Nada (25 page)

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Authors: Carmen Laforet

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Nada
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Se enjugó los ojos y sus menudas narices se encogieron en una sonrisa.

—A pesar de todo, hubo algo cómico en aquello, chica... Un poquitín cómico. Ya sabes tú... Yo le decía a Juan que vendía sus cuadros en las casas que se dedican a objetos de arte. Los vendía en realidad a los traperos, y con los cinco o seis duros que ellos me daban, podía jugar por la noche en casa de mi hermana... Allí van los amigos y amigas de ella, de tertulia, por las noches. A mi hermana le gusta mucho eso porque le hacen gasto de aguardiente y ella gana con eso. A veces se quedan hasta el amanecer. Son gente que juega bien y les gusta apostar. Yo gano casi siempre... Casi siempre, chica... Si pierdo, mi hermana me presta cuando tengo déficit y luego se lo voy devolviendo con un pequeño interés cuando gano otras veces... Es la única manera de tener un poco de dinero honradamente. Te digo a ti que algunas veces he llegado a traer a casa cuarenta o cincuenta duros de una vez. Es muy emocionante jugar, chica... Aquella noche yo había ganado, tenía treinta duros delante de mí... Y lo que son las casualidades, figúrate que vino bien el que apareciera Juan, porque yo tenía por contrario a un hombre muy bruto y había hecho un poquitín de trampa... Algunas veces hay que hacerlo así. Pues sí, es un hombre con un ojo torcido. Un tipo curioso que a ti te gustaría conocer, Andrea. Lo peor es que no se sabe bien adonde mira y lo que ha visto y lo que no... Un tipo que hace contrabando y que ha tenido algo que ver con Román. ¿Tú sabes que Román se dedica a negocios sucios?

—¿Y Juan?

—¡Ah, sí, sí! Era un momento emocionante, chica, estábamos todos callados y Tonet dijo:

»—Pues a mí me parece que a mí nadie me va a tomar el pelo...

»Yo, por dentro, estaba un poquito asustada... Y en este momento se empiezan a oír los golpes en la puerta de la calle. Una amiga de mi hermana, Carmeta —una chica muy guapa, no creas...— dijo:

»—Tonet, me parece que va por ti.

»Y Tonet, que ya estaba escuchando con la mosca sobre la oreja, se levantó como un rayo, porque aquellos días andaba huido. El marido de mi hermana le dijo..., bueno el marido de mi hermana no es marido, ¿sabes?, pero es igual; pues le dijo:

»—Corre a la azotea, y pásate por allí a casa del Martillet. Yo contaré hasta veinte antes de abrir. Parece que no son más que uno o dos los que están abajo...

»Tonet echó a correr escaleras arriba. La puerta parecía que iba a caerse a golpes. Mi hermana misma, que es la más diplomática, fue a abrir. Entonces sentimos a Juan despotricando y mi cuñado frunció el ceño porque no le gustan las historias sentimentales. Corrió a ver qué pasaba. Juan discutió con él. Aunque mi cuñado es un hombre gordo, de dos metros de alto, ya sabes tú que los locos tienen mucha fuerza, chica, y Juan estaba como loco. No lo pudo contener; pero cuando ya había pasado delante de él y apartaba la cortina, le dio mi cuñado un puñetazo en la espalda y le hizo caer al suelo, de cabeza, en nuestra habitación. Me dio pena, pobrecillo (porque yo a Juan le quiero, Andrea. Me casé enamoradísima de él, ¿sabes?). Yo le cogí la cabeza, arrodillándome a su lado y le empecé a decir que yo estaba allí para ganar dinero para el niño. Él me dio un empujón y se levantó no muy seguro. Mi hermana, entonces, se puso en jarras y le soltó un discurso. Le dijo que ella misma me había hecho proposiciones con hombres que me hubieran pagado bien y que yo no quise aceptar porque le quería a él, aunque siempre estaba pasando miserias por su culpa. Siempre calladita y sufriendo por él. Juan, pobrecillo, estaba quieto, con los brazos caídos y lo miraba todo. Vio que sobre la mesa estaban las apuestas, que estaban allí Carmeta y Teresa y dos buenos chicos que son sus novios. Vio que allí se iba en serio y que no había ninguna fiesta... Mi hermana le dijo que yo había ganado treinta duros mientras él pensaba en matarme. Entonces mi cuñado empezó a eructar en un rincón donde estaba con sus manos puestas en el cinturón y pareció que Juan se iba a volver a él para empezar otra vez el ataque de furia..., pero mi hermana es una mujer que vale mucho, chica. Tú ya la conoces, y le dijo:

