Un año después se celebraban elecciones generales. Nada hacía pensar en un cambio en Madrid, pero llegó el 11 de marzo de 2004. Recuerdo las primeras horas de aquel día, sobrecogidos todos por las noticias que llegaban de Madrid. Aunque tenía el móvil de Zapatero, no le llamé ese mismo día; sí lo hice el sábado, jornada de reflexión. Ese día había decidido ir a Suances a comer con la familia. A la hora de salir se presentó en casa un policía nacional, familiar mío, que estaba libre de servicio. Le habían llamado para incorporarse al trabajo y participar en la búsqueda de los autores del atentado de Madrid. Supuestamente, los autores de la matanza de Madrid eran media docena de etarras que ya figuraban en carteles de la Dirección General de la Policía, profusamente colocados en aeropuertos y dependencias oficiales con orden de busca y captura. Mi indignación fue total, porque a esas horas toda España asumía que los autores de los atentados eran islamistas.
Recuerdo que a las tres de la tarde, ya en Suances con mi familia, marqué el móvil de Zapatero:
—Te llamo porque estoy indignado. No sé si conoces lo que está pasando en algunas comisarías de España. —Y pasé a relatarle lo que me había contado horas antes mi pariente policía.
—Lo sé, no te preocupes, estás hablando con el próximo presidente de España.
—¡Estás de broma!
—Toma nota: gano las elecciones con un margen holgado de más de cuatro puntos. El Partido Popular lo sabe.
Yo no daba crédito, pero me lo dijo con tal seguridad que le comenté a mi mujer: «Tu paisano —ella es de León— es el próximo presidente». Y al día siguiente los resultados fueron los que Zapatero me había adelantado. Obviamente, aliviaban el negro horizonte que tenía planteado en Cantabria. Salía elegido presidente del Gobierno de España la persona que, entre otras cosas, me había prometido el oro y el moro un año antes para convencerme de dar el triple salto mortal sin red. A partir de ese día comienza la relación Revilla-Zapatero que, con luces y sombras, ha dado bastante juego durante siete años.
En la medida en que la gestión de un presidente autonómico depende del trato que la Administración Central, poseedora de muchas competencias, dispense a su territorio, siempre he tenido claro que no debe uno enemistarse gratuitamente con quien administra el cajón del Estado. Creo que incluso a veces debe mostrarse un poco pelota. Así lo hice el año que tuve que convivir con José María Aznar.
Siete años me permitieron conocer a fondo a José Luis Rodríguez Zapatero. En una ocasión se me ocurrió sumar las horas que durante estos años hemos estado charlando mano a mano, me salieron más de veintiséis horas, tiempo suficiente, creo yo, para tener una opinión bastante fundada sobre él. A lo largo de las próximas páginas intentaré que lo que voy desgranando aproxime al lector a tan polémico personaje.
Llevarse bien con Zapatero no era difícil. Es amable, extrovertido y, desde el primer momento, tuvimos muy buen feeling. Cosa distinta es el balance final para Cantabria. Muchos me reprocharon que le atiborrara de anchoas y sobaos pasiegos cada vez que iba a verle. Yo les explicaba que cuando se visita a alguien de quien puedes obtener mejoras para tu tierra, hay que hablar bien de él y tener algún detalle de su agrado.
Desde la primera visita, le marqué los grandes objetivos de Cantabria para los siguientes años. La mayoría tenía que ver con el desfase en materia de infraestructuras viarias. El
AVE
con Madrid fue una reivindicación constante y, como se verá más adelante, lo que peor sabor de boca me ha dejado. Acelerar la conclusión de la Autovía de la Meseta y poner en marcha un proyecto de autopista de peaje entre Cantabria y Logroño, la llamada Autovía Dos Mares, fueron otras de las peticiones. También tuve que convencerle para crear en Comillas, en el majestuoso edificio de la otrora Universidad Pontificia, el Centro Internacional de Estudios del Español como proyecto de Estado. En esto al menos cumplió. La terminación de las obras de reconstrucción del Hospital Universitario Marqués de Valdecilla y su pago íntegro por el Estado fue otra de las constantes de mis visitas a La Moncloa.
En mi afán por tenerle contento y amarrado, se me ocurrió una idea. Había leído que su veraneo de 2004, con Sonsoles y las niñas, no había salido bien. En Cantabria hay un lugar llamado Monte Corona, entre los municipios de Comillas, Udías y Ruiloba, con quinientas hectáreas de bosque autóctono (pinos, robles, acebos, hayas…), situado a treinta minutos de Santander. En lo alto del monte y rodeada de esa vegetación hay una maravillosa casa montañesa con siete habitaciones, salón, terraza, garaje para varios coches… Es propiedad del Ministerio de Agricultura. En teoría, no se ha transferido a Cantabria porque sirve como centro de investigación de la fauna y la flora del entorno. Pero la razón no es esa. En 1987, descubrí que estaba destinada a las vacaciones de exministros y altos funcionarios. Lo denuncié y nadie más ha vuelto a aparecer por allí.
