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Authors: Christopher McDougall

Nacidos para Correr (41 page)

BOOK: Nacidos para Correr
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Pero, ¿por qué conformarse con una teoría cuando podían ponerla a prueba? Cada octubre, una docena de corredores y jinetes se enfrentan cara a cara en las 50 millas de la Carrera Hombre contra Caballo en Prescott, Arizona. En 1999, un corredor de la localidad llamado Paul Bonnet adelantó a los caballos que iban liderando la carrera en el ascenso a la montaña Mingus y nunca los volvió a ver hasta que atravesó la línea de meta. Al año siguiente, Dennis Poolheco dio inicio a una racha impresionante: venció a cada hombre, mujer y corcel durante los próximos seis años, hasta que Paul Bonnet recuperó el título en 2006. Tendrían que pasar ocho años hasta que un caballo alcanzase a esos dos y volviera a ganar la carrera.

Estos descubrimientos, sin embargo, no eran más que pequeños extras para los dos científicos de Utah según avanzaban hacia su gran logro. Como David había sospechado desde el día en que miró fijamente el cadáver de ese conejo y vio que tenía la historia de la vida delante, la evolución parecía ser un asunto centrado en el aire; mientras más evolucionada era la especie, mejor era su carburador. Echemos un vistazo a los reptiles: David colocó lagartijas en una cinta de correr y descubrió que no eran ni siquiera capaces de correr y respirar a la vez. Como mucho reptaban un poco a la carrera antes de detenerse entre jadeos.

El doctor Bramble, mientras tanto, estaba trabajando un poco más arriba en la escala evolutiva con grandes felinos. Había descubierto que, cuando corrían, los órganos internos de muchos cuadrúpedos se balanceaban de un lado a otro al igual que el agua en una bañera. Cada vez que las patas delanteras de un guepardo golpean el suelo, sus tripas se agolpan hacia delante contra sus pulmones, empujando el aire que tienen estos hacia fuera. Cuando se extiende para dar la siguiente zancada, sus entrañas se deslizan hacia atrás, dejando que los pulmones vuelvan a llenarse de aire. Añadir ese golpe extra a su capacidad pulmonar, sin embargo, tiene un coste: los guepardos se ven limitados a una sola toma de aire por zancada.

En realidad, el doctor Bramble se sorprendió al descubrir que
todos
los mamíferos corredores están restringidos a ese ciclo: por cada paso, una aspiración. Tanto él como David pudieron encontrar una sola excepción:

Ustedes.

“Cuando los cuadrúpedos corren, están atados a ese ‘ciclo locomotor de una sola respiración’ ”, dice el doctor Bramble. “Pero los corredores humanos a los que sometimos a pruebas nunca respiraban una sola vez. Podían elegir proporciones distintas, y generalmente optaban por una de dos a uno”. La razón de que tengamos esa libertad para espolear a nuestro corazón es la misma que hace que necesitemos una ducha en un día soleado: somos los únicos mamíferos que se deshacen de la mayoría del calor corporal a través del sudor. Todas las criaturas cubiertas de pelo del mundo se ventilan, principalmente, mediante la respiración, lo que reduce todo su sistema de regulación térmica a sus pulmones. Pero los seres humanos, con nuestros millones de glándulas sudoríparas, somos el mejor sistema de ventilación por aire que la evolución ha puesto en el mercado.

“Esa es la ventaja de ser unos animales desnudos y sudorosos”, explica David Carrier. “Mientras sigamos sudando, podremos seguir hacia delante”. Un equipo de científicos de Harvard verificó exactamente ese punto introduciendo un termómetro rectal en el ano de un guepardo y haciéndolo correr en una cinta sinfín. Una vez que su temperatura alcanzó los 105 grados Fahrenheit, el guepardo se detuvo y se negó a volver a correr. Esa es la respuesta natural de todos los mamíferos corredores; cuando desarrollan una temperatura corporal que no son capaces de regular con la respiración, tienen que detenerse o se mueren.

