La economía americana está en estos momentos, como todos sabemos, en una situación de estancamiento económico, con un crecimiento del 0,7 por ciento del
PIB
, que no genera empleo, sino paro. Hay tesis económicas malévolas, pero por desgracia ciertas, que dicen que algunas guerras son inevitables para garantizar un posterior crecimiento económico. En este caso, estoy convencido de que, además de ser una guerra que se exporta a un país foráneo, puede ser una manera de plantear una solución económica para algunos con una solución militar.
Nos hablan nada menos que de lanzar trescientos misiles al día sobre Irak, y de más de tres mil bombas. Cada uno de esos misiles vale más que cualquier carretera de las que hemos construido en Cantabria. Hay que agotar el arsenal bélico, que ya no hay espacio físico donde colocarlo, y volver a poner la producción en marcha.
Pero hay otro motivo más que también es económico. El petróleo. No hay que olvidar que Irak tiene potencialidad para sacar al día ocho millones de barriles de crudo, lo que le convierte en la segunda potencia mundial en reservas petrolíferas.
Esta invasión de Irak tendrá consecuencias nefastas para el futuro de la humanidad. Sadam es un sátrapa, pero desarmado como está no es ningún peligro. Morirán miles de inocentes. El mundo árabe quedará más radicalizado contra el mundo occidental y, a la larga, esta intervención dará un espejismo de bonanza económica en Estados Unidos, pero será muy perjudicial para el resto del mundo, porque puede propiciar una subida del petróleo y una crisis económica global.
Por primera vez, el
PP
perdió la votación al apoyarnos en la resolución el Partido Socialista. Y por desgracia, mis augurios se cumplieron al cien por cien. Dos meses después, Irak era invadido. Lo que más me indignó de esta tropelía fue que José María Aznar, el presidente de España, fuera un factor propiciador y, además, fundamental. Yo creo que no se ha analizado suficientemente las razones para embarcarse en esta operación.
Llegamos al final de ocho años de coalición conscientes de que era imposible una reedición del pacto.
No puedo obviar un comentario sobre un personaje como José María Aznar, por la trascendencia que sus decisiones han tenido para España y para el mundo. En la gestión de los asuntos intrínsecamente españoles, creo que su gestión fue positiva. Llegó a la jefatura del Gobierno de la nación con la experiencia de haber presidido la Junta de Castilla y León durante varias legislaturas. Y se rodeó de un buen equipo de ministros y altos cargos, sobre todo en materia económica.
Aznar alcanzó la Presidencia del Gobierno de España en el momento en que comenzaba un ciclo económico mundial de expansión, lo cual le ayudó sin duda a presentar un buen balance político y económico en sus dos mandatos.
Sin embargo, hay algo que nunca podré perdonarle. No puedo entender que el presidente del Gobierno de España fuese un factor determinante para que George Bush cometiese una de las tropelías más ignominiosas desde la Segunda Guerra Mundial: la guerra de Irak.
Voy a dar mi punto de vista sobre este asunto con la libertad que me caracteriza después de haber reflexionado muchísimo. Estoy convencido de que la secuencia de este film de cine negro americano tuvo el siguiente guion. Y soy consciente de la polémica y las críticas que me van a llover desde lugares muy poderosos. Pero estoy seguro de que, con matices, ocurrió así.
Nos situamos a finales de 2001, comienzos de 2002. Pongamos que hablamos de una reunión en la Casa Blanca. Asistentes, Donald Rumsfeld, Dick Cheney y George Bush. Los dos primeros, auténticos halcones. Y el tercero, muy próximo.
«Presidente, hay que acabar con el trabajo que no concluyó tu padre. Es necesidad nacional. Hay que invadir Irak y acabar con Sadam. La industria de la guerra no tiene espacio para almacenar lo que se produce en armamento. Puede producirse un colapso. Además, está el control del petróleo».
Estando de acuerdo en las razones, es posible que el presidente preguntase cómo se iba a justificar aquello. Se le expuso el plan. La supuesta posesión de armas de destrucción masiva por parte de Irak. Una auténtica amenaza para el mundo.
Los dubitativos informes de la Agencia de Inspección sobre armas de destrucción masiva del señor Al Baradei serán rebatidos con fotos aéreas, informes de autoridades catequizadas, etc. «Nosotros nos encargamos de preparar todo el decorado», le dijeron a Bush, quien probablemente preguntara qué compañeros de viaje iban a ayudar a vestir el muñeco, dado que las Naciones Unidas no iban a aprobar la invasión. «También lo tenemos previsto. Naturalmente y como siempre, nos apoyará Reino Unido, todos procedemos de allí. Inglaterra siempre estará con Estados Unidos. Es más, ya hemos hablado con Tony Blair y está de acuerdo. Cierto que hace falta otro país. Necesitamos un trío. Y la captación del tercer cómplice es cosa tuya, presidente. El tercer país es España. Tenemos perfectamente estudiada la sicología de su presidente. Se llama José María Aznar». «¿Cómo decís que se llama?», replicaría Bush. ¡Aznar! Nunca fue capaz de pronunciar bien el nombre.
