Nadie es más que nadie (11 page)

Read Nadie es más que nadie Online

Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

BOOK: Nadie es más que nadie
7.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y en ese contexto, los grandes campaneros eran cántabros. Cuando yo expliqué todo esto, la gente empezó a entender por qué había elegido precisamente una campana como regalo.

Además, tuve la idea de exponerla públicamente durante varios días en el Parlamento de Cantabria y fue tal la riada de público que vino a verla que calculo que habrá en la región no menos de veinte mil personas que tienen una fotografía con la campana famosa de tres mil quinientos kilos. En aquella exposición también se puso a disposición de los visitantes un libro de firmas, en el que se recogieron más de ocho mil quinientas dedicatorias a los príncipes, no todas elogiosas.

Cuando faltaban unos quince días para la boda, operarios del Gobierno de Cantabria se encargaron de transportarla hasta la residencia de don Felipe y allí la instalaron sobre una base de hormigón, justo enfrente de la casa. Yo solo lo he visto en fotografías, pero supongo que allí sigue.

Y cuando en esos días me volvían a preguntar el porqué de la campana, además de explicar la tradición de Cantabria, dije que era un regalo sonado. De hecho, estoy seguro de que recibieron cientos de obsequios que ni siquiera abrieron (vajillas, mantelerías…). Pero la campana, con toda seguridad, pasará a la historia. Creo que fue un regalo acertado. En primer lugar, porque nos permitió dar a conocer en Cantabria y al conjunto de España una parte olvidada de nuestra historia, la de los campaneros. Y en segundo lugar, porque va a perdurar en el tiempo.

Por lo tanto, la primera polémica que viví en torno a esta boda empezó ya con el regalo. Y debo decir que no consulté con nadie para elegirlo, ni a mis compañeros de Gobierno, ni a la gente de mi partido, ni siquiera a mi esposa. Lo tuve claro desde el primer día. Si soy de una tierra de canteros y campaneros y dado que no les iba a regalar una casa, la campana era el detalle más indicado.

Claro que para no cogerme los dedos, antes de encargarla consulté su oportunidad con la Casa Real. Envié una carta con dos opciones, o bien la de tres mil quinientos kilos que había que hormigonar en el parterre que está enfrente de la casa, o bien la de puerta, mucho más sencilla, que pesaba veinte o treinta kilos. Me contestaron que preferían la grande, con lo cual yo ya sabía que el regalo no les parecía una patochada y que iba a ser bien aceptado. Está claro que les gustó y que fue un regalo acertado y original. Pero, tras esta primera polémica, la cosa no paró ahí.

DE TIROS LARGOS

En las normas protocolarias que nos remitieron junto con la invitación desde la Casa Real se exigía un determinado vestuario. En el caso de los caballeros, chaqué.

Yo jamás me había vestido de esa manera. Y ahí vino un nuevo problema. Un chaqué vale dinero, yo no lo uso y supe que había una tienda en Santander que los alquila. Ahí vi mi solución, me dirigí a esa tienda, propiedad de un amigo mío (Ramiro Díaz) y pregunté por el precio del alquiler. Veinte mil pesetas para cuarenta y ocho horas.

Cuando se supo mi intención, la Asociación de Sastres de Cantabria hizo pública una nota de prensa para decir que el presidente de la Comunidad Autónoma no podía acudir con un chaqué alquilado, por lo que habían acordado regalarme uno. Relacionaban el hecho de alquilar una prenda, que en mi caso no iba a utilizar probablemente nunca más, con la dignidad del cargo que ocupaba.

Inmerso de nuevo en la polémica, acudí con mi mujer a probarme donde Ramiro. Unos me estaban largos, otros cortos, estrechos, holgados. Había uno que se aproximaba un poco, pero tenía brillos, se ve que había estado ya en multitud de bodorrios.

