Gloria estaba reconcentrada como un gato. Su boca pintada resultaba muy oscura.
—Ya te dije, chica, que te había sentido llegar y que iba a recibirte.
—¡Qué descaro! —gritó Angustias.
Mi tía presentaba un aspecto lamentable. Llevaba su sombrero inmutable, lo mismo que el día que se fue; pero la pluma, torcida, apuntaba como un cuerno feroz. Se santiguó y empezó a rezar con las manos sobre el pecho.
—¡Dios mío, dame paciencia! ¡Dame paciencia, Dios mío!
Yo sentía el frío quemándome las plantas de los pies y temblaba violentamente debajo de mi manta.
«¿Qué dirá —pensaba yo— cuando sepa que he utilizado su cuarto?»
La abuelita empezó a llorar:
—Angustias, suelta a esta niña, suelta a esta niña...
Parecía una criatura.
—¡Parece mentira, mamá! ¡Parece mentira! —volvió a gritar Angustias—. Ni siquiera le preguntas dónde ha estado... ¿Te hubiera gustado a ti que una hija tuya hiciera eso? ¡Tú, mamá, que ni siquiera nos permitías ir a las fiestas en casa de nuestros amigos cuando éramos jóvenes, proteges las escapadas nocturnas de esta infame!
Se llevó las manos a la cabeza, quitándose el sombrero. Se sentó en la maleta y empezó a gemir:
—¡Me vuelvo loca! ¡Me vuelvo loca!
Gloria se escabulló como una sombra hacia el cuarto de la abuela, en el momento en que Antonia aparecía husmeadora y luego Juan, embutido en su abrigo viejo.
—¿Se puede saber a qué vienen esos gritos? ¡Animal! —dijo dirigiéndose a Angustias—. ¿No te das cuenta de que mañana me tengo yo que levantar a las cinco y me hace falta sueño?
—¡Más valdría que preguntaras a tu mujer qué es lo que hace en la calle a estas horas, en vez de insultarme!
Juan se quedó parado, con la mandíbula apuntada hacia la abuela.
—¿Qué tiene que ver Gloria con esto?
—Gloria está en su cuarto, hijito..., quiero decir en mi cuarto con el niño... Salió a recibir a Angustias a la escalera y ella creyó que se iba a la calle. Es un malentendido.
Angustias contemplaba furiosa a la abuela y Juan estaba en medio de todos nosotros, gigantesco. Su reacción no se hizo esperar.
—¿Por qué mientes, mamá? ¡Maldita sea!... Y tú, bruja, ¿por qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué tienes que ver tú con mi mujer? ¿Quién eres para impedirle que salga de noche, si le da la gana? Yo soy el único de esta casa a quien ella tiene que pedir permiso, y el que se lo concede..., conque ¡métete en tu cuarto y no aúlles más!
Angustias se metió en su cuarto, en efecto, y Juan se quedó mordiéndose las mejillas, como siempre que estaba nervioso. La criada dio un chillido de gozo, ansiosa como estaba, en la puerta de su cubil. Juan se volvió hacia ella con el puño levantado, y luego lo volvió a dejar caer, fláccido, a lo largo del cuerpo.
Yo entré en el salón donde tenía mi alcoba y me sorprendió el olor a aire enmohecido y a polvo. ¡Qué frío hacía! Sobre el colchón de aquella cama turca, fino como una hoja, yo no podía hacer más que tiritar.
Se abrió la puerta en seguida detrás de mí y apareció otra vez ante mis ojos la figura de Angustias. Gimió al tropezar con un mueble, en la oscuridad.
—¡Andrea! —gritó—. ¡Andrea!
—Estoy aquí.
La sentía respirar fuerte.
—Ofrezco al Señor toda la amargura que me causáis... ¿Se puede saber qué hace tu traje en mi cuarto?
Me reconcentré un momento. En aquel silencio se empezó a oír una discusión en la lejana alcoba de la abuela.