¡Fantástico! Piernas elásticas, torsos enclenques, glándulas sudoríparas, piel lampiña, cuerpos verticales que retienen menos calor solar. No es de extrañar que seamos los mejores maratonistas del mundo. Pero, ¿y qué? La selección natural está centrada básicamente en dos cosas —comer y no ser comido— y ser capaz de correr veinte millas no importa un pepino si el ciervo se te escapa en los primeros veinte segundos y el tigre puede atraparte en diez. ¿De qué sirve la resistencia en un campo de batalla construido para la velocidad?

Esa es la pregunta a la que daba vueltas el doctor Bramble a principios de los años noventa, cuando disfrutaba de un sabático y conoció al doctor Dan Lieberman durante una visita a Harvard. Por entonces, Lieberman estaba trabajando en el otro extremo de las olimpiadas animales: tenía a un cerdo en la cinta de correr y estaba intentando descubrir por qué era un corredor tan malo.

“Echa un vistazo a su cabeza”, señaló Bramble. “Se tambalea de un lado para otro. Los cerdos no tienen ligamento nucal”.

Lieberman levantó las orejas. Dado que era antropólogo evolutivo, sabía que ninguna parte de nuestro cuerpo había cambiado tanto como nuestros cráneos, e igualmente, ninguna otra dice tanto acerca de quiénes somos. Incluso el burrito que te tomas en el desayuno tiene un papel aquí. Las investigaciones de Lieberman han demostrado que según nuestra dieta ha ido cambiando a lo largo de los siglos —de raíces crudas y caza salvaje a alimentos cocinados como los espaguetis y la carne molida—, nuestros rostros han ido reduciéndose. La cara de Ben Franklin era más gruesa que la nuestra, la de Julio César mayor que la suya.

Los científicos de Harvard y Utah se llevaron bien desde el comienzo, principalmente gracias a la reacción de Lieberman, que no se sobresaltó cuando Bramble le expuso la teoría del Hombre Corredor.

“Nadie en la comunidad científica estaba dispuesto a tomársela en serio”, dijo Bramble. “Por cada trabajo sobre correr, había cuatro mil dedicados a caminar. Cada vez que sacaba el tema en una conferencia, todo el mundo salía siempre con ‘Sí, pero somos lentos’. Estaban centrándose en la velocidad y no alcanzaban a entender que la resistencia podía ser una ventaja”.

Bueno, para ser justos, Bramble todavía no había entendido eso tampoco. Al ser biólogos, él y David Carrier podían descifrar cómo estaba diseñada la máquina, pero necesitaban un antropólogo para determinar de qué era capaz ese diseño. “Yo sé mucho sobre evolución y poco sobre locomoción”, dice Lieberman. “Dennis sabía un huevo sobre locomoción, pero no tanto sobre evolución”.

Según intercambiaban ideas e historias, Bramble descubrió que Lieberman sería un buen compañero de laboratorio. Lieberman era la clase de científico que creía que meter las manos en un asunto suponía estar preparado para embarrárselas con sangre. Durante años, Lieberman había organizado la barbacoa Cromañón en el césped del Harvard Yard como parte de su clase de evolución humana. Para demostrar la pericia necesaria a la hora de utilizar herramientas primitivas, hacía que sus alumnos trocearan una cabra con piedras afiladas, para luego cocinarla en una hoguera. Tan pronto como el aroma de cabra asada se propagaba y la bebida post-carnicería empezaba a correr, el trabajo de clase se convertía en una fiesta. “Finalmente devenía en una especie de bacanal”, contó Lieberman al
Harvard University Gazette
.

