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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (24 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Cuando él y Leah finalmente regresaron a su pequeño apartamento, Scott encontró otro de esos emails descabellados esperándolo. Habían estado llegando irregularmente a lo largo de dos años, enviados por un tipo que firmaba de un modo distinto cada vez: Caballo Loco. Caballo Confuso. Caballo Blanco. Decía algo acerca de una carrera, de si podría venir, el poder de la gente, bla bla bla. Normalmente, Scott les echaba un vistazo rápido y los borraba, pero esta vez una palabra le llamó la atención:
Chingón
.

Espera. ¿No era esa una palabrota? Scott no sabía casi nada de español pero reconocía las palabrotas cuando las veía. ¿Estaba insultándolo este Caballo Loco? Scott volvió a leer el email, esta vez con más atención:

He estado diciéndoles a los rarámuris que mi amigo apache, Ramón Chingón, dice que va a ganarles a todos. Los tarahumaras son más o menos buenos corredores comparados con los apaches, y los Quimares un poco más que menos. Pero la pregunta es, ¿quién es más chingón que Ramón?

Descifrar la prosa de Caballo no era fácil, pero hasta donde Scott podía entender, parecía que él —Scott— era Ramón Chingón, el Gran Cabrón que debía ir hasta allá y patear el trasero de los tarahumaras. Así que ¿este tipo al que nunca había visto estaba intentando azuzar la rencilla entre los tarahumaras y sus antiguos enemigos los apaches, y quería que Scott hiciera el papel del villano enmascarado?
¿Estaba loco o qué?

Scott puso el dedo sobre la tecla de borrar, pero se detuvo. Por otra parte… ¿no era precisamente eso lo que Scott se había propuesto hacer? ¿Encontrar a los mejores corredores y los terrenos más duros en el mundo y vencerlos a todos? Llegaría un día en que nadie, ni siquiera los ultramaratonistas, recordarían los nombres de Pam Reed o Dean Karnazes. Pero si Scott era tan bueno como él pensaba que era —si era tan bueno como se
atrevía
a ser— tenía que correr como nadie había corrido jamás. Para Scott no se trataba de ser el mejor del mundo, se trataba de ser el mejor de la historia.

Pero como todo campeón, pendía sobre él la Maldición de Ali: podía vencer a todos los competidores vivos y aun así perder contra los muertos (o aquellos hace ya tiempo retirados, al menos). Todos los boxeadores de peso pesado tenían que oír: “Sí, eres bueno, pero nunca hubieras vencido a Ali en su plenitud”. De la misma manera, no importaba cuántos récords batiera Scott, siempre quedaría una pregunta sin responder: ¿Qué hubiera pasado si hubiera corrido en Leadville 1994? ¿Podría haber vencido a Juan Herrera y el equipo tarahumara o le hubieran dado caza como a un venado, como hicieron con la Bruja?

Los héroes del pasado son intocables, están protegidos para siempre por la pesada puerta del tiempo, a menos que un extraño misterioso aparezca mágicamente con una llave. Quizá Scott, gracias a este tal Caballo, podía convertirse en el atleta que viajara en el tiempo y se midiera con los inmortales.

¿Quién es más chingón que Ramón?

CAPÍTULO 20

NUEVE MESES DESPUÉS, me encontré de vuelta en la frontera mexicana con el cronómetro en cuenta atrás y ningún margen de error. Era la tarde del sábado 25 de febrero de 2006, y tenía veinticuatro horas para encontrar nuevamente a Caballo.

Tan pronto como obtuvo respuesta de Scott Jurek, Caballo empezó a montar un acto de malabarismo logístico. Tenía una pequeña ventana de oportunidad, ya que la carrera no podía realizarse ni durante la cosecha de otoño, la temporada de lluvias de invierno, ni bajo el sol abrasador del verano, cuando los tarahumaras emigraban a las cuevas más frescas de la parte alta de las barrancas. También debía evitar Navidad, Semana Santa, la Fiesta Guadalupana y por lo menos media docena de fines de semana en los que tenían lugar bodas tradicionales. Finalmente, Caballo decidió que podía encajar la carrera el domingo 5 de marzo. Y aquí comenzaba el trabajo difícil: ya que casi no tenía tiempo para ir de pueblo en pueblo a lo Paul Revere anunciando las coordenadas de la carrera, Caballo tenía que explicar exactamente cuándo y dónde debían encontrarnos los corredores tarahumara camino de la pista de carreras. Si calculaba mal, sería el fin. Era ya una gran apuesta suponer que siquiera un tarahumara aparecería, y si encima alguno llegaba al punto de encuentro y no veía a nadie, se marcharía de inmediato.