—He dormido estos días allí —dije al fin.
Angustias abrió los brazos como si se fuera a caer o a tantear el aire para encontrarme. Yo cerré los ojos, pero ella volvió a tropezar y a gemir.
—Dios te perdone el disgusto que me das... Pareces un cuervo sobre mis ojos... Un cuervo que me quisiera heredar en vida.
En aquel momento cruzó el recibidor un grito de Gloria y luego el golpe de la puerta de la alcoba que compartían ella y Juan, al cerrarse. Angustias se irguió escuchando. Ahora parecía venir un llanto ahogado.
—¡Dios mío! ¡Es para volverse loca! —murmuró mi tía.
Cambió de tono:
—Contigo, señorita, ajustaré las cuentas mañana. En cuanto te levantes ven a mi cuarto. ¿Oyes?
—Sí.
Cerró la puerta y se fue. La casa se quedó llena de ecos, gruñendo como un animal viejo. El perro, detrás de la puerta de la criada, empezó a ulular, a gemir y a su voz se mezcló otro grito de Gloria, y al llanto de ella que siguió, otro llanto más lejano del niño. Luego este lloro del niño fue el que predominó, el que llenó todos los rincones de la casa ya apaciguada. Oí salir a Juan nuevamente de su alcoba, para ir a buscar a su hijo al cuarto de la abuela. Oí después cómo él mismo lo paseaba monótonamente por el recibidor, cómo le hablaba para tranquilizarle y dormirlo. No era la primera vez que las cantinelas de Juan a su hijo llegaban a mí en las noches frías. Juan tenía para la criatura ternuras insospechadas, íntimas y casi feroces. Sólo una vez cada quince días Gloria se iba a dormir a la alcoba de la abuela con el pequeño, para que el llanto caprichoso de éste no despertara a Juan, que estaba precisado a salir de casa cuando aún no había amanecido y luego habría de pasar la jornada haciendo unos duros trabajos suplementarios de los que volvía, rendido, a la noche siguiente.
Aquélla tan desgraciada en que llegó Angustias era una de estas noches en que mi tío tenía que madrugar.
Despierta todavía, le oí salir antes de que las sirenas de las fábricas rompieran a pitidos la neblina de la mañana. Todavía estaba el cielo de Barcelona cargado de humedades del mar y de estrellas cuando Juan se fue a la calle.
Me acababa de dormir, encogida y helada, cuando me desperté bajo la impresión de los ojos de Antonia. Aquella mujer respiraba un íntimo regodeo.
Chilló:
—Su tía dice que vaya usted...
Y se quedó en jarras mirándome, mientras yo me restregaba los ojos y me vestía.
Cuando me desperté del todo, sentada en el borde de la cama, me encontré en uno de mis períodos de rebeldía contra Angustias; el más fuerte de todos. Súbitamente me di cuenta de que no la iba a poder sufrir más. De que no la iba a obedecer más, después de aquellos días de completa libertad que había gozado en su ausencia. La noche inquieta me había estropeado los nervios y me sentí histérica yo también, llorosa y desesperada. Me di cuenta de que podía soportarlo todo: el frío que calaba mis ropas gastadas, la tristeza de mi absoluta miseria, el sordo horror de aquella casa sucia. Todo menos su autoridad sobre mí. Era aquello lo que me había ahogado al llegar a Barcelona, lo que me había hecho caer en la abulia, lo que mataba mis iniciativas; aquella mirada de Angustias. Aquella mano que me apretaba los movimientos y la curiosidad de la vida nueva... Angustias, sin embargo, era un ser recto y bueno a su manera entre aquellos locos. Un ser más completo y vigoroso que los demás... Yo no sabía por qué aquella terrible indignación contra ella subía en mí, por qué me tapaba la luz la sola visión de su larga figura y sobre todo de sus inocentes manías de grandezas. Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su modo de ver las cosas. Y en estos casos en que quieren hacernos ver con sus ojos, para que resulte medianamente bien el experimento se necesita gran tacto y sensibilidad en los mayores y admiración en los jóvenes.