Pero había una razón más importante que convertía a Lieberman en el hombre perfecto para abordar el misterio del Hombre Corredor: la solución parecía estar relacionada con su especialidad, la cabeza. Todo el mundo sabe que en algún punto de la historia los humanos primitivos tuvieron acceso a una fuente rica en proteínas, lo que permitió que sus cerebros crecieran hasta convertirse en una esponja sedienta en un balde de agua. Nuestro cerebro continuó creciendo hasta hacerse siete veces más grande, comparativamente, que el de cualquier mamífero. También absorbían una tremenda cantidad de calorías; aun cuando nuestro cerebro representa solo el dos por ciento de nuestra masa corporal, demanda el veinte por ciento de nuestro consumo de energía, frente al nueve por ciento que gasta el de los chimpancés.

El doctor Lieberman se lanzó a la investigación del Hombre Corredor con su celo creativo habitual. No mucho después, los estudiantes que pasaban por la oficina de Lieberman en la planta alta del museo Peabody de Harvard se sobresaltaron al encontrar a un hombre manco bañado en sudor con un tarro vacío de queso crema atado a la frente corriendo en la cinta de correr. “Los humanos somos raros”, dijo Lieberman mientras presionaba botones en el panel de control. “En ninguna otra criatura se ha encontrado un cuello como el nuestro”. Luego hizo una pausa para lanzar a gritos una pregunta al hombre en la cinta: “¿Cuánto más rápido puedes ir, Willie?”.

“¡Más rápido que este trasto!”, respondió Willie, con su mano izquierda de acero golpeando la baranda de la cinta.

Willie Stewart perdió el brazo cuando tenía dieciocho años, luego de que el cable de acero que transportaba en su trabajo de albañil se enganchara en una turbina en movimiento, pero se recuperó y se convirtió en campeón de triatlón y jugador de rugby. Además del tarro de queso, que servía para asegurar un giroscopio, Willie tenía electrodos pegados al pecho y las piernas. El doctor Lieberman lo había reclutado para comprobar su teoría, según la cual la cabeza humana, dada su peculiar posición sobre nuestros hombros, funciona como los pesos que se colocan en los tejados de los rascacielos para evitar que el viento los tambalee. Nuestra cabeza no creció porque nos hicimos mejores corredores, creía Lieberman; nos hicimos mejores corredores porque nuestra cabeza creció, con lo cual nos otorgó más lastre.

“La cabeza y los brazos trabajan conjuntamente para evitar que nos doblemos y bamboleemos a media zancada”, dijo el doctor Lieberman. Los brazos, a su vez, trabajan también como contrapeso para mantener la cabeza alineada. “Es así como los bípedos solucionaron el problema de cómo estabilizar la cabeza con un cuello móvil. Es otro de los rasgos de la evolución humana que sólo tiene sentido en lo que a correr respecta”.

Pero el gran misterio continuaba siendo la alimentación. Calculando a partir del crecimiento
godzilliano
de nuestra cabeza, Lieberman podía señalar el momento exacto en el que el menú del hombre de las cavernas cambió: tenía que haber sido hace dos millones de años, cuando los
Australopithecus
con aspecto de mono —con sus cerebros diminutos, mandíbulas gigantes y dieta de macho cabrío compuesta de plantas duras y fibrosas— evolucionaron en
Homo erectus
, nuestros antepasados delgados y piernilargos con la cabeza grande y dientes pequeños y desgarradores, ideales para comer carne cruda y frutas blandas. Solo una cosa podía haber activado un cambio de imagen así de radical: una dieta que ningún primate había comido antes, con un suministro constante de carne y sus altas concentraciones de calorías, grasa y proteínas.

“¿Y cómo demonios la obtuvieron?”, se pregunta Lieberman, con todo el entusiasmo de un hombre capaz de abrir una cabra con una piedra. “El arco y la flecha tienen veinte mil años de antigüedad. La punta de lanza tiene doscientos mil años. Pero el
Homo erectus
tiene unos dos
millones
de años. Lo que significa que durante la mayor parte de nuestra existencia —casi dos millones de años— los homínidos conseguimos carne con nuestras propias manos”.