Caballo hizo los cálculos lo mejor que pudo, luego partió rumbo a las barrancas a contar la buena nueva, como me escribió unas semanas después:

Hoy he corrido treinta y tantas millas hasta territorio tarahumara y he vuelto, como el mensajero que soy. Mi mensaje me da más energía que la bolsa de pinole que llevo en el bolsillo. Tuve la suficiente suerte de ver a Manuel Luna y Felipe Quimare en la misma vuelta, el mismo día. Cuando hablé con ellos pude sentir la excitación que los recorría, incluso en el rostro solemne tipo Gerónimo de Manuel.

Pero mientras las cosas estaban funcionado para Caballo, mi parte de la operación era desquiciadamente difícil. Una vez que se corrió el rumor de que Jurek podría enfrentarse codo a codo con los tarahumaras, de repente otras estrellas de la ultramaratón querían formar parte de la acción. Pero no había certeza alguna acerca de cuántos realmente se presentarían, ni siquiera se sabía a ciencia cierta si la estrella principal acudiría.

Fiel a su estilo, Scott no le había dicho a casi nadie lo que se traía entre manos, así que las noticias acerca de sus planes recién empezaron a correr cuando faltaba poco más de un mes para la carrera. Incluso a mí me tenía en vilo, y yo era algo así como su contacto clave. Scott me había escrito unos cuantos emails pidiendo indicaciones para llegar, pero conforme se acercaba el día, de pronto le perdí la pista. Dos semanas antes de la carrera, me vi sorprendido por un mensaje en el foro de
Runner’s World
dejado por un corredor en Texas que se había quedado de piedra esa misma mañana en la línea de partida de la maratón de Austin cuando vio a su lado al ultramaratonista más grande (además de candidato al puesto del más ermitaño) de Estados Unidos.
¿Austin?
Según lo último que había sabido de él, en ese momento Scott debía encontrarse a unas dos mil millas de Austin, cruzando Baja con su mujer para coger el tren Chihuahua-Pacífico hasta Creel. ¿Y cuál era el propósito de correr una maratón urbana? ¿Por qué estaba volando a través del país para participar en una carrera de nivel universitario cuando debería estar afinando para el enfrentamiento de su vida sobre tierra? Algo tenía en mente, sin lugar a duda. Y como de costumbre, fuera cual fuera la estrategia que estaba llevando a cabo, permanecía guardada bajo llave dentro de su cabeza.

Así que hasta que llegué a El Paso, Texas, ese sábado, no tenía idea de si estaba liderando un pelotón o me las iba a tener que arreglar solo. Me registré en el hotel Hilton del aeropuerto, organicé un viaje para cruzar la frontera para las cinco de la mañana del día siguiente, y regresé al aeropuerto. Estaba bastante seguro de que estaba perdiendo el tiempo, pero existía la posibilidad de que reclutara a Jenn “Cachorra” Shelton y Billy “Cabeza de Chorlito” Barnett, un par de
cracks
de veintiún años que habían estado arrasando en los circuitos de la Costa Este, al menos cuando no estaban ocupados surfeando, saliendo de juerga o pagando fianzas por una agresión menor (Jenn), alteración del orden público (Billy) o ultraje contra la moral pública (ambos, debido a un arranque de pasión al lado de un camino que terminó en arresto y servicios a la comunidad). Jenn y Billy recién habían empezado a correr dos años atrás, pero Billy ya estaba ganando algunas de las carreras de 50 km más duras de la Costa Este, mientras que “la joven y hermosa Jenn Shelton”, como la llamaba el blogger Joey Anderson, acababa de conseguir completar una de las cien millas más rápidas del país. “Si esta jovencita blandiera una raqueta de tenis de la manera en que corre —escribía Anderson—, sería una de las mujeres más ricas en el mundo deportivo, gracias a todos los patrocinadores que podría atraer”. Yo había hablado una vez por teléfono con Jenn, y si bien ella y Billy estaban muertos de ganas de unirse a la expedición hasta las Barrancas del Cobre, yo no veía la forma en que pudiesen hacerlo. Ni ella ni Cabeza de Chorlito tenían dinero, ni tarjetas de crédito, ni tiempo libre de la universidad: ambos estaban todavía estudiando y la carrera de Caballo era justo en medio de los exámenes parciales, lo que significaba que perderían el semestre si se escapaban. Pero dos días antes de mi viaje a El Paso, me llegó este email desesperado:

¡Espéranos! Podemos llegar a eso de las 8:10 pm.

