Nada (15 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Nada
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Y me quedé aliviada de haberle explicado todo satisfactoriamente.

Él me cogió del brazo como quien recobra algo suyo y me miró de una manera tan grosera y despectiva que me dejó helada.

Luego, en el tranvía que tomamos para la vuelta, me fue dando paternales consejos sobre mi conducta en lo sucesivo y sobre la conveniencia de no andar suelta y loca y de no salir sola con los muchachos. Casi me pareció estar oyendo a tía Angustias.

Le prometí que no volvería a salir con él y se quedó un poco aturdido.

—No, «peque», no, conmigo es distinto. Ya ves que te aconsejo bien... Yo soy tu mejor amigo.

Estaba muy satisfecho de sí mismo.

Yo me encontraba desalentada, como el día que una buena monja de mi colegio, un poco ruborizada, me explicó que había dejado de ser una niña, que me había convertido en mujer. Inoportunamente recordaba las palabras de la monjita: «No hay que asustarse, no es una enfermedad, es algo natural que Dios manda»... Yo pensaba: «De modo que este hombre estúpido es quien me ha besado por primera vez... Es muy posible que esto tampoco tenga importancia»...

Subí las escaleras de mi casa desmadejada. Ya era completamente de noche. Antonia me abrió la puerta con cierta zalamería.

—Ha venido una señorita rubia a preguntar por usted.

Debilitada y triste como me encontraba, casi tuve ganas de llorar. Ena, que era mejor que yo, había venido a buscarme.

—Está en la sala, con el señorito Román —añadió la criada—. Han estado allí toda la tarde...

Me quedé reflexionando un momento. «Por fin ha conocido a Román como ella quería —pensé—. ¿Qué le habrá parecido?» Pero sin saber bien por qué, una profunda irritación sucedió a mi curiosidad. En aquel momento oí que Román empezaba a tocar el piano. Rápida, fui a la puerta de la sala, di en ella dos golpes y entré. Román dejó de tocar inmediatamente, con el ceño fruncido. Ena estaba recostada en el brazo de uno de los derrengados sillones y parecía despertar de un largo ensueño.

Sobre el piano, un cabo de vela —recuerdo de las noches en que yo dormía en aquella habitación— ardía, y su llama alargada y llena de inquietudes era la única luz del cuarto.

Los tres estuvimos mirándonos durante un segundo. Luego, Ena corrió hacia mí y me abrazó. Román me sonrió con afecto y se levantó.

—Os dejo, pequeñas.

Ena le tendió la mano y los dos se estuvieron mirando, callados. Los ojos de Ena fosforescían como los de un felino. Me empezó a entrar miedo. Era algo helado sobre la piel. Entonces fue cuando tuve la sensación de que una raya, fina como un cabello, partía mi vida y, como a un vaso, la quebraba. Cuando levanté los ojos del suelo, Román se había ido. Ena me dijo:

—Yo también me voy. Es muy tarde... Quería esperarte porque a veces haces cosas de loca y no puede ser... Bueno, adiós... Adiós, Andrea...

Estaba nerviosísima.

XIII

Al día siguiente fue Ena la que me rehuyó en la Universidad. Me había acostumbrado tanto a estar con ella entre clase y clase que estaba desorientada y no sabía qué hacer. A última hora se acercó a mí.

—No vengas esta tarde a casa, Andrea. Tendré que salir... Lo mejor es que no vengas estos días hasta que yo te avise. Yo te avisaré. Tengo un asunto entre manos... Puedes venir a buscar los diccionarios... (porque yo, que carecía de textos, no tenía tampoco diccionario griego, y el de latín, que conservaba del bachillerato, era pequeño y malo: las traducciones las hacía siempre con Ena)... Lo siento —continuó al cabo de un momento, con una sonrisa mortificada—, tampoco voy a poder prestarte los diccionarios... ¡Qué fastidio! Pero como se acercan los exámenes, no puedo dejar de hacer las traducciones por la noche... Tendrás que venir a estudiar a la biblioteca... Créeme que lo siento, Andrea.

—No te preocupes, mujer.

Me sentía envuelta en la misma opresión que la tarde anterior. Pero ahora no era un presentimiento, sino la certeza de que algo malo había sucedido. Resultaba de todas maneras menos angustioso que aquel primer escalofrío de los nervios sentido cuando vi a Ena mirar a Román.

—Bueno..., me voy de prisa, Andrea. No puedo esperarte porque le he prometido a Bonet... ¡Ah! Allí veo a Bonet que me hace señas. Adiós, querida.

Me besó en las mejillas, contra su costumbre, aunque muy fugazmente, y se fue después de volver a advertirme:

—No vengas a casa hasta que yo te lo diga... Es que no me ibas a encontrar, ¿sabes? No quiero que te molestes.

—Descuida.

La vi salir acompañada de uno de sus enamorados menos favorecidos, que aquel día aparecía radiante.