Le dijeron que el presidente de España era un hombre nacido en Valladolid, muy de derechas, y según los informes de que disponían, admirador del imperio americano. «Admira a nuestro país. Estamos seguros de que si le llamas y le llevas a ese rancho que tienes en Texas, por donde muy pocos han pasado, se abre de carnes. Háblale de que tienes informes definitivos sobre la existencia de armas de destrucción masiva. Dile que España, por historia, tiene que ser primera potencia mundial, e incluso empápate de la repercusión que todavía tiene en tu tierra de Texas el paso de los castellanos. Debes decirle que es una oportunidad histórica. Estar en esta operación con Estados Unidos e Inglaterra no es estar en la primera división de la política, sino ganar la liga. Es el trío, dile, que pasará a la historia por haber liderado la liberación del mundo de Satán. Todo ello debes adornarlo con una parafernalia adecuada. Nada de protocolo. Estamos hablando de tu rancho. Nada de corbatas y sillones tapizados, como si estuvierais en familia. Pies encima de la mesa, puros para el que fume. Que se sientan como en casa y consciente de que está tocando un sueño. No te puede fallar».
La
CIA
suele estar bien informada. Todos en esta vida tenemos alguna debilidad. Un cantante, una actriz, un equipo de fútbol. Yo mismo voy a contar una debilidad. Nunca había pedido a nadie que se saque una foto conmigo, pero hace dos años en Oviedo dieron el Premio Príncipe de Asturias a un señor llamado Martin Cooper, inventor del teléfono móvil. Moví los hilos hasta que conseguí hacerme una foto con él, que tengo en mi despacho. Me sentí ante un genio comparable a Edison o Fleming…
Estoy seguro de que para José María Aznar, cuya referencia es América y su presidente, esa llamada de Bush debió significar el logro de un sueño, y más cuando le dijo que le invitaba a su casa. Seguro que la reunión se preparó tal como creo que Dick Cheney y donald Rumsfeld habían sugerido. Hay una foto antológica de ese encuentro. Aznar posaba como si estuviera en la casa de un amigo en Quintanilla de Onésimo. Bush no tuvo que insistir mucho. Le dijo que sí sin dudarlo. Me consta que no comentó con nadie de su partido la decisión más trascendente de su vida.
Para comprender la obnubilación que debió sentir en el rancho de Bush, baste un testimonio muy difundido en programas de televisión que causa auténtica hilaridad. Acentos tan pegadizos como el andaluz o el gallego no se contagian a los foráneos sin meses, o incluso años, de contacto continuo. Pero tras apenas tres horas en el rancho con Bush, nuestro presidente hablaba con acento cantinflesco, mezcla de tejano y mexicano. Y regresó catequizado, repitiendo como un papagayo todo lo que le mandaron decir.
Pocos días después, en las Azores, se firmó el pacto para invadir Irak. Se materializó la más vergonzosa operación ilegal que la humanidad ha llevado a cabo en aras de la democracia desde los años cuarenta del siglo pasado.
José María Aznar había cumplido un sueño.
Pasados los años, habría dulcificado mi juicio sobre él si hubiera pedido perdón, reconocido su error. Nada de eso ha ocurrido.
La terrible decisión de invadir Irak ha llevado dolor a miles de familias. Se puede hablar de más de un millón de muertos y más de tres millones de desplazados. Hoy el mundo es menos seguro. Y los iraquíes, más pobres.
Pero además, esa guerra es en parte el detonante de la crisis global que hoy padecemos. Según el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, ha costado tres billones de dólares. Podríamos imaginarnos ese dinero invertido en investigación y desarrollo, infraestructuras, educación, sanidad… Habría redundado en un aumento de la productividad y elevado la producción mundial de todo tipo de bienes y servicios.
Los tres billones de coste de la guerra solo han beneficiado a unos pocos. Es dinero tirado. Iba a suponer un abaratamiento del coste del petróleo, otra falacia. Cuando comenzó el conflicto, el barril de crudo valía veinticinco dólares. Hoy sobrepasa los cien. La mayor parte de los analistas considera que la guerra de Irak es culpable de la subida del precio, como mínimo en treinta dólares el barril. Y gastar más en petróleo supone detraer demanda en otros consumos. Las subidas del crudo siempre han debilitado las economías del mundo desarrollado.
Algún día, con la imparcialidad que concede el tiempo a la hora de juzgar los comportamientos humanos cuando ya no viven los protagonistas, la historia será muy dura con el trío de las Azores. Mi conciencia y mi libertad me obligan a adelantar ese juicio ahora.