El Paso está en Texas, ¿cierto?

Después de eso, silencio. Confiando en la remota posibilidad de que Jenn y Billy hubieran dado con la ciudad correcta y se las hubieran ingeniado para colarse en algún vuelo, me acerqué a echar un vistazo al aeropuerto. No los había visto en persona antes, pero su reputación de prófugos de la ley me había ayudado a crear una imagen vívida. Cuando llegué a la zona de recogida de equipaje, mis ojos se clavaron en un par de adolescentes con pinta de estar hacienda autostop camino de Lollapalooza.

—¿Jenn? —pregunté.

—¡Así es!

Jenn llevaba sandalias, shorts de surf y una camiseta teñida al estilo
hippie
. Llevaba el cabello claro en trenzas, lo que le daba la apariencia de una Pippi Calzaslargas rubia. Era lo suficientemente bonita y pequeña como para pasar por una patinadora artística, imagen contra la que se había revelado en el pasado rapándose la cabeza y tatuándose un vampiro negro y grande en su antebrazo derecho, para luego darse cuenta de que había copiado sin querer el logo del ron Bacardi. “Da igual —decía Jenn, encogiéndose de hombros—. Publicidad veraz”.

Billy tenía esa misma belleza salvaje y compartía también el atuendo de vago que pasa mucho tiempo en la playa. Tenía un tatuaje tribal que le cruzaba el cuello por detrás y unas gruesas patillas que se mezclaban con su cabellera enmarañada, decolorada por el sol. Con sus bermudas floreados y la pinta de surfista perjudicado, Billy parecía —al menos para Jenn— “un pequeño yeti que acababa de atacar tu cajón de ropa interior”.

—No puedo creer que hayan conseguido venir, chicos —les dije—. Pero hay cambio de planes. No nos encontraremos con Scott Jurek en México.

—Oh, demonios —dijo Jenn—. Sabía que esto era demasiado bueno para ser verdad.

—En lugar de eso, ha venido aquí.

Cuando me dirigía al aeropuerto, había visto a dos tipos corriendo en el estacionamiento. Estaba demasiado lejos para ver sus caras, pero sus zancadas despreocupadas los delataron. Luego de unas presentaciones rápidas, ellos se dirigieron al bar y yo continué mi camino al aeropuerto.

—¿Scott está aquí?

—Así es. Acabo de verlo cuando estaba viniendo para aquí. Está en el bar del hotel con Luis Escobar.

—¿Scott
bebe
?

—Eso parece.

—¡Geeeeeeenial!

Jenn y Billy agarraron sus cosas —una bolsa de compras de Nike de la que sobresalía una barra de ejercicios quiroprácticos y un petate que tenía un trozo de bolsa de dormir atorado en el cierre— y emprendimos nuestro camino hacia el estacionamiento.

—¿Y cómo es Scott? —preguntó Jenn.

Al igual que el ambiente de rap, el mundo de las ultramaratones estaba partido por la geografía. Al ser chicos de la Costa Este, Jenn y Billy habían corrido principalmente cerca de casa y todavía no habían cruzado caminos (o espadas) con muchos de los miembros de la élite de la Costa Oeste. Para ellos —para casi todos los ultramaratonistas, en realidad— Scott no era sino una figura mítica, al igual que los tarahumaras.

—Solo alcancé a echarle un vistazo —dije—. Un tipo bastante difícil, hasta donde pude ver.

Y justo ahí, debí callar mi estúpida boca. ¿Pero quién podía predecir que un detalle trivial devendría en trágico? ¿Cómo podía haber sabido que un gesto amistoso, como regalarle mis zapatillas a Caballo, estaría a punto de costarle la vida? De la misma manera, nunca sospeché que mis próximas diez palabras nos conducirían al desastre:

—Quizá —sugerí—, podrían emborracharlo un poco y hacer que se relaje.

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