hace con toda sus fuerzas; te escucha tan atentamente como un rastreador en busca de caza, consiguiendo, en apariencia, tanta información de tu tono de voz como del significado de tus palabras. Curiosamente, tiene un oído espantoso para los acentos; tras más de una década en México su español suena tan mal que pareciera estar leyendo de tarjetas didácticas.

—Lo que me puso nervioso de ti —comenzó Caballo, pero se detuvo de pronto, con los ojos inyectados debido al hambre, mientras Mamá dejaba unos tazones grandes delante de nosotros y los adornaba con cilantro picado y jalapeños y chorritos de limón por encima. La mirada agresiva que me había lanzado en el hotel no se debió a que estuviera interponiéndome entre él y la libertad, sino a que estaba interponiéndome entre él y la comida. Caballo había organizado su mañana para realizar una pequeña excursión al lago de aguas termales que había en el bosque, pero una vez que descubrió un sendero poco definido entre los árboles dejó de lado la excursión y el baño. Empezó a correr y siguió haciéndolo durante horas. Llegó hasta una montaña, pero en lugar de dar media vuelta, se empeñó en subir corriendo los tres mil pies de altura, lo que equivaldría a subir hasta la cima del Empire State dos veces. Finalmente, cogió un camino que lo llevaría hasta Creel, convirtiendo lo que iba a ser un chapuzón relajante en una agotadora maratón de montaña. Para cuando lo intercepté en el hotel, llevaba sin comer desde el amanecer y se encontraba al borde del delirio.

—Estoy siempre perdiéndome y teniendo que escalar, con una botella de agua entre los dientes y águilas volando por encima de mi cabeza —dijo—. Es una cosa hermosa.

Una de las primeras y más importantes lecciones que aprendió de los tarahumaras fue a salir corriendo en cualquier momento, como lo haría un lobo si de pronto oliera una liebre. Para Caballo, correr se había convertido en la primera opción como forma de transporte, de la misma forma que conducir un automóvil para los habitantes de los suburbios. Fuera a donde fuera, iba trotando, con tan poco encima como un cazador del Neolítico e igual de poco preocupado por dónde —o cuán lejos— acabaría.

—Mira —me dijo, señalando sus viejísimos shorts de excursionista y unas sandalias Teva listas para echar a la basura—. Esto es todo lo que me pongo, y lo llevo encima siempre.

Hizo una pausa para llevarse a la boca unos bocados calientes de frijoles picantes, que tragaba dando unos sorbos largos de una botella de Tecate. Caballo devoró un primer tazón y Mamá le sirvió otro tan rápidamente que casi ni siquiera dejó de mover la cuchara. Movía la mano del tazón a la boca y de ahí a la botella con una eficiencia ergonómica tal que la cena, lejos de parecer el final de su larga sesión de ejercicio, parecía la siguiente fase. Escucharlo a través de la mesa era como escuchar el bombeo de gasolina del depósito de un auto:
cucharada, ñam, ñam, gorgoteo, gorgoteo, cucharada, ñam, ñam, gorgoteo…

De tanto en tanto, levantaba la cabeza y dejaba fluir un breve torrente de historias, para luego volver a hundirse en el tazón.

—Así es, solía ser un luchador, amigo, ocupaba el quinto puesto del ranking mundial.

Vuelta a la cuchara.

—Lo que me puso nervioso fue que apareciste de pronto gritándome. Hay muchos secuestros y asesinatos por aquí. Mierda de la droga. Un tipo al que conocía fue secuestrado, su mujer pagó una recompensa alta, luego lo mataron igual. Feo asunto. Suerte que yo no tengo nada. No soy más que un indio gringo, amigo, corriendo humildemente con los rarámuris.

—Disculpa —empecé a decir, pero su cara ya estaba de vuelta ocupada en los frijoles.

No quería agobiar a Caballo con preguntas todavía, aun cuando observarlo era como ver una película en cámara rápida: traumas, bromas, sueños, recuerdos, rencores, sentimientos de culpa, jugosos fragmentos de sabiduría ancestral, todos aparecían construyendo una imagen del pasado demasiado deshilvanada y acelerada como para aprehenderla. Empezaba una historia, pasaba a la siguiente, saltaba a una tercera, regresaba y corregía algún detalle de la primera, se quejaba de aquel tipo de la segunda, se disculpaba luego por refunfuñar porque, amigo, se había pasado toda la vida intentando controlar su ira, y
esa
era otra historia completamente…

Su nombre era Micah True, según me dijo, y venía de Colorado. Bueno, en realidad de California. Y si yo realmente quería entender a los rarámuris, debería haber estado ahí cuando este hombre de noventa y cinco años atravesó veinticinco millas por la montaña. ¿Sabes por qué podía hacerlo? Porque nunca nadie le había dicho que no podía. Nunca nadie la había dicho que debía estar muriéndose en algún asilo de ancianos. Uno vive según sus propias expectativas, amigo. Como cuando se bautizó en honor a su perro. De ahí es de donde realmente venía ese “True”, de su viejo perro. Caballo no estaba siempre a la altura de su viejo True, pero
esa
también es otra historia…

Esperé, rasgando la etiqueta de mi botella de cerveza con la uña, preguntándome si en algún momento bajaría el ritmo lo suficiente como para que yo lograra entender de qué demonios hablaba. Poco a poco, la cuchara de Caballo perdió velocidad hasta detenerse. Vació su segunda botella de Tecate y se reclinó en la silla, satisfecho.

—¡Guadajuko!
—dijo sonriendo con todos los dientes—. Una palabra útil que aprender. Significa
cool
en rarámuri.

Le alcancé una tercera Tecate a través de la mesa. Le echó un vistazo desconfiado, con esos ojos entrecerrados chamuscados por el sol.

—No sé, amigo —dijo—. No he comido en todo el día, no puedo aguantar como los rarámuris.

Pero la cogió y le dio un sorbo. Era un trabajo agotador este de deambular por mesetas tan altas. Dio un trago largo y ruidoso, para luego relajarse nuevamente en la silla, levantando las piernas y cruzando los dedos sobre su estómago plano. Algo le había hecho clic. Lo supe incluso antes de que dijera nada. Quizá le hacían falta esas últimas doce onzas de cerveza para soltarse, o quizá tan solo tenía que desahogarse un poco antes de relajarse y continuar con su historia.

Porque, cuando Caballo empezó a hablar esta vez, me cautivó. Habló hasta muy tarde en la noche, contándome una historia asombrosa, que abarcaba los diez años desde que desapareció para el mundo exterior, y estaba llena de personajes extraños, aventuras increíbles y peleas feroces. Y, al final, un plan. Un plan audaz. Un plan que, comprendí poco a poco, me implicaba a mí.

CAPÍTULO 7

PARA APRECIAR la visión de Caballo, uno debe viajar atrás en el tiempo hasta comienzos de los años noventa, cuando un fotógrafo naturalista de Arizona llamado Rick Fisher se hacía a sí mismo una pregunta obvia: ¿Si los tarahumaras eran los corredores más resistentes del mundo, por qué no estaban arrasando en las carreras más difíciles del mundo? Quizá iba siendo hora de que conocieran a Fisher.

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