Nacidos para Correr (40 page)

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Authors: Christopher McDougall

BOOK: Nacidos para Correr
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¿Correr?
¿Estás diciendo que los humanos evolucionaron para poder correr?

El doctor Dennis Bramble escuchó con interés cómo David Carrier explicaba su teoría. Luego, de manera tranquila, cargó el arma y voló en pedazos la teoría. Intentó ser delicado; David era un estudiante brillante con una mente única, pero esta vez, el doctor Bramble sospechaba que había caído victima del error más común entre los científicos: el Síndrome del Martillo, que quiere decir que el martillo que llevas en la mano te hace ver clavos por todas partes.

El doctor Bramble sabía algo de la vida de David fuera del aula de clase, y estaba al tanto de que en las tardes soleadas de primavera David adoraba escaparse del laboratorio e ir a correr campo a través a las montañas Wasatch, que se encuentran justo detrás del campus de la Universidad de Utah. El doctor Bramble también era corredor, así que entendía la tentación, pero había que ser cuidadoso con cosas como esas. El segundo mayor peligro profesional que acechaba a un biólogo, después de enamorarse de un asistente de investigación, era enamorarse de sus pasatiempos. Cuando eso ocurre, te conviertes en tu propio sujeto de pruebas, empiezas a ver el mundo como un reflejo de tu propia vida, y tu propia vida como el punto de referencia para cualquier otro fenómeno del mundo.

—David —dijo el doctor Bramble—, las especies evolucionan de acuerdo a aquello que hacen bien, no aquello para lo que no sirven. Y como corredores, los seres humanos no somos malos, somos terribles.

No hace falta ni siquiera meterse en tema biológicos, basta echar un vistazo a coches y motocicletas. Cuatro ruedas son más rápidas que dos, porque conforme ganas verticalidad pierdes empuje, estabilidad y aerodinámica. Ahora aplica ese diseño a los animales. Un tigre mide diez pies de largo y tiene la forma de un misil de crucero. Es el coche de arrancadas de la selva, mientras que los humanos tenemos que arreglárnoslas con nuestras piernas flacuchas, zancadas cortas y penosa resistencia al viento.

—Sí, lo entiendo —dijo David—. Una vez que nos levantamos del suelo, todo se fue al demonio. Perdimos velocidad natural y potencia en la parte superior.

“Buen chico”, pensó Bramble. “Aprende rápido”.

Pero David no había terminado.

—Entonces ¿por qué —continuó David— renunciamos a la fuerza y la velocidad a la vez? Eso nos dejaba incapacitados para correr, para luchar, para escalar y escondernos en un toldo de árboles. De ser así hubiéramos sido borrados del mapa, a menos que hubiéramos obtenido algo realmente asombroso a cambio, ¿cierto?

El doctor Bramble tenía que admitir que esta era una manera extremadamente inteligente de plantear la cuestión. Los guepardos son rápidos pero frágiles; deben cazar de día para evitar a los asesinos nocturnos como los leones y las panteras, y abandonan la cacería y huyen en busca de refugio cuando aparecen pequeños matones buscapleitos como las hienas. Un gorila, por otra parte, es suficientemente fuerte para levantar un auto todo-terreno de cuatro mil libras, pero dado que el gorila alcanza en tierra una velocidad de veinte millas por hora, ese mismo automóvil lo atropellaría utilizando la primera marcha. Y luego tenemos a los seres humanos, que somos en parte guepardos, en parte gorilas: somos lentos
y
debiluchos.

—Entonces, ¿por qué evolucionaríamos para convertirnos en criaturas más débiles, en lugar de más fuertes? —persistía David—. Esto fue mucho antes de que pudiéramos fabricar armas, ¿así que cuál era la ventaja genética?

El doctor Bramble dibujó el escenario en su cabeza. Imaginó una tribu de homínidos primitivos, todos pequeños, rápidos y poderosos, con las cabezas gachas por seguridad mientras se abren paso hábilmente entre los árboles. Un día, nace un hijo lento, delgaducho y con el pecho hundido, que llega a ser ligeramente más grande que una mujer y camina por ahí convirtiéndose en un blanco para tigres. Es demasiado frágil para luchar, demasiado lento para correr, demasiado débil para atraer a una pareja que le vaya a cuidar a los niños. Según toda lógica, está condenado a extinguirse, pero de alguna manera, este tonto se convierte en el padre de toda la humanidad mientras que sus hermanos más fuertes y veloces desaparecen en el olvido.