»—Ahora, Joanet, a tomar un poco de aguardiente conmigo y en seguida tu mujercita arregla sus ganancias con estos amigos y se va a casa a cuidar a su
nen
.

«Entonces mi cabeza empezó a trabajar mucho. Entonces, cuando mi hermana se llevó a Juan a la tienda, empecé a pensar que si Juan había venido era porque tú o la abuela le habríais llamado por teléfono y que lo más probable era que el niño, a aquellas horas, estuviera muerto... Porque yo pienso mucho, chica. ¿Verdad que no lo parece? Pues yo pienso mucho.

»Me entró una pena y una congoja, que no podía contar el dinero que me pertenecía, allí en la mesa donde estábamos jugando... Porque yo al
nen
le quiero mucho; ¿verdad que es muy mono? ¡Pobrecito!...

»La Carmeta, que es tan buena, me arregló las cuentas. Y ya no se volvió a hablar de que yo hubiera hecho trampa... Luego te encontré a ti con Juan y con mi hermana. Fíjate si estaba tonta que casi ni me extrañó. No se me ocurría más que una idea: "El
nen
está muerto, el
nen
está muerto"... Y entonces tú pudiste ver que Juan me quería de verdad cuando se lo dije... Porque los hombres, chica, se enamoran mucho de mí. No se pueden olvidar de mí tan fácilmente, no creas... Juan y yo nos hemos querido tanto...

Nos quedamos calladas. Yo me empecé a vestir. Gloria se iba tranquilizando y estiraba los brazos con pereza. De pronto se fijó en mí.

—¡Qué pies tan raros tienes! ¡Tan flacos! ¡Parecen los de un Cristo!

—Sí, es verdad —Gloria al final me hacía sonreír siempre—; los tuyos, en cambio, son como los de las musas...

—Muy bonitos, ¿no?

—Sí.

(Eran unos pies blancos y pequeños, torneados e infantiles.) Oímos la puerta de la calle. Juan salía. Apareció la abuela con una sonrisa.

—Se ha llevado al niño de paseo... ¡Más bueno es este hijo mío!... Picarona —se dirigía a Gloria—, ¿por qué le contestas tú y le enredas en esas discusiones? ¡Ay!, ¡ay! ¿No sabes que con los hombres hay que ceder siempre?

Gloria se sonrió y acarició a la abuela. Se empezó a poner rímel en las pestañas. Pasó otro trapero y ella le llamó desde la ventana. La abuela movió la cabeza con angustia.

—De prisa, de prisa, niña, antes de que vengan Juan o Román... ¡Mira que si viene Román! ¡No quiero pensarlo!

—Estas cosas son de usted, mamá, y no de su hijo. ¿No es verdad, Andrea? ¿Voy a consentir que el niño pase hambre por conservar estos trastos? Además, que Román le debe dinero a Juan. Yo lo sé...

La abuela se salió de allí rehuyendo —según decía— complicidades. Estaba muy delgada. Bajo las blancas greñas le volaban dos orejas transparentes.