Desde entonces tuve ya que pasarme sin Ena. Llegó el domingo, y ella, que no me había dado el célebre aviso y que se había limitado a sonreírme y a saludarme desde lejos en la Universidad, tampoco me habló nada de nuestra excursión con Jaime. La vida volvía a ser solitaria para mí. Como era algo que parecía no tener remedio, lo tomé con resignación. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.

En casa, Gloria recibía la primavera —cada vez más cargada de efluvios— con una gran nerviosidad que nunca había visto en ella. Estaba llorosa a menudo. La abuela me dijo, como un gran secreto, que tenía miedo de que estuviese embarazada otra vez.

—En otros tiempos no te lo hubiera dicho..., porque tú eres una niña. Pero ahora, después de la guerra...

La pobre vieja no sabía a quién confiar sus inquietudes.

Sin embargo, no sucedía nada de esto. El aire de abril y de mayo es irritante, excita y quema más que el de plena canícula, sólo esto sucedía. Los árboles de la calle de Aribau —aquellos árboles ciudadanos, que, según Ena, olían a podrido, a cementerio de plantas— estaban llenos de delicadas hojitas casi transparentes. Gloria, ceñuda en la ventana, miraba toda esta sonrisa y suspiraba. Un día la vi lavando su traje nuevo y queriendo cambiarle el cuello. Lo tiró al suelo, desesperada.

—¡Yo no sé hacer estas cosas! —dijo—. ¡No sirvo!

Nadie le había mandado que lo hiciera. Se encerró en su cuarto.

Román parecía de excelente humor. Algunos días hasta se dignaba hablar con Juan. La actitud de Juan conmovía entonces, se reía por cualquier cosa. Daba palmaditas en la espalda a su hermano. Luego tenía terribles broncas con su mujer, como consecuencia de todo esto.

Un día oí tocar el piano a Román. Tocaba algo que yo conocía. Su canción de primavera, compuesta en honor del dios Xochipilli. Aquella canción que, según él, le daba mala suerte. Gloria estaba en un rincón oscuro del recibidor esforzándose en escuchar. Yo entré y empecé a mirar sus manos sobre el teclado. Al final, dejó la música con cierta irritación.

—¿Quieres algo, pequeña?

También Román parecía haber cambiado respecto a mí.

—¿Qué hablasteis el otro día Ena y tú, Román? Pareció sorprenderse.

—Nada de particular, creo yo, ¿qué te ha dicho?

—No me ha dicho nada. Desde ese día ya no somos amigas.

—Bueno, pequeña... Yo no tengo nada que ver con vuestras tontas historias de colegialas... Hasta ese punto no he llegado.

Y se marchó.

Las tardes se me hacían particularmente largas. Estaba acostumbrada a pasarlas arreglando mis apuntes, luego solía dar un buen paseo y antes de las siete ya estaba en casa de Ena. Ella veía a Jaime todos los días después de comer, pero volvía a esa hora para hacer conmigo la traducción. Algunos días se quedaba toda la tarde en su casa y era entonces cuando nos reuníamos allí la pandilla de la Universidad. Los chicos, que pasaban el sarampión literario, nos leían sus poesías. Al final, la madre de Ena cantaba algo. Eran los días en que yo me quedaba a cenar allí. Todo esto pertenecía ya al pasado (alguna vez me aterraba pensar en cómo los elementos de mi vida aparecían y se disolvían para siempre apenas empezaba a considerarlos como inmutables). Las reuniones de amigos en casa de Ena dejaron de hacerse en virtud de la sombra amenazadora del final de curso que se nos venía encima. Y ya no se habló más entre Ena y yo de la cuestión de que yo volviera a su casa.

Una tarde encontré a Pons en la biblioteca de la Universidad. Se puso muy contento al verme.

—¿Vienes mucho por aquí? Antes no te veía.

—Sí, vengo a estudiar... Es que no tengo libros...

—¿De veras? Yo te puedo prestar los míos. Mañana te los traeré.

—¿Y tú?

—Ya te los pediré cuando me hagan falta. Al día siguiente, Pons llegó a la Universidad con unos libros nuevos, sin abrir.

—Puedes conservarlos... Este año han comprado en casa los textos por partida doble.

Yo estaba tan avergonzada que tenía ganas de llorar. Pero ¿qué le iba a decir a Pons? Él estaba entusiasmado.

—¿Ya no eres amiga de Ena? —me preguntó.

—Sí, es que la veo menos, por los exámenes...

Pons era un muchacho muy infantil. Pequeño y delgado, con unos ojos a los que daban dulzura sus pestañas, muy largas. Un día lo encontré en la Universidad terriblemente excitado.

—Oye, Andrea, escucha... No te lo había dicho antes porque no teníamos permiso para llevar a chicas. Pero yo he hablado tanto de ti, he dicho que eras distinta..., en fin, se trata de mi amigo Guíxols y él ha dicho que sí, ¿entiendes?

Yo no había oído hablar nunca de Guíxols.

—No, ¿cómo voy a entender?