Ese relato hipotético es en realidad una descripción bastante acertada del misterio de los neandertales. La mayoría de la gente piensa que los neandertales fueron nuestros ancestros, pero en realidad fueron una especie paralela (o subespecie, dicen algunos) que compitió con el
Homo sapiens
por la supervivencia. “Compitió” es una manera amable de decirlo. Los neandertales podrían habernos vencido de todas las maneras posibles. Eran más fuertes, resistentes y, probablemente, más inteligentes: tenían músculos más fornidos, huesos más duros de romper, mejor aislamiento natural contra el frío y, según sugieren los fósiles, un cerebro más grande. Los neandertales eran cazadores fantásticamente bien dotados y habilidosos constructores de armas, y probablemente hubiesen aprendido a hablar antes que nosotros. Tenían una ventaja enorme en la carrera por la dominación mundial; para cuando apareció el primer
Homo sapiens
en Europa, los neandertales llevaban cómodamente establecidos casi doscientos mil años. Si uno tuviera que apostar por los Neandertales o por esa primera versión de nosotros mismos en un combate a muerte, no habría duda de que se inclinaría por los neandertales.

¿Y entonces, dónde están ahora?

Diez mil años después de la llegada del
Homo sapiens
a Europa, los neandertales desaparecieron. Nadie sabe cómo ocurrió. La única explicación es que algún misterioso Factor X nos dio a nosotros —las criaturas más lentas, tontas y delgaduchas— algún tipo de ventaja crucial sobre el Equipo de las Estrellas de la Edad del Hielo. No fue fortaleza. No fueron armas. No fue inteligencia.

¿Podía haber sido la capacidad de correr?, se preguntó el doctor Bramble. ¿Está realmente encaminado David?

Solo había una forma de averiguarlo: ir a los huesos.

“Al comienzo yo era tremendamente escéptico, por la misma razón que la mayoría de morfólogos”, me diría después el doctor Bramble. La morfología es básicamente la ciencia de la ingeniería inversa; se fija en la forma en que un cuerpo está armado e intenta averiguar cómo se supone que debería funcionar. Los morfólogos saben qué buscar en las máquinas que se mueven velozmente, y no hay forma de que el cuerpo humano concuerde con las especificaciones. No hace falta más que echar un vistazo a nuestros traseros para saber eso.

“En toda la historia de los vertebrados sobre la faz de la Tierra —
toda la historia
— los humanos son los únicos bípedos corredores que no tienen cola”, me diría después Bramble. Correr no es sino una especie de caída controlada, así que ¿cómo conduces y evitas caer de bruces sin un timón pesado, como una cola de canguro?

“Eso es lo que me hacía, al igual que a otros, descartar la idea de que los seres humanos evolucionaron como animales corredores”, me dijo Bramble. “Y hubiera seguido creyendo eso y me hubiera mantenido escéptico, si no fuera porque también soy titulado en paleontología”.

La pericia secundaria del doctor Bramble en materia de fósiles le permitía ver cómo habían ido cambiando los planos del cuerpo humano a lo largo del milenio y compararlos con los de otros organismos. Desde el principio, empezó a encontrar cosas que no cuadraban.

“En lugar de fijarme en la lista convencional, como la mayoría de los morfólogos, y marcar las cosas que se suponía debía encontrar, empecé fijándome en las anomalías”, dijo Bramble. “En otras palabras, ¿qué cosas veía que no deberían estar ahí?”.

Empezó dividiendo el reino animal en dos categorías: corredores y caminantes. Entre los corredores estaban los caballos y los perros; entre los caminantes los cerdos y los chimpancés. Si los seres humanos estaban diseñados para caminar la mayor parte del tiempo y solo correr en casos de emergencia, nuestras piezas mecánicas debían coincidir en buena medida con las de otros caminantes.

El chimpancé común era el punto de partida perfecto. No es solo el ejemplo clásico de un animal que camina, sino que también es nuestro pariente vivo más cercano. Tras más de seis millones de años de evolución por separado, todavía compartimos con él el 95 por ciento de nuestra secuencia de ADN. Lo que no compartimos, Bramble se fijó, es el tendón de Aquiles, que conecta las pantorrillas con los talones: nosotros lo tenemos, los chimpancés no. Nuestros pies son bastante distintos: el nuestro es arqueado, el de ellos plano. Nuestros dedos son cortos y están muy juntos, lo que ayuda a correr, mientras que los suyos son largos y están abiertos, lo que es mejor para caminar. Y fijémonos en nuestros traseros: nosotros tenemos un robusto gluteus maximus, los chimpancés prácticamente no tienen. A continuación, el doctor Bramble centró su atención en un tendón poco conocido que se encuentra detrás de la cabeza de nombre “ligamento nucal”. Los chimpancés carecen de él. Al igual que los cerdos. ¿Saben quiénes sí cuentan con él? Los perros. Los caballos. Y los seres humanos. Esto sí que era desconcertante. El ligamento nucal es útil, únicamente, para estabilizar la cabeza del animal cuando está corriendo de prisa; así que si uno es un caminante, no le hace falta. Los traseros grandes son necesarios únicamente para correr. (Compruébenlo ustedes mismos: sujétense el trasero con las dos manos y caminen por la habitación un poco. Permanecerá suave y rollizo, y sólo se endurecerá cuando echen a correr. El trabajo de nuestros traseros es prevenir el impulso de nuestro tren superior y evitar que nos caigamos de bruces). De la misma manera, el tendón de Aquiles no tiene utilidad alguna a la hora de caminar, y es esa la razón por la que los chimpancés carecen de él. Al igual que el
Australopithecus
, nuestro antepasado medio simio de hace cuatro millones de años; los primeros indicios del tendón de Aquiles aparecieron dos millones después, en el
Homo erectus
.