Mientras me duchaba y luego en la cocina, planchando mi traje —bajo las miradas agrias de Antonia, que nunca toleraba a gusto intromisiones en su reino—, oí la voz chillona de Gloria y la acatarrada del
drapaire
discutiendo en catalán. Pensaba yo en unas palabras que me dijo Gloria, mucho tiempo atrás, refiriéndose a su historia con Juan: «... Era como el final de una película. Era como el final de todas las tristezas, íbamos a ser felices ya...». Eso había pasado hacía muchísimo tiempo, en la época en que, salvando toda la embriaguez de la guerra, Juan había vuelto junto a la mujer que le dio un hijo para hacerla su esposa. Ya no se acordaban de ello casi... Pero hacía muy poco, en aquella angustiosa noche, que Gloria me había recordado con su charla, yo les había visto de nuevo fundidos en uno, hasta sentir juntos los latidos de su sangre, queriéndose, apoyándose uno al otro bajo el mismo dolor. Y también era como el final de todos los odios y de todas las incomprensiones.

«Si aquella noche —pensaba yo— se hubiera acabado el mundo o se hubiera muerto uno de ellos, su historia hubiera quedado completamente cerrada y bella como un círculo.» Así suele suceder en las novelas, en las películas, pero no en la vida... Me estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace gris, se arruina viviendo. De que no hay final en nuestra historia hasta que llega la muerte y el cuerpo se deshace...

—¿Qué miras, Andrea?... ¿Qué miras con esos ojos tan abiertos en el espejo?

Gloria, ya de buen humor, había aparecido a mi espalda, mientras yo terminaba de vestirme. Detrás vi a la abuela con la cara radiante. La viejecilla tenía miedo de aquellas ventas que Gloria efectuaba. Creía firmemente que los traperos nos hacían un gran favor aceptándonos los muebles viejos y su corazón latía asustado, mientras Gloria discutía con el comprador. Rezaba, temblando, ante su polvoriento altar, para que la Madre de Dios librase pronto a su nuera de la humillación. Cuando el hombre terrible se iba, ella respiraba tranquila, como el niño que sale de casa del médico.

La miré con cariño. Tenía siempre, respecto a ella, unos vagos remordimientos. Algunas noches, al volver a casa, en las épocas de gran penuria, cuando no había podido comer ni cenar, encontraba en mi mesilla un plato con un poco de verdura poco apetitosa, que llevaba cocida muchas horas, o un mendrugo de pan, dejados allí por olvido. Comía, empujada por una necesidad más fuerte que yo, aquellos bocados de que se había privado la pobrecilla y me cogía asco de mí misma al hacerlo. Al día siguiente rondaba yo torpemente alrededor de la abuela. Advertía una sonrisa tan dulce en los ojos claros, al mirarme, que me conmovía como si me agarrasen las raíces del espíritu hasta entrarme ganas de llorar. Si, impelida por mis sentimientos, la estrechaba entre mis brazos, tropezaba con un cuerpecillo duro y frío como hecho de alambre, dentro del cual latía un corazón asombrosamente vivo...

Gloria se inclinó hacia mí, palpando mi blusa sobre mi espalda, con cierta satisfacción.

—Tú también estás delgada, Andrea...

Luego, rápidamente, para no ser oída por la abuela:

—Tu amiga Ena vendrá esta tarde al cuarto de Román. (Se levantó un tumulto dentro de mí.)

—¿Cómo lo sabes?

—Porque él acaba de pedir a la criada que suba a limpiar aquello y que compre licores... Yo no soy tonta, chica —y luego, achicando los ojos: —Tu amiga es la amante de Román.

Me puse tan encarnada que se asustó y se retiró de mí. La abuela nos observaba con los ojuelos inquietos.

—Eres como un animal —dije, furiosa—. Tú y Juan sois como bestias. ¿Es que no cabe otra cosa entre un hombre y una mujer? ¿Es que no concibes nada más en el amor? ¡Oh! ¡Sucia!

La violencia de mis sentimientos me empujaba el cerebro haciendo que me brotaran lágrimas. En aquel momento estaba aterrada por Ena. La quería y no podía soportar aquellas palabras corrosivas sobre su vida.

Gloria hizo un rictus con la boca, que era una sonrisa de ironía, pero que me serenó, porque comprendí que aquella mujer estaba a punto de llorar también. La abuela, espantada y dolorida, dijo:

—¡Andrea! ¡Mi nieta hablando así!

Le dije a Gloria:

—¿Por qué has pensado esa infamia de una muchacha que es mi amiga?

