—Andrea —dijo al fin, suave—, Andrea... Tengo que hablar contigo de
otras cosas
—se secó los ojos y empezó a hacer cuentas—. En adelante recibirás tú misma, directamente, tu pensión. Tú misma le darás a la abuela lo que creas conveniente para contribuir a tu alimentación y tú misma harás equilibrios para comprarte lo más necesario... No te tengo que decir que gastes en ti el mínimo posible. El día que falte mi sueldo, esta casa va a ser un desastre. Tu abuela ha preferido siempre sus hijos varones, pero esos hijos —aquí me pareció que se alegraba— le van a hacer pasar mucha penuria... En esta casa las mujeres hemos sabido conservar mejor la dignidad.
Suspiró.
—Y aún. ¡Si no se hubiese introducido Gloria!
Gloria, la mujer serpiente, durmió enroscada en su cama hasta el mediodía, rendida y gimiendo en sueños. Por la tarde me enseñó las señales de la paliza que le había dado Juan la noche antes y que empezaban a amoratarse en su cuerpo.
IX
Como una bandada de cuervos posados en las ramas del árbol del ahorcado, así las amigas de Angustias estaban sentadas, vestidas de negro, en su cuarto aquellos días. Angustias era el único ser que se conservaba asido desesperadamente a la sociedad, en la casa nuestra.
Las amigas eran las mismas que habían valsado a los compases del piano de la abuelita. Las que los años y los vaivenes habían alejado y que ahora volvían aleteando al enterarse de aquella púdica y bella muerte de Angustias para la vida de este mundo. Habían llegado de diferentes rincones de Barcelona y estaban en una edad tan extraña de su cuerpo como la adolescencia. Pocas conservaban un aspecto normal. Hinchadas o flacas, las facciones les solían quedar pequeñas o grandes según las ocasiones, como si fueran postizas. Yo me divertía mirándolas. Algunas estaban encanecidas y eso les daba una nobleza de que las otras carecían.
Todas recordaban los tiempos viejos de la casa.
—Tu padre, ¡qué gran señor!, con su barba corrida...
—Tus hermanas, ¡qué traviesas eran!... Señor, Señor, lo que ha cambiado tu casa.
—¡Lo que han cambiado los tiempos!
—Sí, los tiempos...
(Y se miraban azoradas.)
—¿Te acuerdas, Angustias, de aquel traje verde que llevabas el día que cumpliste veinte años? La verdad es que nos reunimos aquella tarde una caterva de buenas mozas... ¿Y aquel pretendiente tuyo, aquel Jerónimo Sanz, por el que estabas tan loca? ¿Qué se hizo de él?
Alguien pisa el pie de la charlatana, que se calla asustada. Pasan unos segundos angustiosos y luego todas rompen a hablar a la vez.
(La verdad es que eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño.)
—Yo no sé, chica —decía Gloria—, por qué Angustias no se ha marchado con don Jerónimo, ni por qué se mete a monja, si ella no sirve para rezar...
Gloria estaba tumbada en su cama, por donde gateaba el niño, y se esforzaba en pensar, quizá por primera vez en su vida.
—¿Por qué crees que no sirve Angustias para rezar? —le pregunté, admirada—. Ya sabes cuánto le gusta ir a la iglesia.
—Porque la comparo con tu abuelita, que sí que es buena rezadora, y veo la diferencia... Mamá se queda toda traspasada como si le vinieran músicas del cielo a los oídos. Por las noches habla con Dios y con la Virgen. Dice que Dios es capaz de bendecir todos los sufrimientos y que por eso Dios me bendice a mí, aunque yo no rezo tanto como debiera... ¡Y qué buena es! Nunca ha salido de su casa y, sin embargo, entiende todas las locuras y las perdona. A Angustias no le da Dios ninguna calidad de comprensión, y cuando reza en la iglesia no oye músicas del cielo, sino que mira a los lados para ver quién ha entrado en el templo con mangas cortas y sin medias... Yo creo que en el fondo el rezo le importa tan poco como a mí, que no sirvo para rezar... Pero la verdad —concluía—, ¡qué bien que se marche!... La otra noche me pegó Juan por su culpa. Por su culpa nada más...
—¿Adónde ibas, Gloria?
—¡Ay, chica! A nada malo. A ver a mi hermana, ya ves tú... Ya sé que no me crees, pero a eso iba y te lo puedo jurar. Es que Juan no me deja ir, y de día me vigila. Pero no me mires así, no me mires así, Andrea, que me da muchas ganas de reír esa cara que pones.