La casa y su entorno conforman un lugar paradisiaco. Desde la terraza se ven los Picos de Europa al oeste. Al norte y a cinco kilómetros, Comillas y el mar Cantábrico, y al sur, la cordillera Cantábrica. La casa está en medio de un auténtico jardín botánico.
A finales de 2004 puse en marcha la operación «Traer en agosto a Zapatero y familia a Monte Corona». Si soy capaz de tenerle aquí quince días, malo será que no le saque el compromiso de satisfacer alguna de las viejas reivindicaciones de Cantabria, me decía. En la visita que le hice en diciembre de ese año, después de tratar los temas de la agenda y cuando ya llevábamos dos horas de reunión, le pregunté:
—¿Adónde vas a ir el próximo verano de vacaciones?
Me dijo que no lo había decidido. Y era la respuesta que yo quería escuchar.
—Mira, José Luis, en Cantabria hay un lugar único en el mundo… Y además es prácticamente gratis para el contribuyente.
Se mostró muy receptivo y me dijo que le mandase fotos e información del lugar, su ubicación y la distancia a lugares conocidos, y que lo hiciera con prontitud. Nada más volver a Santander me puse a trabajar en el asunto. En el mes de enero ya tenía foto aérea del lugar y fotos de la casa por dentro y por fuera. Las distancias a Potes (le encanta el montañismo), a la playa de Comillas (cinco kilómetros), a Santander (treinta minutos). Debió de gustarle la información que le envié, porque en el mes de febrero llegaron a Cantabria funcionarios de la Dirección General de la Policía para informar de la idoneidad para albergar durante quince días a la familia del presidente. Me consta que su informe era de sobresaliente. Yo ya me frotaba las manos ante la posibilidad de tener veraneando en Cantabria al presidente del Gobierno. Independientemente de que seguro que le rascaría algo para mi tierra, seríamos foco de atención mediática. Mis ilusiones se acrecentaron cuando un día del mes de marzo de 2005 me dijo que quiere venir con toda discreción para que le enseñe la casa. Me puse firme y quedamos la primera semana de abril para el encuentro.
Toda mi obsesión era tener un buen día para que pudiera contemplar desde el balcón una de las mejores vistas del globo terráqueo. A las diez de la mañana, el avión del presidente aterrizaba en Parayas. Ni una nube en el cielo. Subimos al coche y enfilamos ruta hacia Comillas. «¡Te vas a quedar alucinado!», le decía yo.
En los días previos habíamos arreglado algunos baches en la pista de dos kilómetros que, desde la carretera general que une Cabezón de la Sal con Comillas, nos llevaba a la casa. Dentro de la finca ya tenía yo personal para aclarar cualquier duda que pudiera plantearse. Incluso nos esperaba la señora que yo había elegido para atenderles durante el veraneo. Era nativa de Udías y tenía fama de ser una extraordinaria cocinera. Su rostro inspiraba placidez y bondad.
Cuando empezamos a circular por los dos kilómetros de la pista de acceso a la casa, rodeados de árboles, algunos milenarios, yo miraba de reojo la expresión del presidente. Tenía los ojos como platos y los movía con rapidez de un sitio a otro. De repente, como si estuviese preparado, cruzó lentamente la pista un precioso corzo. José Luis me preguntó si había mucha fauna. Le enumeré todas las especies que libremente pululaban por la zona: corzos, venados, jabalíes, liebres, búhos reales y hasta águilas reales. Y de repente, en un claro del bosque y en un promontorio de unos cien metros de altitud, aparece la casona montañesa. «¡Qué maravilla!», dijo.
Saludó a las personas que nos esperaban. La señora, bien aleccionada por mí, le explicó sus especialidades gastronómicas. Miró con detenimiento las habitaciones, la cocina, el garaje, el salón. Preguntó si en la explanada se podía situar un habitáculo móvil para la seguridad, cosa que yo ya había solucionado. Cogimos dos sillas y nos sentamos en el balcón contemplando un documental de National Geographic en directo. A dieciocho kilómetros en línea recta se alzaba majestuoso el Naranco de Bulnes, con su pico cubierto de nieve. Para mi sorpresa, Zapatero comenzó a señalarme con el dedo los nombres más emblemáticos de los Picos. Me dijo que conocía la zona como nadie.
Yo le señalé mi piedra mágica, Peña Labra, también con una boina de nieve. «Allí nací yo», le dije. Por delante de la casa cruzaron dos ardillas. Yo estaba en la gloria, dando profundas caladas a un Montecristo. Pasados cinco minutos de contemplación, pasé al ataque. «Sitúate en agosto. Veintiséis grados de temperatura en este paraíso. Me consta que haces todas las mañanas una hora de footing. Dentro del bosque tienes diez kilómetros de pistas para correr y respirar aire puro. Tus niñas, contemplando las ardillas saltar de rama en rama. Sonsoles, afinando la voz para un aria de Verdi. Un día, montaña. Desde aquí, en una hora, estás a dos mil trescientos metros en Fuente Dé. Otro día, al mar, en diez minutos. Un barco te lleva desde el puerto de Comillas a coger bonitos. El 2 de agosto, a las nueve de la noche, vais al Palacio de Festivales a ver la ópera Nabuco… Y una cosa te prometo, si tú no quieres no me vas a ver el pelo». Me preocupaba que pensase que me iba a pegar a él como una lapa para darle la murga con reivindicaciones.
