—¡Niña! ¡Niña! ¡Que haga eso la muchacha!
—Déjala, mamá. A la sobrina le pasa eso por ser más sucia que los demás... —dijo Juan.
Me ponía el traje de baño para hacer esta tarea que me repugnaba. Era el mismo traje de baño azul que me había servido en el pueblo para entrar en el río el verano anterior. El río aquel, que junto a la huerta de mi prima pasaba profundo, doblándose en deliciosos recodos, con las orillas llenas de juncos y de fango... En primavera corría turbio, cargado de semillas de árboles y de imágenes de frutales florecidos. En verano se llenaba de sombras verdes que temblaban entre mis brazos al nadar... Si me dejaba arrastrar por la corriente, aquellas sombras se cargaban de reflejos sobre mis ojos abiertos. En los crepúsculos el agua tomaba un color rojo y ocre.
Con aquel mismo traje de baño descolorido, que ahora se me ensuciaba de jabón, me había extendido en la playa, junto a Ena y Jaime, aquella primavera, y había nadado en el mar frío y azul bajo la cruda luz de abril.
Mientras baldeaba con agua hirviente mi cama y sentía despellejárseme los dedos al contacto del estropajo, el recuerdo de Ena se me aparecía envuelto en tanta oscuridad y tristeza que llegaba a oprimirme más que todo aquello que me rodeaba. A veces tenía ganas de llorar como si fuese a mí y no a Jaime a quien ella hubiese burlado y traicionado. Me era imposible creer en la belleza y la verdad de los sentimientos humanos —tal como entonces con mis dieciocho años lo concebía yo— al pensar que todo aquello que reflejaban los ojos de Ena —hasta volverse radiantes y al mismo tiempo cargados de dulzura, en una mirada que sólo tenía cuando estaba con Jaime— se hubiera desvanecido en un momento, sin dejar rastro.
Ella y Jaime me habían parecido aquella primavera distintos de todos los seres humanos, como divinizados por un secreto que a mí se me antojaba alto y maravilloso. El amor de ellos me había iluminado el sentido de la existencia, sólo por el hecho de existir. Ahora me consideraba amargamente defraudada. Ena me huía continuamente, nunca estaba para mí en su casa si la llamaba por teléfono y no me atrevía a ir a verla.
Desde el día en que le transmití el recado de Jaime no había vuelto a saber de mi amiga. Una tarde, oprimida por este silencio que me rodeaba, se me ocurrió telefonear a Jaime y me dijeron que había salido de Barcelona. Esto me hizo comprender que de nada había servido aquel intento de acercamiento que él tuvo.
Yo hubiera querido meterme en los pensamientos de Ena, abrirle el alma de par en par y comprender al fin su modo de ser extraño, el porqué de su obstinación. Al mismo tiempo que me desesperaba, me convencía de que la quería muchísimo, ya que no se me ocurría otra actitud frente a ella que la de procurar entenderla cuando me parecía imposible hacerlo.
Cuando veía a Román en casa, el corazón me palpitaba locamente en mi afán de hacerle preguntas. Hubiera querido seguir a aquel hombre, espiarle, ver sus encuentros con Ena. Algunas veces subí, llevada por este afán incontenible, varios tramos de la escalera que me separaba de su cuarto, cuando había sospechado que Ena estaba allí. La imagen de Gloria, cazada por un foco de luz en aquella misma escalera, me hacía avergonzarme y desistir de mi propósito.
Román era cariñoso e irónico conmigo. Me seguía haciendo pequeños regalos y dándome palmaditas en las mejillas, según su costumbre, pero jamás me invitaba ahora a subir a su cuarto.
En una ocasión me vio en plena faena de baldeo y pareció ponerse muy contento. Yo le miré de una manera crítica, un poco tirante, como solía hacerlo aquellos días y —como siempre— pareció no advertirlo. Sus dientes blancos brillaban.