Y Ramiro, en un alarde de generosidad, me propuso hacerme uno a medida, cobrándome solo el alquiler, para quedarse luego con él, pensando que podría posteriormente amortizarlo.

Harto ya del tema, le pregunté por el precio del chaqué y todos sus complementos. Me dijo que, por ser para mí, podía hacérmelo por ciento veinte mil pesetas. En ese momento me tomó las medidas, saqué la Visa y le pagué el chaqué, que me entregó al cabo de unos días en la misma percha en que llegó a Madrid. No me lo probé hasta el mismo día de la boda.

Acabó así la controversia del traje, la que también tuve detractores en la prensa, que defendían la necesidad de que llevara una prenda de mi propiedad, arguyendo incluso que al ser un compromiso institucional debía pagarlo el Gobierno de Cantabria. Yo me negué en redondo. Fuera de alquiler o comprado, como finalmente fue, tenía claro que debía pagarlo yo. Y lo mismo hizo mi mujer, que iba guapísima, con su traje.

EL REMEDIO CHAVES: CAFÉ CON SAL PARA LA PRÓSTATA

Llegó el momento de viajar a Madrid. Siempre que voy allí, desde mi época de director del Banco Atlántico, me hospedo en el hotel Miguel Ángel. Tengo esa costumbre, me hacen un descuento especial y además me tratan como en casa. Pero para acudir a la boda, la Casa Real nos indicó que debíamos alojarnos en el Palace. La razón, que nos iban a llevar a todos en un autobús a la catedral y que no podían hacer la recogida de hotel en hotel. Era necesario que nos quedáramos todos en el mismo.

Mi mujer y yo cogimos el avión, aterrizamos en Madrid sobre las siete de la tarde. Cuando llegamos al Palace había ya multitud de personas concentradas esperando ver a algunos de los invitados famosos. Muchos me conocieron y se acercaron a mí para pedirme anchoas.

Al entrar en el hotel, la primera sorpresa fue encontrarme en la puerta con un señor muy elegante, que me dice que es el director del Palace y se dirige a mí más o menos en estos términos:

—Señor presidente, aquí hay hospedados reyes, gente importantísima, pero el huésped más importante para mí es usted, porque yo soy de Reinosa.

Y así fue, porque tuvo conmigo unas atenciones impresionantes.

A las nueve de la noche, aproximadamente, bajamos al comedor para cenar. Iban llegando autoridades. Vi a Manuel Fraga y a otros presidentes, como Manuel Chaves, de Andalucía, y su señora, que se acercó a nuestra mesa a saludarnos y nos propuso cenar juntos, como así hicimos.

Hablando, hablando, en los postres, Manolo Chaves, que tiene mucha experiencia en este tipo de eventos, me planteó una cuestión que le preocupaba y que cuando me la explicó también me preocupó a mí, operado como estoy tres veces del riñón y con una calcificación prostática que me hace frecuentar el baño más de lo habitual. Manolo Chaves me dijo que estaba obsesionado pensando en lo que nos esperaba, porque había hecho el siguiente cálculo: saldríamos del hotel a las 9.30 y estaríamos en la catedral, donde no hay baños, hasta las 13.30. Como muy pronto, llegaríamos al Palacio Real a las 13.45. Como tenía problemas de próstata, estaba preocupado porque no sabía cómo iba a poder aguantar tanto tiempo sin ir al servicio.

En este momento salté yo como un resorte: «Esa es mi historia, es mi caso, estamos en las mismas condiciones». Entonces, me dijo, no hay más que una solución que él ya había probado y le había ido muy bien en circunstancias parecidas. Había que tomar como desayuno medio tazón de café solo con sal, porque retiene líquidos y, de esa manera, podríamos soportar bastante mejor lo que nos esperaba.