—¡Ah! Es verdad. Ni siquiera te he hablado nunca de mis amigos... Estos de aquí, de la Universidad, no son realmente mis amigos. Se trata de Guíxols, de Iturdiaga principalmente..., en fin, ya los conocerás. Todos son artistas, escritores, pintores..., un mundo completamente bohemio. Completamente pintoresco. Allí no existen convencionalismos sociales..., Pujol, un amigo de Guíxols..., y mío también, claro..., lleva chalina y el cabello largo. Es un tipo estupendo... Nos reunimos en el estudio de Guíxols, que es pintor..., un muchacho muy joven..., vamos, quiero decir joven como artista, por lo demás tiene ya veinte años, pero con un talento enorme. Hasta ahora no ha ido ninguna muchacha allí. Tienen miedo a que se asusten del polvo y que digan tonterías de esas que suelen decir todas. Pero les llamó la atención lo que yo les dije que tú no te pintabas en absoluto y que tienes la tez muy oscura y los ojos claros. Y, en fin, me han dicho que te lleve esta tarde. El estudio está en el barrio antiguo...

Ni siquiera había soñado que yo pudiera rechazar la tentadora invitación. Naturalmente, lo acompañé.

Fuimos andando, dando un largo paseo, por las calles antiguas. Pons parecía muy feliz. A mí me había sido siempre extraordinariamente simpático.

—¿Conoces la iglesia de Santa María del Mar? —me dijo Pons.

—No.

—Vamos a entrar un momento si quieres. La ponen como ejemplo del puro gótico catalán. A mí me parece una maravilla. Cuando la guerra la quemaron...

Santa María del Mar apareció a mis ojos adornada

de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas enfrente.

Pons me dejó su sombrero, sonriendo al ver que lo torcía para ponérmelo. Luego entramos. La nave resultaba grande y fresca y rezaban en ella unas cuantas beatas. Levanté los ojos y vi los vitrales rotos de las ventanas, entre las piedras que habían ennegrecido las llamas. Esta desolación colmaba de poesía y espiritualizaba aún más el recinto. Estuvimos allí un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que había vendedoras de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien olientes, rojos y blancos. Veía mi entusiasmo con ojos cargados de alegría. Luego me guió hasta la calle de Moncada,

donde tenía su estudio Guíxols.

Entramos por un portalón ancho donde campeaba un escudo de piedra. En el patio, un caballo comía tranquilamente, uncido a un carro, y picoteaban gallinas produciendo una impresión de paz. De allí partía la señorial y ruinosa escalera de piedra, que subimos. En el último piso, Pons llamó tirando de una cuerdecita que colgaba en la puerta. Se oyó una campanilla muy lejos. Nos abrió un muchacho a quien Pons llegaba más abajo del hombro. Creí que sería Guíxols. Pons y él se abrazaron con efusión. Pons me dijo:

—Aquí tienes a Iturdiaga, Andrea... Este hombre acaba de llegar del Monasterio de Veruela, donde ha pasado una semana siguiendo las huellas de Bécquer...

Iturdiaga me estudió desde su altura. Sujetaba una pipa entre los largos dedos y vi que, a pesar de su aspecto imponente, era tan joven como nosotros.

Le seguimos, atravesando un largo dédalo de habitaciones destartaladas y completamente vacías, hasta el cuarto donde Guíxols tenía su estudio. Un cuarto grande, lleno de luz, con varios muebles enfundados —sillas y sillones—, un gran canapé y una mesita donde, en un vaso —como un ramo de flores—, habían colocado un manojo de pinceles.

Por todos lados se veían las obras de Guíxols: en los caballetes, en la pared, arrimadas a los muebles o en el suelo...

Allí estaban reunidos dos o tres muchachos que se levantaron al verme. Guíxols era un chico con tipo de deportista. Fuerte y muy jovial, completamente tranquilo, casi la antítesis de Pons. Entre los otros vi al célebre Pujol que, con su chalina y todo, era terriblemente tímido. Más tarde llegué a conocer sus cuadros, que hacía imitando punto por punto los defectos de Picasso —la genialidad no es susceptible de imitarse, naturalmente. No era esto culpa de Pujol ni de sus diecisiete años ocupados en calcar al maestro—. Él más notable de todos parecía ser Iturdiaga. Hablaba con gestos ampulosos y casi siempre gritando. Luego me enteré de que tenía escrita una novela de cuatro tomos, pero no encontraba editor para ella.

—¡Qué belleza, amigos míos! ¡Qué belleza! —decía hablando del Monasterio de Veruela—. ¡Comprendí la vocación religiosa, la exaltación mística, el encierro perpetuo en la soledad!... Sólo me faltabais vosotros y el amor... Yo sería libre como el aire si el amor no me enganchara en su carro continuamente, Andrea —añadió, dirigiéndose a mí.

Luego se puso serio.

—Pasado mañana me bato con Martorell, no hay remedio. Tú, Guíxols, serás mi padrino.

—No, ya lo arreglaremos antes de que llegue el caso —dijo Guíxols, ofreciéndome un cigarrillo—. Puedes estar seguro de que lo arreglaré... Es una estupidez el que te batas porque Martorell haya dicho una grosería a una florista de la Rambla.

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