—¡Bien, Andrea! Veo que estás hecha una mujercita... Me gusta pensar que tengo una sobrina que cuando se case sabrá hacer feliz a un hombre. Tu marido no tendrá que zurcirse él mismo sus calcetines, ni darle de comer a sus crios, ¿verdad?
«¿A qué viene eso?», pensé yo. Me encogí de hombros.
La puerta del comedor estaba abierta detrás de Román. En aquel momento vi que él se volvía hacia allí.
—¡Eh! ¿Qué dices a esto, Juan? ¿No te gustaría tener una mujercita trabajadora como la sobrinita?
Entonces me di cuenta de que Juan estaba en el comedor, haciendo tomar al niño —que después de la enfermedad se había quedado mimoso— su tazón de leche. Dio un puñetazo en la mesa y la taza saltó por el aire. Se puso de pie.
—Tengo bastante con mi mujer, ¿lo oyes? Y la sobrina no es buena para lamer el suelo que ella pisa. ¿Lo oyes bien? Yo no sé si te haces el desentendido de todas las sinvergonzonadas de tu sobrina para adularla; pero no hay zorra como ella... ¡No sirve más que para hacer comedia y para querer humillar a los demás, para eso sirve y para juntarse contigo!
Aterrada comprendí el porqué de la actitud hostil de Juan hacia mí aquellos días. Él, que ordenaba siempre inútilmente la limpieza de su cuarto, al verme a mí el primer día con el jabón de cocina en la mano, vino a quitármelo casi con brutalidad diciendo que «lo necesitaba» y se lo llevó al estudio, donde, por aquellos tiempos, no pintaba ya, sino que se pasaba horas con la cabeza entre las manos mirando al suelo con los ojos abiertos. Así lo vi yo un rato después, cuando encontré a la criada acechándole, por la rendija de la puerta entornada. Al oír mis pasos, Antonia se enderezó rápidamente; luego se llevó el dedo a los labios, sonriéndome, y me obligó —bajo la amenaza latente de tocarme con sus sucias manos— a mirar a mi vez. Antonia tenía en su cara la alegría idiota de los chicos que apedrean al tonto. A mí me encogió el corazón aquel hombre tan grande en su silla, entre la desolación de los trastos inútiles, abrumado bajo una carga de desvarío.
Por eso aquella temporada en que el calor parecía aguijonearle y excitarle hasta el paroxismo, yo no contestaba nunca a sus impertinencias. A la provocación de Román había saltado exasperado, respondiendo a un buen golpe. Román se reía. Juan seguía gritando.
—¡La sobrina! ¡Valiente ejemplo!... Cargada de amantes, suelta por Barcelona como un perro... La conozco bien. Sí, te conozco, ¡hipócrita! —vino a chillarme a la puerta, mientras Román se marchaba.
Yo recogía el agua derramada en el suelo y, sin querer, las manos se me ponían temblorosas... Hacía un esfuerzo por ver el lado cómico del asunto, aunque sólo fuera imaginando a mis hipotéticos amantes, y no lo conseguía bien. Cogí el cubo de agua sucia y salí del cuarto para volcarlo.
—¿No ves cómo se calla la muy tal? —gritó Juan—. ¿No veis cómo no puede contestar?
Nadie le hacía caso. Antonia cantaba en la cocina machacando algo en el mortero. Entonces él, en uno de sus arrebatos geniales, cruzó el vestíbulo y fue a aporrear la puerta de su propio cuarto. Gloria —que ya no se ocultaba para ir a jugar— dormía allí, cansada de haberse acostado tarde. La puerta cedió a su empuje y oí los gritos asustados de Gloria cuando Juan se abalanzó sobre ella para darle una paliza. El niño, que estaba calladito en el comedor, empezó a llorar también con grandes lagrimones.
Egoístamente yo entré en el cuarto de baño. El agua, que se volcaba a chorros sobre mi cuerpo, me parecía tibia, incapaz de refrescar mi carne ni de limpiarla.