A la mañana siguiente, a las 8.30 ya estaba tomándome ese café con Manolo Chaves. Yo iba impecablemente vestido, después de haber tenido, eso sí, un pequeño incidente, porque en la percha que había llevado a Madrid con la ropa no estaban los gemelos. No hubo manera de encontrar un par en todo el hotel, por lo que tuvieron que coserme los puños de la camisa. Por eso estuve todo el día con las mangas de la chaqueta bastante estiradas, para que no se viera el cosido, ante la falta de gemelos. Recuerdo haber visto a Manuel Fraga, que ya paseaba por la acera esperando. Su chaqué debía tener bastantes bodas a bordo, porque se notaba un poco consumido.

LOS PELIGROS DE HABLAR SIN CORTAPISAS

Para narrar lo que vino a continuación es mejor dar un pequeño salto hacia adelante en el tiempo y situarme en el día siguiente, el 23 de mayo de 2004.

Es sabido que soy muy forofo del fútbol, especialmente del Racing de Santander. En aquel momento, tenía por costumbre acudir a una cadena de televisión local, propiedad del grupo Vocento, para participar en la tertulia posterior al partido y comentar lo ocurrido.

El 23 de mayo, el Racing jugó contra el Deportivo de La Coruña. Aquel encuentro era importante, porque mi equipo se enfrentaba a la posibilidad de bajar a Segunda División. De hecho, perdió 0-1, aunque también lo hicieron todos los que se la jugaban con nosotros, así que conseguimos la permanencia en Primera.

Acudí a la tertulia como todos los domingos. Empezamos hablando de fútbol, como era normal, comentando el partido en el que el Racing se había salvado. Pero de repente empezaron a aparecer mensajes de los espectadores en la parte inferior de la pantalla, de los que pronto se hizo eco el presentador. Pedían que hablara de la boda de la víspera. «Ya sabemos que entiende de fútbol, pero hoy queremos que nos hable de la boda», decían esas peticiones.

Y yo no tuve ningún inconveniente. Llevábamos media hora hablando de fútbol, pero aún quedaba otra hora de programa por delante. Consultaron a la dirección para desviar el tema y se acordó que así fuera.

Inconsciente de mí, hable como si lo estuviera haciendo con un grupo de amigos, totalmente ajeno a la trascendencia que iba a tener lo que dije en aquel programa. Hablé con la naturalidad con la que suelo hacerlo y cometí un error, porque no estaba hablando de cualquier boda, era la boda real. Y yo me referí a ella como si hubiera sido la de cualquier pareja de amigos.

En directo, relaté todo lo ocurrido desde el momento de la cena con Manolo Chaves y nuestra preocupación común por lo que podíamos llegar a sufrir en una ceremonia tan larga.

Expliqué cómo nos trasladaron en autobús hasta la catedral, en un día de lluvia infernal. Y cómo se fueron cumpliendo los vaticinios de Manolo Chaves, pues allí permanecimos durante varias horas sin posibilidad de acceder a un baño.

Expliqué que salimos de la iglesia a la una y media para ir en autobuses al Palacio Real. En el primero iban reyes y exreyes. Y en el segundo, presidentes y nobleza. Yo tuve que ir de pie, porque había más gente que asientos. Recuerdo que un señor alto y delgado se me presentó: «Federico de Baviera», me dijo. Yo le respondí: «Miguel Ángel Revilla, de Polaciones».

Enseguida vi a Chaves, que también iba de pie. «¿Qué tal?», le pregunté. Me respondió sin palabras, con una cara que indicaba que estaba a punto de explotar. En las mismas condiciones iba yo.

Afortunadamente, todavía estoy ágil y cuando llegamos al Palacio Real corrí en busca del baño. Por las veces que había estado allí previamente, sabía que no hay demasiados. Cuando por fin abrí la puerta del aseo me sorprendió la presencia de un señor de unos dos metros, que llevaba en el pecho no menos de veinte kilos de medallas y un espadón enorme. «Harold de Noruega», exclamé. Su figura era inconfundible y ya había reparado en él en la catedral, donde ocupaba el primer banco. «Yes», me respondió, antes de que yo cerrara rápidamente la puerta. El moderador del programa me preguntó: «¿Cómo estaba?». «¡En el trono!», contesté, entre las risas de quienes me acompañaban.