Lieberman empezó a jugar con las distintas posibilidades. “¿Quizá nos apropiamos de los cadáveres muertos por otros depredadores?”, se preguntó. “¿Corriendo y robándolos mientras los leones dormían?”. No, eso nos hubiera proporcionado un gusto por la carne pero no una fuente estable. Habríamos tenido que llegar al escenario mortal antes que las aves de rapiña, que son capaces de dar cuenta de un antílope en unos minutos y “mascar huesos como si fueran galletas”, como a Lieberman le gusta decir. Aun así, no podríamos haber dado más de un par de bocados antes de que el león abriera su ojo amenazador o que una jauría de hienas nos espantara.

“Ok, quizá no teníamos lanzas, pero podríamos haber saltado sobre un jabalí y estrangularlo. O matarlo a palos”.

¿Estás bromeando? Con todas esas embestidas y cornadas por los suelos, se nos hubieran machacado los pies, desgarrado los testículos y roto las costillas. Podríamos haber ganado, pero el precio sería alto. Si te rompías un tobillo en la jungla prehistórica mientras cazabas la cena, probablemente terminarías siendo la cena de algún otro.

No hay manera de saber cuánto tiempo hubiera permanecido Lieberman atascado si, finalmente, su perro no le hubiera dado la respuesta. Una tarde de verano, Lieberman llevó a Vashti, su chusco medio Border Collie, a correr unas cinco millas alrededor de Fresh Pond. Hacía calor, y tras unas pocas millas, Vashti, hizo plaf a la sombra de un árbol y rehusó a moverse. Lieberman se impacientó. Vamos, hacía calor, pero no
tanto…

Mientras esperaba que su perro jadeante se refrescara, su mente viajó a la época en que investigaba fósiles en África. Recordó las ondas trémulas a través de la sabana quemada por el sol, la forma en que la arcilla seca absorbía el calor y lo emitía de vuelta a través de la suela de sus botas. Distintos informes etnográficos leídos años atrás empezaron a inundar su cabeza; hablaban de cazadores africanos que solían perseguir antílopes por la sabana, e indios tarahumara que corrían tras un ciervo hasta que “se les caían las pezuñas”. Lieberman los había despreciado, tomándolos por cuentos chinos, fábulas de héroes de una edad dorada que en realidad no había existido. Pero ahora, empezó a preguntarse…

¿Cuánto haría falta para hacer correr a un animal hasta la muerte?
Afortunadamente, los laboratorios de biología de Harvard eran los mejores del mundo en lo que a investigación locomotora respecta (como su disposición a insertar un termómetro en el trasero de un guepardo había dejado claro), así que toda la información que Lieberman necesitaba se encontraba al alcance de su mano. Cuando regresó a la oficina, empezó a hacer cálculos.
Vamos a ver
, pensó. Un corredor decentemente en forma promedia tres o cuatro metros por segundo. Un ciervo corre casi al mismo ritmo. Pero aquí estaba el truco: cuando un ciervo quiere acelerar a cuatro metros por segundo, tiene que pasar a un paso de respiración agitada,
mientras que un humano puede ir a la misma velocidad y continuar como si siguiera trotando
. Un ciervo es mucho más rápido galopando, pero nosotros somos más rápidos trotando; así que cuando a Bambi empieza a agotársele el tanque de oxígeno, nosotros recién estamos empezando a agitarnos.

Lieberman siguió investigando y encontró una comparación aún más elocuente: la máxima velocidad de galope para la mayoría de caballos es 7,7 metros por segundo. Pueden aguantar ese ritmo durante unos diez minutos, luego tienen que desacelerar hasta 5,8 metros por segundo. Pero un maratonista de primer nivel puede trotar durante horas a un ritmo de seis metros por segundo. El caballo saldrá disparado de la línea de partida, como Dennis Poolheco había descubierto en la carrera Hombre contra Caballo, pero con suficiente paciencia y distancia, podremos reducir la ventaja. Ni siquiera hace falta ir rápido, descubrió Lieberman. Todo lo que hay que hacer es no perder de vista al animal, y al cabo de diez minutos le darás caza.

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