La ciudad, cuando empieza a envolverse en el calor del verano, tiene una belleza sofocante, un poco triste. A mí me parecía triste Barcelona, mirándola desde la ventana del estudio de mis amigos, en el atardecer. Desde allí un panorama de azoteas y tejados se veía envuelto en vapores rojizos y las torres de las iglesias antiguas parecían navegar entre olas. Por encima, el cielo sin nubes cambiaba sus colores lisos. De un polvoriento azul pasaba a rojo sangre, oro, amatista. Luego llegó la noche.
Pons estaba conmigo en el hueco de la ventana.
—Mi madre quiere conocerte. Siempre le estoy hablando de ti. Quiere invitarte a pasar el verano con nosotros, en la Costa Brava.
Detrás se oían las voces de nuestros amigos. Estaban todos. La voz de Iturdiaga dominaba.
Pons se mordía las uñas a mi lado. Tan nervioso e infantil como era me cansaba un poco y al mismo tiempo yo le tenía mucho cariño.
Aquella tarde celebrábamos la última de nuestras reuniones de la temporada, porque Guíxols se iba de veraneo. A Iturdiaga, su padre había querido mandarlo a Sitges con toda la familia, pero él se había negado rotundamente a ir. Como el padre de Iturdiaga no se tomaba más que unos días de vacaciones a final de verano, estaba, en el fondo, satisfecho de que Gaspar le acompañase durante las comidas.
—¡Ya le estoy convenciendo! ¡Ya le estoy convenciendo! —gritaba Iturdiaga—. Lejos de la influencia perniciosa de mamá y mis hermanas, mi padre se vuelve más razonable... Está haciendo cálculos de lo que le costaría editar mi libro... Además se ha puesto orgulloso de que me hayan hecho crítico de arte...
Yo me volví.
—¿Te han hecho crítico de arte?
—De un periódico conocido.
Me parecía un poco asombroso.
—¿Qué clase de estudios de arte has hecho tú?
—Yo, ninguno. Para ser crítico se necesita solamente sensibilidad, y ya la tengo. Y, además, amigos... Yo los tengo también. En la primera exposición que haga Guíxols pienso decir que ha llegado a la culminación de su estilo. En cambio, me meteré con los consagrados, con los que nadie se atreve... Mi éxito será seguro.
—¿No crees que es avejentarme un poco eso de decir que he llegado a la culminación de mi arte? Después de esa afirmación ya sólo tendría que guardar mis pinceles y dormir sobre la gloria dorada —dijo Guíxols.
Pero Iturdiaga estaba demasiado entusiasmado para atender a razones.
—¡Mirad! ¡Empiezan a encenderse las hogueras! —gritó Pujol, con voz llena de notas falsas...
Era la víspera de San Juan. Pons me dijo:
—Piénsalo cinco días, Andrea. Piénsalo hasta el día de San Pedro. Ese día es mi santo y el de mi padre. Daremos una fiesta en casa y tú vendrás. Bailarás conmigo. Te presentaré a mi madre y ella sabrá convencerte mejor que yo. Piensa que si tú no vienes, ese día estará vacío de significado para mí... Luego nos marcharemos de veraneo. ¿Vendrás a casa, Andrea, el día de San Pedro? Y ¿te dejarás convencer por mi madre para que vengas a la playa?
—Tú mismo has dicho que tengo cinco días para contestar.
Sentí al mismo tiempo que le decía esto a Pons como un anhelo y un deseo rabioso de despreocupación. De poder libertarme. De aceptar su invitación y poder tumbarme en las playas que él me ofrecía sintiendo pasar las horas como en un cuento de niños, fugada de aquel mundo abrumador que me rodeaba. Pero aún estaba detenida por la sensación molesta que el enamoramiento de Pons me producía. Creía yo que una contestación afirmativa a su ofrecimiento me ligaba a él por otros lazos que me inquietaban, porque me parecían falsos.