Un año después, durante la comida que le ofrecí al rey en la Hostería de Castañeda y que ya he relatado, me ocurrió un incidente de parecida naturaleza, que don Juan Carlos resolvió con su habitual naturalidad y sentido del humor. En la entrada de la hostería hay un pequeño bar y a la izquierda unos baños del siglo
XVIII
de mármol adosados a la pared, cóncavos y alineados. Muy comunes en toda España. Baños de pared.

Y aquí me ocurre algo que puede parecer increíble, pero es cierto.

Abro la puerta y, al fondo, veo al rey acoplado a uno de los urinarios. Inmediatamente giro con ánimo de abandonar el lugar y él, que oye el ruido de la puerta, vuelve la cabeza. Al ver mi actitud de retirada, me dice: «Pasa Revilla, pasa que así podrás contar que no solo te encontraste en un baño con el rey de Noruega, también con el rey de España». Me situé a su lado y a pesar de que venía con ganas no pude echar gota. Fue un minuto interminable.

Poco podía adivinar en ese momento las consecuencias que iba a traer mi ingenuo comentario sobre «Harold»: el Partido Popular llegó a presentar una iniciativa en el Parlamento de Cantabria para presentar una disculpa oficial, en nombre de la Comunidad Autónoma, a la Casa Real de Noruega. Yo mismo intervine en aquella sesión para dejar claro que una situación así no es culpa de quien llega y abre la puerta, sino de quien está dentro y no la ha cerrado. No creo que ni yo, ni la región a la que representaba tuviéramos que avergonzarnos de nada.

¿Quién no ha abierto la puerta de un baño alguna vez en su vida y se ha encontrado a alguien dentro? ¿Quién no se ha equivocado alguna vez y ha entrado en el baño de señoras?

La cosa es que yo conté lo que pasó, como también conté que había visto al rey feliz y encantado. A los príncipes, enamoradísimos. A la novia, muy guapa. Y en estas me preguntan por la comida.

Nosotros no sabíamos previamente qué menú nos iban a dar. Estamos acostumbrados a las bodas de Cantabria, tradicionalmente muy copiosas, realmente pantagruélicas. Además, cuando vas a una es muy frecuente que la gente te pregunte después qué tal has comido, si estaba guapa la novia… No sé si ocurre lo mismo en otros lugares de España, pero en mi tierra es lo normal, la gente suele tirar la casa por la ventana.

Por lo tanto y en una boda de ese rango, yo pensé que las langostas fluirían por la mesa. Cuando comenzaron a servir los canapés, pensé que debía reservarme, porque, al contrario de lo que puede pensar la gente, no soy nada tripero. No como demasiado.

Bien, pues llegan los canapés. Había un queso manchego y un jamón deliciosos. Pero le dije a mi mujer: «No te ciegues con esto que lo tenemos en casa». Hay gente que se llena a base de canapés y luego no puede con los otros platos extraordinarios que te esperan en la mesa.

Así que ahí estoy yo, comedido a pesar de que tenía mucha hambre, porque solo había tomado el café negro con sal del desayuno. No probé bocado. Y llega el momento de sentarse a la mesa, que compartimos con gente encantadora. A mí me tocó al lado de Esther Koplovich y Sophia de Habsburgo. Mi mujer estuvo junto a su marido, archiduque de no sé cuántas cosas, de apellido austriaco, descendiente del imperio austro-húngaro. También estaba el marido de la Koplovich, que creo que es hermano del marqués de Cubas, el embajador de un país europeo…

Other books

Maxwell’s Curse by M. J. Trow
News of the World: A Novel by Paulette Jiles
Declaration by Wade, Rachael
Sound of Secrets by Darlene Gardner