Me sorprende que Bush, Blair y Aznar, que se confiesan profundamente religiosos, no tengan remordimientos por el sufrimiento y el daño que han originado. La América reaccionaria y belicosa siempre paga bien los servicios prestados. El otro día leí que Tony Blair ya es uno de los ingleses más ricos. Y al nuestro, creo que tampoco le está yendo mal.
A los ciudadanos que estamos por la paz nos indigna que se justifique la guerra con engaños. Pero me temo que aún vendrá otra. Estados Unidos invierte más en el ejército de lo que gastan los cuarenta y dos países que le siguen en el ranking de gasto en esta materia. Y todo ello equivale al cuarenta y siete por ciento del gasto militar del planeta. Una economía hecha para la guerra casi obliga a ella.
Los resultados de las elecciones de mayo de 2003 no dieron al
PP
la mayoría absoluta que esperaba. De hecho, perdió un diputado y se quedó con 18, frente a 13 del
PSOE
y 8 del
PRC
. Lo que ocurrió en las setenta y dos horas posteriores a la noche electoral merece un análisis aparte, porque mi vida va a dar un giro de nuevo. Y esta vez, además de sorprendente, inesperado.
En mayo de 2003 apenas tenía vagas referencias de José Luis Rodríguez Zapatero. Hacía poco que, ante la sorpresa general, había alcanzado, frente a José Bono, la Secretaría General del
PSOE
. Yo era consciente de las ilusiones que Zapatero había despertado en las filas socialistas tras el fiasco electoral de la candidatura de Joaquín Almunia tres años antes. Rodríguez Zapatero había heredado un
PSOE
que, a doce meses de las elecciones generales, se encontraba a más de diez puntos del
PP
en las expectativas de voto.
La noche electoral del 25 de mayo me fui a casa con una cosa segura: para el
PRC
era imposible reeditar otro pacto de Gobierno con el Partido Popular. La campaña electoral había sido durísima y las acusaciones del
PP
contra nosotros habían abierto una brecha imposible de cerrar.
No habían pasado ni cuarenta y ocho horas cuando recibí la llamada del secretario general del
PSOE
. José Luis Rodríguez Zapatero me dijo que quería que yo fuera el próximo presidente de Cantabria. «¡Pero qué dices!», exclamé. A continuación, me pidió que nos viéramos cuanto antes. Me ofrecí a visitarle al día siguiente en la calle Ferraz de Madrid. Quedamos a las doce de la mañana. Nunca antes había estado en la sede socialista. Llegué puntual. En un mostrador a la izquierda había una persona leyendo el periódico. Pregunté por el señor Zapatero y, sin precisar más ni levantar prácticamente la vista del periódico, me dijo que arriba. Subí, creo recordar que al primer piso, y allí estaba el secretario general del
PSOE
, en el pasillo, esperándome.
Nos saludamos muy efusivamente y le comenté lo poco explícito que había sido quien se encontraba en el mostrador de la entrada a la hora de informarme. Zapatero se echó a reír. Nos sentamos en su despacho y durante unos minutos me demostró que sabía mucho de mi vida. En resumen, que tenía una gran imagen de mi persona, que el
PSOE
estaba dispuesto a darme sus votos para que yo fuera investido presidente. Sumados los escaños del
PSOE
(13) y del
PRC
(8), teníamos mayoría absoluta holgada.
Le hice ver que en una región de derechas un volantazo de ese calibre tenía unos riesgos enormes.
—Mira, José Luis, si esto sale mal yo tengo que emigrar de Cantabria y es lo último que me gustaría hacer. Tú no te juegas nada. Yo, todo. Sé cómo funcionan los partidos centralistas.
—Te garantizo que vas a tener todo mi apoyo y aunque te parezca increíble voy a ser el próximo presidente del Gobierno de España —respondió.
Esbocé una sonrisa que denotaba mi incredulidad.
—Tienes que aceptar. Lo vas a hacer muy bien. Cantabria necesita un cambio progresista —insistió.
Después de dos horas de conversación, le dije que necesitaba meditarlo primero y consultar después con la Ejecutiva de mi partido. Salvo mi mujer, nadie sabía de esa reunión. Cuando llegué a casa por la noche, le comenté la propuesta. «Yo aceptaba», me dijo ella lacónicamente.
Al día siguiente, la Ejecutiva del
PRC
no tuvo dudas. Dijo que adelante por unanimidad. El día 27 de junio de 2003 fui elegido presidente de Cantabria, mandato que ha durado dos legislaturas.
Me convierto pues en presidente de Cantabria, aunque era el líder del partido con menos escaños de los tres que conforman el Parlamento: ocho diputados de 39. La derecha se echó al monte. Con el
PP
en el Gobierno de Madrid, todo auguraba que a Cantabria no le iban a dar ni agua. Todas las papeletas para el desastre.