De todas maneras la idea de asistir a un baile, aunque fuera por la tarde —para mí la palabra baile evocaba un emocionante sueño de trajes de noche y suelos brillantes, que me habían dejado la primera lectura del cuento de la Cenicienta—, me conmovía, porque yo, que sabía dejarme envolver por la música y deslizarme a sus compases y de hecho lo había realizado sola muchas veces, no había bailado «de verdad», con un hombre, nunca.
Pons apretó mi mano, nervioso, cuando nos despedíamos. Detrás de nosotros exclamó Iturdiaga:
—¡La noche de San Juan es la noche de las brujerías y de los milagros!
Pons se inclinó hacia mí.
—Yo tengo un milagro que pedirle a esta noche.
En aquel momento yo deseé ingenuamente que aquel milagro se produjera. Deseé con todas mis fuerzas poder llegar a enamorarme de él. Pons notó inmediatamente mi nueva ternura. No sabía más que estrecharme la mano para expresarlo todo.
Cuando llegué a mi casa el aire crepitaba ya, caliente, con el hechizo que tiene esa noche única en el año. Aquella víspera de San Juan me fue imposible dormir. El cielo estaba completamente despejado y sin embargo sentía electricidad en los cabellos y en la punta de los dedos, como si hubiera tormenta. El pecho se me oprimía por mil ensueños y recuerdos.
Me asomé a la ventana de Angustias, en camisón. Vi el cielo enrojecido en varios puntos por el resplandor de las llamas. La misma calle de Aribau ardió en gritos durante mucho tiempo, pues se encendieron dos o tres hogueras en distintos cruces con otras calles. Un rato después, los muchachos saltaron sobre las brasas, con los ojos inyectados por el calor, las chispas y la magia clara del fuego, para oír el nombre de su amada gritado por las cenizas. Luego el griterío se fue acabando. La gente se dispersaba hacia las verbenas. La calle de Aribau se quedó vibrante, enardecida aún y silenciosa. Se oían cohetes lejanos y el cielo sobre las casas estaba herido por regueros luminosos. Yo recordé las canciones campesinas de la noche de San Juan,
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la noche buena para enamorarse cogiendo el trébol mágico de los campos caldeados. Estaba acodada en la oscuridad del balcón, espabilada por apasionados deseos e imágenes. Me parecía imposible retirarme de allí.
Oí más de una vez los pasos del vigilante atendiendo a lejanas palmadas. Más tarde me distrajo el estrépito de nuestro portal al cerrarse y miré hacia la acera, viendo que era Román el que salía de la casa. Le vi avanzar, deteniéndose luego bajo el farol para encender un cigarrillo. Aunque no se hubiera parado bajo la luz, le habría conocido también. La noche estaba clarísima. El cielo parecía sembrado de luz de oro... Me entretuve mirando los movimientos de su figura recortada en negro, asombrosamente proporcionada.
Cuando se oyeron pasos y él alzó la cabeza, vivo y nervioso como un animalillo, yo levanté también mis ojos. Gloria cruzaba la calle, avanzando hacia nosotros. (Hacia él, allí abajo en la acera, hacia mis ojos en la oscuridad de la altura.) Sin duda volvía de casa de su hermana.
Al pasar cerca de Román, Gloria le miró según su costumbre, y la luz le incendió el cabello y le iluminó la cara. Román hizo algo que me pareció extraordinario. Tiró el cigarrillo y fue hacia ella con la mano tendida en un saludo. Gloria se echó hacia atrás, asombrada. Él la cogió del brazo y ella le empujó con fiereza. Luego quedaron uno frente a otro, hablando durante unos segundos con un confuso murmullo. Yo estaba tan interesada y sorprendida que no me atrevía a moverme. Desde el sitio en que me encontraba, los movimientos de aquella pareja parecían los de un baile apache. Al fin, Gloria se escabulló y entró en la casa. Vi a Román encender un nuevo cigarrillo; tirarlo también, dar unos pasos para marcharse y al fin volver decidido, sin duda, a seguirla.