Rebelde, estuve largo rato sin acudir a su llamada. Me lavé y me vestí para ir a la Universidad y ordené mis cuartillas en la cartera antes de decidirme a entrar en su cuarto.
Enseguida vi a mi tía sentada frente al escritorio. Tan alta y familiar con su rígido guardapolvo, como si nunca —desde nuestra primera conversación en la mañana de mi llegada a la casa— se hubiera movido de aquella silla. Como si la luz que nimbaba sus cabellos entrecanos y abultaba sus labios gruesos fuera aún la misma luz. Como si aún no hubiera retirado los dedos pensativos de su frente.
(Era una imagen demasiado irreal la visión de aquel cuarto con luz de crepúsculo, con la silla vacía y las vivas manos de Román, diabólicas y atractivas, revolviendo aquel pequeño y pudibundo escritorio.)
Noté que Angustias tenía su aire lánguido y desamparado. Los ojos cargados y tristes. Durante tres cuartos de hora había estado proveyendo de dulzura su voz.
—Siéntate, hija. Tengo que hablarte seriamente.
Eran palabras rituales que yo conocía hasta la saciedad. La obedecí resignada y tiesa; pronta a saltar, como otras veces había estado dispuesta a tragar silenciosamente todas las majaderías. Sin embargo, lo que me dijo era extraordinario:
—Estarás contenta, Andrea (porque tú no me quieres...); dentro de unos días me voy de esta casa para siempre. Dentro de unos días podrás dormir en mi cama, que tanto envidias. Mirarte en el espejo de mi armario. Estudiar en esta mesa... Anoche me enfadé contigo porque lo que sucedía era inaguantable... He cometido un pecado de soberbia. Perdóname.
Me observaba de reojo al pedirme un perdón tan poco sincero que me hizo sonreír. Entonces se le quedó la cara tiesa, sembrada de arrugas verticales.
—No tienes corazón, Andrea.
Yo tenía miedo de haber entendido mal su primer discurso. De que no fuera verdad aquel anuncio fantástico de liberación.
—¿Adónde te irás?
Entonces me explicó que volvía al convento donde había pasado aquellos días de intensa preparación espiritual. Era una orden de clausura para ingresar en la cual hacía muchos años que estaba reuniendo una dote y ya la tenía ahorrada. A mí, mientras tanto, me iba pareciendo un absurdo la idea de Angustias sumergida en un ambiente contemplativo.
—¿Siempre has tenido vocación?
—Cuando seas mayor entenderás por qué una mujer no debe andar sola en el mundo.
—¿Según tú, una mujer, si no puede casarse, no tiene más remedio que entrar en el convento?
—No es ésa mi idea.
(Se removió inquieta.)
—Pero es verdad que sólo hay dos caminos para la mujer. Dos únicos caminos honrosos... Yo he escogido el mío, y estoy orgullosa de ello. He procedido como una hija de mi familia debía hacer. Como tu madre hubiera hecho en mi caso. Y Dios sabrá entender mi sacrificio...
Se quedó abstraída.
«¿Dónde se ha ido —pensaba yo— aquella familia que se reunía en las veladas alrededor del piano, protegida del frío de fuera por feas y confortables cortinas de paño verde? ¿Dónde se han ido las hijas pudibundas, cargadas con enormes sombreros, que al pisar —custodiadas por su padre— la acera de la alegre y un poco revuelta calle de Aribau, donde vivían, bajaban los ojos para mirar a escondidas a los transeúntes?» Me estremecí al pensar que una de ellas había muerto y que su larga trenza de pelo negro estaba guardada en un viejo armario de pueblo muy lejos de allí. Otra, la mayor, desaparecería de su silla, de su balcón, llevándose su sombrero —el último sombrero de la casa— dentro de poco.