Luego, el doctor Bramble echó un vistazo más atento a los distintos cráneos y se llevó un buen susto. “¡Dios santo!”, pensó.
Algo ocurre aquí
. La parte trasera del cráneo del
Australopithecus
era lisa, pero cuando revisó el del
Homo erectus
, encontró una ranura hueca para el ligamento nucal. Una desconcertante pero inequívoca línea de tiempo estaba tomando forma: conforme el cuerpo humano iba cambiando a lo largo de la historia, adoptaba las características claves de un animal corredor.

“Qué raro”, pensó el doctor Bramble. “¿Cómo adquirimos todo ese equipamiento especializado para correr, mientras que otros caminantes no?”. Para un animal caminante, el tendón de Aquiles no sería más que un incordio. Caminar en dos piernas es como caminar en dos zancos; plantas el pie, giras el peso de tu cuerpo sobre una pierna y repites el movimiento. Lo último que uno necesita es un tendón elástico y tembloroso en la base de apoyo. Todo lo que el tendón de Aquiles hace es estirarse como una liga elástica… ¡Una liga elástica! El doctor Bramble sintió un ataque conjunto de orgullo y vergüenza. Ligas elásticas… Ahí estaba, dándose golpes de pecho, felicitándose por no ser como todos esos otros morfólogos que “marcan la lista de cosas que se supone deben encontrar”, cuando desde un principio había sido llevado a error por la miopía; ni siquiera había pensado en el factor de la liga elástica. Cuando David empezó a hablar de correr, el doctor Bramble asumió que se refería a la velocidad. Pero hay dos tipos de grandes corredores: velocistas y maratonistas. Quizá la manera humana de correr estaba pensada para llegar
lejos
, no rápido. Eso explicaría por qué nuestros pies y piernas tienen tantos tendones elásticos. Porque los tendones elásticos almacenan y devuelven energía, igual que las hélices impulsadas por ligas elásticas de los aeroplanos de juguete. Mientras más estiras las ligas, más lejos vuela el avión; de la misma forma, mientras más estiras los tendones, mayor es la energía que obtienes cuando la pierna se extiende y se balancea hacia atrás.

“Y si yo fuera a diseñar una máquina para correr largas distancias”, pensó el doctor Bramble, “eso es exactamente lo que le pondría: montones de ligas elásticas para aumentar la resistencia”. Realmente, correr no es sino saltar, rebotando de un pie a otro. Los tendones son irrelevantes para caminar, pero son estupendos a la hora de saltar con eficiencia energética. Así que olvidemos la velocidad; quizá nacimos para ser los mejores maratonistas del mundo.

“Y habría que preguntarse por qué solo una especie en el mundo tiene el impulso de agruparse por decenas de millares para correr veintiséis millas bajo el sol nada más que por diversión”, reflexionó el doctor Bramble. “El esparcimiento tiene sus razones”.

El doctor Bramble y David Carrier se juntaron para poner a prueba su teoría del Mejor Maratonista del Mundo. Rápidamente, la evidencia aparecía por todas partes, incluso en lugares donde no habían estado buscando. Uno de sus primeros descubrimientos importantes llegó por casualidad cuando David sacó a correr un caballo. “Queríamos grabar al caballo para ver de qué manera se coordinaban su paso y su respiración”, cuenta el doctor Bramble. “Necesitábamos a alguien para evitar que se enredaran los cables del equipo, así que David corrió al lado”. Cuando echaron un vistazo a la cinta, había algo extraño en ella, pero Bramble no terminaba de saber qué. Tuvo que pasar la cinta unas cuantas veces hasta que lo comprendió: pese a que David y el caballo estaban corriendo a la misma velocidad, las piernas de David se movían más lentamente. “Era asombroso —explica el doctor Bramble—. Aun cuando el caballo tiene las patas largas, y tiene cuatro, David tenía una zancada más larga”. David estaba en buena forma para ser un científico, pero no era más que un corredor de mitad del pelotón, de estatura y peso medios, perfectamente normal. La única explicación que quedaba era que, por extraño que parezca, el ser humano promedio tiene una zancada mayor que la de un caballo. El caballo parece estar dando unas embestidas gigantes hacia delante, pero sus cascos se echan hacia atrás antes de tocar el suelo. Como resultado: aunque los corredores humanos biomecánicamente refinados dan pasos cortos, aun así cubren más distancia por paso que un caballo, lo que los hace más eficientes. En otras palabras, con la misma cantidad de combustible en el tanque, en teoría un ser humano debería correr más que un caballo.

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