—Porque conozco a Román perfectamente... ¿Quieres que te diga una cosa? Román ha querido ser mi amante después de haber estado yo casada con Juan... Ya ves, ¿qué se puede esperar de un hombre así?

—Bueno. Yo, en cambio, conozco a Ena... Ella pertenece a una clase de seres humanos de la que tú no tienes idea, Gloria... Podría interesarle Román como amigo, pero...

(Me aliviaba decir estas cosas en alta voz y al mismo tiempo me empezó a repugnar aquella conversación con Gloria sobre mi amiga. Me callé.)

Di media vuelta y me fui a la calle. La abuela me tocó el vestido al pasar yo a su lado.

—¡Niña! ¡Niña! ¡Vaya con la nietecita que nunca se enfadaba! ¡ Jesús, Jesús!

No sé qué gusto amargo y salado tenía en la boca. Di un portazo como si yo fuera igual que ellos. Igual que todos...

Estaba tan nerviosa que a cada momento sentía humedecerse mis ojos, ya en la calle. El cielo aparecía nublado con unas calientes nubes opresivas. Las palabras de los otros, palabras viejas, empezaron a perseguirme y a danzar en mis oídos. La voz de Ena: «Tú comes demasiado poco, Andrea, y estás histérica...». «Estás histérica, estás histérica...» «¿Por qué lloras si no estás histérica?...» «¿Qué motivos tienes tú para llorar?...» Vi que la gente me miraba con cierto asombro y me mordí los labios de rabia, al darme cuenta... «Ya hago gestos nerviosos como Juan»... «Ya me vuelvo loca yo también»... «Hay quien se ha vuelto loco de hambre»...

Bajé por las Ramblas hasta el puerto. A cada instante me reblandecía el recuerdo de Ena, tanto cariño me inspiraba. Su misma madre me había asegurado su estimación. Ella, tan querida y radiante, me admiraba y me estimaba a mí. Me sentía como enaltecida al pensar que habían solicitado de mí una misión providencial junto a ella. No sabía yo, sin embargo, si realmente iba a servir de algo mi intervención en su vida. El que Gloria me hubiera advertido su visita para aquella tarde me llenaba de inquietudes.

Estaba en el puerto. El mar encajonado presentaba sus manchas de brillante aceite a mis ojos; el olor a brea, a cuerdas, penetraba hondamente en mí. Los buques resultaban enormes con sus altísimos costados. A veces, el agua aparecía estremecida como por el coletazo de un pez, una barquichuela, un golpe de remo. Yo estaba allí aquel mediodía de verano. Desde alguna cubierta de barco, tal vez, unos nórdicos ojos azules me verían como minúscula pincelada de una estampa extranjera... Yo, una muchacha española, de cabellos oscuros, parada un momento en un muelle del puerto de Barcelona. Dentro de unos instantes la vida seguiría y me haría desplazar hasta algún otro punto. Me encontraría con mi cuerpo enmarcado en otra decoración... «Tal vez —pensé al fin, vencida como siempre por mis instintos martirizados— comiendo en algún sitio.» Tenía muy poco dinero, pero aún algo. Despacio, fui hacia los alegres bares y restaurantes de la Barceloneta. En los días de sol dan, azules o blancos, su nota marinera y alegre. Algunos tienen terrazas donde personas con buen apetito comen arroz y mariscos estimulados por cálidos y coloreados olores de verano que llegan desde las playas o de las dársenas del puerto.

Aquel día venía del mar un soplo gris y ardiente. Oí decir a alguien que era tiempo de tormenta. Yo pedí cerveza y también queso y almendras... El bar donde me sentaba era una casa de dos pisos, teñida de añil, adornada con utensilios náuticos. Yo me coloqué en una de las mesitas de la calle y casi me parecía que el suelo, bajo mí, iba a empezar a trepidar impulsado por algún oculto motor y a llevarme lejos..., a abrirme nuevamente los horizontes. Este anhelo repetido siempre en mi vida que, con cualquier motivo, sentía brotar.

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