Acabada mi perorata, hizo un silencio y me dijo.
—Esto es el paraíso. Pero ahora voy a decirte cómo funciona mi matrimonio. Yo soy el político y en esta materia mi esposa no pinta nada. De la misma manera, yo no pinto nada a la hora de elegir el lugar de vacaciones. Le voy a decir a Sonsoles que me gustaría venir aquí en agosto. Y te sugiero una cosa. Escríbele tú una carta con todos los argumentos que me has dado a mí. Pero te advierto que Sonsoles tiene frío a treinta grados.
Al día siguiente le escribí a la esposa del presidente la carta personal más larga y motivadora que haya enviado en mi vida. Tres folios de mi puño y letra con propuestas alternativas en función de los gustos de la señora. Jamás tuve contestación.
Pasaron los días y los meses. Llegó agosto. Destino de la familia del presidente: las islas Canarias. Mi gozo en un pozo. Lo que más me dolió fue no tener respuesta a la carta más entrañable que he mandado jamás a nadie.
Será una manía mía, pero siempre estuve obsesionado con que Cantabria, que dio origen a la Marina Española, fuera también el nombre de un barco de guerra. Si lo tenía Extremadura, cuyos procelosos mares todos conocemos, y lo tiene Navarra, cuya barra de entrada al puerto pone los pelos de punta a los marineros, por qué no había de tenerlo la tierra que da nombre a un mar.
Desde mi llegada a la Presidencia en el año 2003, no paré de mandar cartas a los sucesivos almirantes jefes de la Armada enumerando los méritos de mi tierra para recibir el honor de que la proa y la popa de uno de nuestros barcos llevasen en letras grandes el sonoro y glorioso nombre de Cantabria. Las razones eran contundentes. La mayor gesta naval, al menos para mí, fue la conquista de Sevilla por veintisiete barcos cántabros comandados por el almirante Bonifaz. Mucha gente que mira la insignia que llevo siempre en la solapa, con el escudo constitucional de Cantabria, se sorprende y pregunta por qué tiene la Torre del Oro de Sevilla, un barco, unas cadenas y de base, el agua del Guadalquivir.
Vamos a hacer un poco de historia.
El rey Fernando
III
el Santo llevaba diez años asediando Sevilla sin ningún éxito. Sevilla era la capital de los almohades y posiblemente la ciudad más populosa de Europa en el siglo
XIII
. Un buen día, el rey recibió la visita del almirante Bonifaz. Este marino tiene una inmensa estatua a la entrada de Burgos que dice «Al almirante de Castilla. Bonifaz». Los de Burgos dicen que era de allí. Los cántabros le hemos dedicado una de las calles de Santander y, naturalmente, decimos que era cántabro. Pues bien, que no salga de aquí. No era de Burgos, ni de Cantabria. Era francés. Boniface de la Camarge.
Cuando va a ver al rey ya acumulaba muchas gestas en conquistas. Le expuso a Fernando
III
más o menos lo siguiente: «Majestad, si usted me otorga fondos me comprometo a construir o reconstruir en cuatro años más de veinte barcos de guerra con tripulaciones de Castro Urdiales, Laredo, Santander y San Vicente de la Barquera para atacar por sorpresa y desde el Guadalquivir Sevilla». El rey le concedió la autorización y los fondos.
Fueron cuatro años de intensos trabajos, algunos barcos se hicieron nuevos, pero la mayoría fueron adaptaciones de barcos balleneros. En los primeros días de abril de 1248, los barcos de Castro Urdiales se unieron a los de Laredo, recogiendo por el camino a los de Santander y llegaron a San Vicente de la Barquera, donde esperaban los de esa villa. Todos juntos doblaron el cabo de Finisterre. Bordearon las costas portuguesas y en la primera semana de mayo ya estaban en la desembocadura del Guadalquivir, en Sanlúcar de Barrameda, frente al coto de doñana, esperando el inicio de la pleamar. Desplegadas las velas y con viento favorable, el 4 de mayo aparecen enfilados los veintisiete navíos en medio de las dos Sevillas que parte el Guadalquivir. Podemos imaginarnos la incredulidad de los almohades. El primer objetivo de la flota era partir Servilla en dos y aislarla.
Las dos partes de la ciudad estaban unidas por puentes de barcas adosadas, que en la base se sustentaban con dos filas de gruesas cadenas. Romper el primer puente fue encomendado al barco El Faro de Castro. Una caída del viento hizo que la quilla del navío se estrellara contra las cadenas sin romperlas. Le sustituyó en la tentativa el barco Carceña, así llamado por estar construido con el roble del monte Carceña de Castañeda. A este barco le cabe el honor de haber roto con estrépito el primer puente que unía el barrio de Triana con la Torre del Oro. En menos de una hora no quedaba ningún puente sano sobre el Guadalquivir.