Angustias suspiró al fin y me volvió a los ojos tal como era. Empuñó el lápiz.
—Todos estos días he pensado en ti... Hubo un tiempo (cuando llegaste) en que me pareció que mi obligación era hacerte de madre. Quedarme a tu lado, protegerte. Tú me has fallado, me has decepcionado. Creí encontrar una huerfanita ansiosa de cariño y he visto un demonio de rebeldía, un ser que se ponía rígido si yo lo acariciaba. Tú has sido mi última ilusión y mi último desengaño, hija. Sólo me resta rezar por ti, que ¡bien lo necesitas!, ¡bien lo necesitas!
Luego me dijo:
—¡Si te hubiera cogido más pequeña, te habría matado a palos!
Y en su voz se notaba cierta amarga fruición que me hacía sentirme a salvo de un peligro cierto.
Hice un movimiento para marcharme y me detuvo.
—No importa que hoy pierdas tus clases. Tienes que oírme... Durante quince días he estado pidiendo a Dios tu muerte... o el milagro de tu salvación. Te voy a dejar sola en una casa que no es ya lo que ha sido..., porque antes era como el paraíso y ahora —tía Angustias tuvo una llama de inspiración— con la mujer de tu tío Juan ha entrado la serpiente maligna. Ella lo ha emponzoñado todo. Ella, únicamente ella, ha vuelto loca a mi madre..., porque tu abuela está loca, hija mía, y lo peor es que la veo precipitarse a los abismos del infierno si no se corrige antes de morir. Tu abuela ha sido una santa, Andrea. En mi juventud, gracias a ella he vivido en el más puro de los sueños, pero ahora ha enloquecido con la edad. Con los sufrimientos de la guerra, que, aparentemente soportaba tan bien, ha enloquecido. Y luego esa mujer, con sus halagos, le ha acabado de trastornar la conciencia. Yo no puedo comprender sus actitudes más que así.
—La abuela intenta entender a cada uno.
(Yo pensaba en sus palabras: «No todas las cosas son lo que parecen», cuando ella intentaba proteger a Angustias..., pero ¿podía yo atreverme a hablar a mi tía de don Jerónimo?)
—Sí, hija, sí... Y a ti te viene muy bien. Parece que hayas vivido suelta en zona roja y no en un convento de monjas durante la guerra. Aun Gloria tiene más disculpas que tú en sus ansias de emancipación y desorden. Ella es una golfilla de la calle, mientras que tú has recibido una educación..., y no te disculpes con tu curiosidad de conocer Barcelona. Barcelona te la he enseñado.
Miré el reloj instintivamente.
—Me oyes como quien oye llover, ya lo veo... ¡Infeliz! ¡Ya te golpeará la vida, ya te triturará, ya te aplastará! Entonces me recordarás... ¡Oh! ¡Hubiera querido matarte cuando pequeña antes de dejarte crecer así! Y no me mires con ese asombro. Ya sé que hasta ahora no has hecho nada malo. Pero lo harás en cuanto yo me vaya... ¡Lo harás! ¡Lo harás! Tú no dominarás tu cuerpo y tu alma. Tú no, tú no... Tú no podrás dominarlos.
Yo veía en el espejo, de refilón, la imagen de mis dieciocho años áridos, encerrados en una figura alargada y veía la bella y torneada mano de Angustias crispándose en el respaldo de una silla. Una mano blanca, de palma abultada y suave. Una mano sensual, ahora desgarrada, gritando con la crispación de sus dedos más que la voz excitada de mi tía.
Empecé a sentirme conmovida y un poco asustada, pues el desvarío de Angustias amenazaba abrazarme, arrastrarme también.
Terminó temblorosa, llorando. Pocas veces lloraba Angustias sinceramente. Siempre el llanto la afeaba, pero éste, espantoso, que la sacudía ahora, no me causaba repugnancia, sino cierto placer. Algo así como ver descargar una tormenta.