—¡Bah! —dijo Román—. Me alegro de que se vaya Angustias, porque ahora es un trozo viviente del pasado que estorba la marcha de las cosas... De mis cosas. Que nos molesta a todos, que nos recuerda a todos que no somos seres maduros, redondos, parados, como ella; sino aguas ciegas que vamos golpeando, como podemos, la tierra para salir a algo inesperado... Por todo eso me alegro. Cuando se vaya la querré, Andrea, ¿sabes? Y me conmoverá el recuerdo de su feísimo gorro de fieltro con la pluma erguida, hasta el último momento, como un pabellón..., indicando que aún late el corazón de un hogar que fue y que nosotros, los demás, hemos perdido... —se volvió hacia mí sonriendo como si compartiéramos los dos un secreto—. Al mismo tiempo siento que se vaya, porque ya no podré leer las cartas de amor que recibe, ni su diario... ¡Qué cartas tan sentimentales y qué diario tan masoquista! Satisfacía todos mis instintos de crueldad leerlo.
Y Román se pasó la lengua por los labios rojos.
Juan y yo parecíamos ser los únicos sin opinión ante el desarrollo de los acontecimientos. Yo estaba demasiado maravillada, pues el único deseo de mi vida ha sido que me dejen en paz hacer mi capricho y en aquel momento parecía que había llegado la hora de conseguirlo sin el menor trabajo por mi parte. Recordaba la lucha sorda que tuve durante dos años con mi prima Isabel para que al fin me permitiera marchar de su lado y seguir una carrera universitaria. Cuando llegué a Barcelona venía disparada por mi primer triunfo, pero enseguida encontré otros ojos vigilantes sobre mí y me acostumbré al juego de esconderme, de resistirme... Ahora, de pronto, me iba a encontrar sin enemigo.
Me volví humilde con Angustias aquellos días. Hubiera besado sus manos si ella lo hubiera querido. La alegría espantosa parecía socavarme el pecho algunos ratos. En los demás no pensaba, en Angustias, no pensaba: sólo en mí.
Me extrañó, sin embargo, la falta de don Jerónimo en aquel interminable desfilar de amistades. Todas eran mujeres, exceptuando algún raro marido tripudo que aparecía alguna vez.
—Parecen días de entierro, ¿eh? —gritó Antonia desde su cocina.
A todos se nos vinieron a la imaginación pensamientos macabros en aquellas horas.
Gloria me dijo que don Jerónimo y Angustias se veían todas las mañanas en la iglesia, que ella lo sabía bien... Toda la historia de Angustias resultaba como una novela del siglo pasado.
El día en que se marchó tía Angustias recuerdo que los diferentes personajes de la familia nos encontramos levantados casi con el alba. Nos tropezábamos por la casa poseídos de nerviosismo. Juan empezó a rugir palabrotas por cualquier cosa. A última hora decidimos ir todos a la estación, menos Román. Román fue el único que no apareció en todo el día. Luego, mucho más tarde, me contó que había estado muy de mañana en la iglesia siguiendo a Angustias y viendo cómo se confesaba. Yo me imaginé a Román con las orejas tendidas hacia aquella larga confesión, envidiando al pobre cura, viejo y cansado, que derramaba desapasionadamente la absolución sobre la cabeza de mi tía.
El taxi que nos condujo estaba repleto. Con nosotros venían tres amigas de Angustias, las tres más íntimas.
El niño, espantadizo, se agarraba al cuello de Juan. No le sacaban de paseo casi nunca, y aunque estaba gordo, su piel tenía un tono triste al darle el sol.
En el andén estábamos agrupados alrededor de Angustias, que nos besaba y nos abrazaba. La abuelita apareció llorosa después del último abrazo.
Formábamos un conjunto tan grotesco que algunas gentes volvían la cabeza a mirarnos.
Cuando faltaban unos minutos para salir el tren, Angustias subió al vagón y desde la ventanilla nos miraba hierática, llorosa y triste, casi bendiciéndonos como una santa.
Juan estaba nervioso; lanzando muecas irónicas a todos lados, espantando a las amigas de Angustias —que se agruparon lo más distante posible— con el girar de sus ojos. Las piernas le empezaron a temblar en los pantalones. No podía contenerse.
—¡No te hagas la mártir, Angustias, que no se la pegas a nadie! Estás sintiendo más placer que un ladrón con los bolsillos llenos... ¡Que a mí no me la pegas con esa comedia de tu santidad!
El tren empezó a alejarse y Angustias se santiguó y se tapó los oídos porque la voz de Juan se levantaba sobre todo el andén.
Gloria agarró a su marido por la americana, aterrada. Y él se revolvió con sus ojos de loco, furioso, temblando como si le fuera a dar un ataque epiléptico. Luego echó a correr detrás de la ventanilla, dando gritos que Angustias ya no podía oír.
—¡Eres una mezquina! ¿Me oyes? No te casaste con él porque a tu padre se le ocurrió decirte que era poco el hijo de un tendero para ti... ¡Por esooo! Y cuando volvió casado y rico de América lo has estado entreteniendo, se lo has robado a su mujer durante veinte años..., y ahora no te atreves a irte con él porque crees que toda la calle de Aribau y toda Barcelona están pendientes de ti...¡Y desprecias a mi mujer! ¡Malvada! ¡Y te vas con tu aureola de santa!...
La gente empezó a reírse y a seguirle hasta la punta del andén, donde, cuando el tren se había marchado, seguía gritando. Le corrían las lágrimas por las mejillas y se reía, satisfecho. La vuelta a casa fue una calamidad.
Segunda Parte
X
Salí de casa de Ena aturdida, con la impresión de que debía de ser muy tarde. Todos los portales estaban cerrados y el cielo se descargaba en una apretada lluvia de estrellas sobre las azoteas.
Por primera vez me sentía suelta y libre en la ciudad, sin miedo al fantasma del tiempo. Había tomado algunos licores aquella tarde. El calor y la excitación brotaban de mi cuerpo de tal modo que no sentía el frío ni tan siquiera —a momentos— la fuerza de la gravedad bajo mis pies.
Me detuve en medio de la vía Layetana
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y miré hacia el alto edificio en cuyo último piso vivía mi amiga. No se traslucía la luz detrás de las persianas cerradas, aunque aún quedaban, cuando yo salí, algunas personas reunidas, y, dentro, las confortables habitaciones estarían iluminadas. Tal vez la madre de Ena había vuelto a sentarse al piano y a cantar. Me corrió un estremecimiento al recordar aquella voz ardorosa que al salir parecía quemar y envolver en resplandores el cuerpo desmedrado de su dueña.
Aquella voz había despertado todos los posos de sentimentalismo y de desbocado romanticismo de mis dieciocho años. Desde que ella había callado yo estuve inquieta, con ganas de escapar a todo lo demás que me rodeaba. Me parecía imposible que los otros siguieran fumando y comiendo golosinas. Ena misma, aunque había escuchado a su madre con una sombría y reconcentrada atención, volvía a expandirse, a reír y a brillar entre sus amigos, como si aquella reunión comenzada a última hora de la tarde, improvisadamente, no fuera a tener fin. Yo, de pronto, me encontré en la calle. Casi había huido impelida por una inquietud tan fuerte y tan inconcreta como todas las que me atormentaban en aquella edad.
No sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad. Aún no estaba segura de lo que podría calmar mejor aquella casi angustiosa sed de belleza que me había dejado escuchar a la madre de Ena. La misma vía Layetana, con su suave declive desde la plaza de Urquinaona, donde el cielo se deslustraba con el color rojo de la luz artificial, hasta el gran edificio de Correos y el puerto, bañados en sombras, argentados por la luz estelar sobre las llamas blancas de los faroles, aumentaba mi perplejidad.
Oí, gravemente, sobre el aire libre de invierno, las campanadas de las once formando un concierto que venía de las torres de las iglesias antiguas.
La vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la catedral
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envuelta en el encanto y el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé hacia la oscuridad de las callejas que la rodean. Nada podía calmar y maravillar mi imaginación como aquella ciudad gótica naufragando entre húmedas casas construidas sin estilo en medio de sus venerables sillares, pero a las que los años habían patinado también con un encanto especial, como si se hubieran contagiado de belleza.
El frío parecía más intenso encajonado en las calles torcidas. Y el firmamento se convertía en tiras abrillantadas entre las azoteas casi juntas. Había una soledad impresionante, como si todos los habitantes de la ciudad hubiesen muerto. Algún quejido del aire en las puertas palpitaba allí. Nada más.
Al llegar al ábside de la catedral me fijé en el baile de luces que hacían los faroles contra sus mil rincones, volviéndose románticos y tenebrosos. Oí un áspero carraspeo, como si a alguien se le desgarrara el pecho entre la maraña de callejuelas. Era un sonido siniestro, cortejado por los ecos, que se iba acercando. Pasé unos momentos de miedo. Vi salir a un viejo grande, con un aspecto miserable, de entre la negrura. Me apreté contra el muro. Él me miró con desconfianza y pasó de largo. Llevaba una gran barba canosa que se le partía con el viento. Me empezó a latir el corazón con inusitada fuerza y, llevada por aquel impulso emotivo que me arrastraba, corrí tras él y le toqué en el brazo. Luego empecé a buscar en mi cartera, nerviosa, mientras el viejo me miraba. Le di dos pesetas. Vi lucir en sus ojos una buena chispa de ironía. Se las guardó en su bolsillo sin decirme una palabra y se fue arrastrando la bronca tos que me había aterrado. Este contacto humano entre el concierto silencioso de las piedras calmó un poco mi excitación. Pensé que obraba como una necia aquella noche actuando sin voluntad, como una hoja de papel en el viento. Sin embargo, apreté el paso hasta llegar a la fachada principal de la catedral, y al levantar mis ojos hacia ella encontré al fin el cumplimiento de lo que deseaba.
Una fuerza más grande que la que el vino y la música habían puesto en mí me vino al mirar el gran corro de sombras de piedra fervorosa. La catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas me penetrara durante unos minutos. Luego di la vuelta para marcharme.